Cada mañana, camino del trabajo, calculo si voy bien de tiempo dependiendo de a qué altura de la calle me encuentro con los habituales del lugar. Está el señor que toma café y que siempre lleva sombrero, la chavala que espera a que el chavalito que le gusta le recoja en una vespa roja para ir a la universidad y un niño que camina siempre de la mano de Dios.
No sé nada de él, pero le envidio por varios motivos: primero porque no todos tienen la suerte de caminar de la mano de alguien a plena luz del día. No lo sabe aún, pero de noche cualquiera pasea con los dedos de alguien entrelazados dando tumbos por ahí. En silencio o llorando de risa, pero de día todo cambia. Todo se vuelve más claro. A la luz del sol todo lo que se quiere ocultar se ve. El segundo, pero no menos importante, es que camina de la mano de Dios. Los años de experiencia de quien se crió en un colegio de monjas hacen que sepa que esa señora con falda por debajo de las rodillas, pelo corto y cruz a la vista, por mucho que vaya vestida de civil, giraría la cabeza al grito de “Hermana”. Por eso al llegar a casa, como un yonki de la curiosidad, me sumergí en internet y esperé en la cueva, paciente, como una morena en una piedra caletera, a ver si algo de información se asomaba por allí para iluminar mis teorías.
Buceando en el navegador uno se encuentra con lugares como el Hogar Virgen Milagrosa o Nuevo Futuro Sevilla, asociaciones con el objetivo de proteger y acoger a niños y adolescentes en situación de desamparo social que les prive de un ambiente familiar y ayudarles así en su formación y desarrollo integral. Una casa para quienes no tienen la suerte de tener una propia. Darles una mano a la que agarrarse en la tierra y un motivo más para pensar que hay alguien que también camina con ellos desde arriba. No sé si mi amigo (porque ya es mi amigo) tiene familia o si alguien más allá que esa Hermana le protege, pero su rostro no desprende miedo ni intranquilidad, más bien sueño e impaciencia porque llegue el recreo. Y no sé si lo que más envidio de él es que tiene toda la vida por delante o la tranquilidad con la examina el mundo de camino al colegio.
Al igual que cuando uno se está sacando el carné de conducir solo ve coches de autoescuela por la calle, estos días sentía la presencia de un acompañante en todo momento. Un viejo amigo que en medio de la tempestad me mostró un rayo de luz que se asomaba por la plaza del Palillero. Algo que seguramente sea común y que ese día rozaba lo extraordinario. Una señora busca el calor del sol ayudada de su tacataca. Un flamenco cantaba para darle color a la vida, y de su boca no salía más que compás y verdad. Un quejío salado que decía “Paso las noches sin dormir, apoyado en la mesilla, pensando en ti” mientras todo seguía su curso en mis narices, como si estuviese parado en un semáforo eterno con forma de banco.
Hay días en los que queremos que Dios nos coja la mano o se nos aparezca en cualquier rincón. Comprobar que esa existencia es fruto de la idea de querer volver a encontrarse con algo o con alguien. De hacer que las cosas pasen.
De vuelta a casa pasa, por delante de mí, pasa un hombre con un infinito grabado en el brazo y me pregunto: de todos los infinitos que uno ve tatuados por ahí, ¿cuántos lo seguirán siendo? Esospensamientos se disipan en la esquina de mi calle cuando dos monjas, ambas con hábito, caminan a un paso veloz y esquivan a dos niños que corren con un balón en la mano dirección a la plazoleta. Y no sé si Dios existe y si se lo tendré que preguntar a una de ellas algún día o mejor al niño que camina de su mano.