Un taller de cerámica

“De repente pensé que había espacio para mí en el lugar donde nunca pensé que fuese a tener sitio”, dice ella, y esa es la frase que me hizo levantarme de la silla.

Me está costando encontrar la inspiración (el coraje) para escribir. A veces siento que el tema me supera, que los pensamientos que tengo al respecto no están maduros y que la pasta de mis ideas todavía no está al dente. Aun así, no puedo resistir la tentación de lanzarme al vacío y liberarme de un peso que cargo en la chepa desde hace casi un mes. Y si me equivoco, que así sea. Y si esto no le sirve de nada a nadie, lo siento. 

No sé por qué me emocioné tanto. Es una estupidez que leí en El País Semanal, en un reportaje muy sencillo sobre una chica de 29 años que acababa de abrir su propio taller de cerámica en un pequeño local de su ciudad natal. Antes estudió diseño en la Universidad Complutense de Madrid, vivió en Galway y Berlín, trabajó como directora de arte en grandes agencias de publicidad, fue ilustradora y se embarcó en grandes proyectos visuales. 

Hasta que un día pasó. Se apuntó, de casualidad, a una clase de cerámica en Nigrán, un pueblo al sur de Pontevedra. Ese rato que pasó dando forma a un trozo de barro le cambió la vida. “Fue salir del taller, empezar a llorar y decir, quiero esto”, dice la chica en el reportaje. Así que se volvió a Benidorm, su lugar de nacimiento, buscó un local y montó su propio taller de cerámica. 

“De repente pensé que había espacio para mí en el lugar donde nunca pensé que fuese a tener sitio”, dice ella, y esa es la frase que me hizo levantarme de la silla. Y llorar. No lloré, porque nunca lloro, pero me emocioné mucho. Una especie de tsunami emocional que estuvo a punto de llevarme por delante. Yo también quiero sentirme así. Yo también quiero sentir que he encontrado un lugar en el mundo donde todo pasa sin que nada cambie, y dejar de sentir por una vez en la vida la presión constante de un sector que vive de hacer sentir a sus trabajadores que no valen nada. 

Llevo la revista en la mochila, abierta por la página del reportaje, desde que la compré un 10 de noviembre de 2024. Estaba esperando el momento de sentarme a escribir lleno de inspiración un texto sin lugares comunes, pero ese momento no ha llegado y no puedo más. Cuando hice la primera lectura de ese texto, saqué una cuartilla de papel y escribí para desahogarme. 

“El sentimiento constante de que no hemos encontrado nuestro sitio. De que no hay hueco en la mesa, de que la mesa está llena de señores glotones que solo nos dejan las migajas de una sociedad que ya está hecha, repartida y vendida. A lo mejor de ahí nos vienen las ganas secretas de mandar todo a la mierda, de romper las patas que sostienen la mesa y empezar a comer nosotros también. Ha llegado nuestro turno”. 

Ha entrado unos de mis compañeros de piso en casa y me ha cortado el tren de pensamientos con destino al abismo en el que me había embarcado. No sé qué más pensar, no sé cómo desarrollar esta sensación de que una violencia sistémica insoportable nos está enfermando lentamente. El ser humano no puede vivir así, estresado, siempre a punto de entrar en ebullición y estallar porque nunca se siente a salvo. 

Yo también quiero encontrar un sitio así, un taller de cerámica metafórico, un lugar en el que pueda estar y producir y servir a los demás desde lo que soy, sabiendo que nadie me va a quitar ese hueco porque está diseñado a mi imagen y semejanza. Estoy cansado de luchar. No estoy cansado de luchar, pero estoy cabreado porque siento que esta es una lucha impuesta, inescapable, como la de un gladiador al que lanzan contra los leones en el Coliseo. No es normal. 

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“De repente pensé que había espacio para mí en el lugar donde nunca pensé que fuese a tener sitio”, dice ella, y esa es la frase que me hizo levantarme de la silla.

Me está costando encontrar la inspiración (el coraje) para escribir. A veces siento que el tema me supera, que los pensamientos que tengo al respecto no están maduros y que la pasta de mis ideas todavía no está al dente. Aun así, no puedo resistir la tentación de lanzarme al vacío y liberarme de un peso que cargo en la chepa desde hace casi un mes. Y si me equivoco, que así sea. Y si esto no le sirve de nada a nadie, lo siento. 

No sé por qué me emocioné tanto. Es una estupidez que leí en El País Semanal, en un reportaje muy sencillo sobre una chica de 29 años que acababa de abrir su propio taller de cerámica en un pequeño local de su ciudad natal. Antes estudió diseño en la Universidad Complutense de Madrid, vivió en Galway y Berlín, trabajó como directora de arte en grandes agencias de publicidad, fue ilustradora y se embarcó en grandes proyectos visuales. 

Hasta que un día pasó. Se apuntó, de casualidad, a una clase de cerámica en Nigrán, un pueblo al sur de Pontevedra. Ese rato que pasó dando forma a un trozo de barro le cambió la vida. “Fue salir del taller, empezar a llorar y decir, quiero esto”, dice la chica en el reportaje. Así que se volvió a Benidorm, su lugar de nacimiento, buscó un local y montó su propio taller de cerámica. 

“De repente pensé que había espacio para mí en el lugar donde nunca pensé que fuese a tener sitio”, dice ella, y esa es la frase que me hizo levantarme de la silla. Y llorar. No lloré, porque nunca lloro, pero me emocioné mucho. Una especie de tsunami emocional que estuvo a punto de llevarme por delante. Yo también quiero sentirme así. Yo también quiero sentir que he encontrado un lugar en el mundo donde todo pasa sin que nada cambie, y dejar de sentir por una vez en la vida la presión constante de un sector que vive de hacer sentir a sus trabajadores que no valen nada. 

Llevo la revista en la mochila, abierta por la página del reportaje, desde que la compré un 10 de noviembre de 2024. Estaba esperando el momento de sentarme a escribir lleno de inspiración un texto sin lugares comunes, pero ese momento no ha llegado y no puedo más. Cuando hice la primera lectura de ese texto, saqué una cuartilla de papel y escribí para desahogarme. 

“El sentimiento constante de que no hemos encontrado nuestro sitio. De que no hay hueco en la mesa, de que la mesa está llena de señores glotones que solo nos dejan las migajas de una sociedad que ya está hecha, repartida y vendida. A lo mejor de ahí nos vienen las ganas secretas de mandar todo a la mierda, de romper las patas que sostienen la mesa y empezar a comer nosotros también. Ha llegado nuestro turno”. 

Ha entrado unos de mis compañeros de piso en casa y me ha cortado el tren de pensamientos con destino al abismo en el que me había embarcado. No sé qué más pensar, no sé cómo desarrollar esta sensación de que una violencia sistémica insoportable nos está enfermando lentamente. El ser humano no puede vivir así, estresado, siempre a punto de entrar en ebullición y estallar porque nunca se siente a salvo. 

Yo también quiero encontrar un sitio así, un taller de cerámica metafórico, un lugar en el que pueda estar y producir y servir a los demás desde lo que soy, sabiendo que nadie me va a quitar ese hueco porque está diseñado a mi imagen y semejanza. Estoy cansado de luchar. No estoy cansado de luchar, pero estoy cabreado porque siento que esta es una lucha impuesta, inescapable, como la de un gladiador al que lanzan contra los leones en el Coliseo. No es normal. 

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