No me gustan los homenajes a los muertos porque entre las flores y el llanto se olvidan los defectos de la gente y todo se llena de cumplidos. Los homenajes hay que hacerlos en vida siendo consciente de los defectos que todos cargamos a nuestras espaldas, porque solo quien verdaderamente te quiere lo hace aceptando tus carencias y las tapa con tus virtudes. Todo lo demás son adjetivos vacíos, bolsos y perfumes falsos que tratan de imitar a los caros para darle un valor inexistente a la balda del baño y al fondo del armario. Saber qué manos nos levantarán del suelo y qué hombros encauzarán nuestras lágrimas es igual de importante que saber quiénes son los que esperan nuestras desgracias para poder frotarse las manos y llenar sus silencios, que no son otra cosa que los vacíos de su alma.
Cuando llegué al mundo Ana ya formaba parte de mi vida. Ana y Víctor, claro. Porque la vida de Ana no se entiende sin Víctor de la misma manera que la de Víctor no se entendía sin Ana. Tengo imágenes en mi cabeza de ambos juntos y no sé muy bien por qué, pero me gusta pensar que los recuerdos que tengo de mi infancia existen porque era muy feliz en ese momento. Mi infancia está diseccionada en diferentes fragmentos: cumpleaños de amigos, mañanas montando a caballo, tardes en casa de mi abuela con los perros, Navidad con mis primos y regalos de Papá Noel que llegaron vacíos y borraron toda la magia del momento al saber quién estaba detrás de ellos. Entre todos esos momentos están Ana y Víctor sentados en una de esas mesas largas que tenía la sidrería que estaba en la calle paralela a mi casa. Les recuerdo sonrientes, felices, juntos. Recuerdo también los buñuelos de bacalao que nos ofrecían los camareros de aperitivo. Siempre calientes, crujientes. Siempre tan ricos.
Por desgracia, hace tiempo que nuestra vida y el mundo es un poco peor porque Víctor no está entre nosotros. Desde entonces, Ana ha pasado a ser parte de la familia de una forma mucho más activa. Juntos hemos festejado cumpleaños, disfrutado veranos en Sangenjo, días en Castilla, estrenado años, visitado Roma, asaltado restaurantes, recorrido Madrid, visto torear a Morante y dentro de unos meses habremos bailado sevillanas en la Feria de Abril. Y aunque ella siempre dice que nunca podrá agradecernos tanto cariño, lo que a mí me gustaría dejar por escrito es todo lo contrario. Somos nosotros quienes jamás podremos agradecerte habernos enseñado que se puede seguir amando a alguien que se fue para siempre, que se puede convivir con el dolor y la soledad y mantener intacta la sonrisa, que se puede formar una familia sin importar que no tengamos la misma sangre. Eres tú la que alegras nuestros días con tus ganas de seguir comiéndote el mundo viajando a cualquier parte, siendo nuestra quinta abuela y permitiéndonos disfrutar de una etapa que la vida nos arrebató porque éramos muy jóvenes.
La medalla de la Virgen de Covadonga que me regalaste cuelga de mi cuello y cada día que la veo reflejada en el espejo pienso en ti, que es pensar en Víctor al mismo tiempo, y mis mañanas empiezan con una sonrisa de oreja a oreja que ni siquiera puede borrar el frío de este mes de enero. Fuisteis, eres y serás un recuerdo imborrable que siempre me hará recordar que desde el amor, el silencio y la soledad se puede jugar de tú a tú a la vida sin ningún miedo.