Una ametralladora de metáforas

Ya no sé qué decir a los muchachos cuando me acorralan. ¿Cómo explicar que pueden justificar una vida con su aprobación? ¿Qué debo hacer para que sepan que lo único que busco es provocar un temblor? No quiero colgarme la medalla del profesor que le cambió la vida a uno, a dos o a cientos. Solo quiero provocar en ellos el asombro una vez, porque con uno basta para perseguirlo toda la vida. La posibilidad del temblor me justifica y me salva porque mis alumnos son mi obra y ésa es la metáfora que nos ata. Aunque solo sea yo, el autor, quién lo sabe. 

Les cuento a mis chicos que la metáfora es el centro de la poesía, que un niño puede ser un pájaro al cantar, la boca de una mujer, el cielo cuando sonríe; el amor, una daga y una moto sobre una autopista sin final, la libertad. Espronceda, señores, no habla de un pirata y su barco. Al menos no solo de eso, ¿o no?

Cuento que la primera vez que fui a Grecia mi yo de veinte años casi se cayó al suelo cuando leyó la palabra μεταφορα escrita en los carritos para transportar el equipaje. ¿Por qué está la palabra metáfora escrita en los carritos? Porque eso es precisamente lo que hace una metáfora: cargar con algo. Cargar algo con significado. Una metáfora es una bala. Y los hombres, ametralladoras de metáforas.

La palabra metáfora, muchachos, viene de la unión de dos palabras: meta, que significa más allá; y pherein o pheros, que significa cargar, trasladar, portar: llevar más allá. Un semáforo porta la sema, la señal. Un fósforo, la luz. Lucifer, chicos, también porta la luz (pero en latín), aunque no lleguemos a entender por qué. No es momento de hablar de Prometeo, de cómo las religiones beben (otra metáfora) las unas de las otras. Y San Cristóbal, Christopher en inglés, fue el que vadeó un rio con el niño Cristo a hombros, el que cargó con él. 

Entonces, cuando hace unas semanas leímos a Jorge Manrique decir, nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir, ¿qué está haciendo? Y casi todos. Una metáfora. ¿Por qué? ¿Cómo? Silencio. Porque asocia la vida con el río, y finjo que empuño el manillar de un carrito para equipajes que no existe, está llevando la palabra vida más allá, la carga de significado. Más silencio. Chicos, la palabra vida es sólo la palabra vida. Pero cuando Manrique dice que la vida es un río, esa vida se llena de meandros, de aguas que amenazan con matarnos, de remansos de paz, de cambio, tras cambio, tras cambio, tras cambio. La vida se convierte en un viaje que termina en el mar, que es el desconocimiento, que es la amplitud, que es la muerte. La palabra vida se carga de todos los significados que posee la palabra río. ¿Estamos?

Señores, ¿qué es un poeta? Una ametralladora de metáforas. Eso desde luego. Pero, ¿en qué pensáis cuando pensáis en un poeta?

- En un triste.

- En un aburrido.

- En un gordo sin amigos. 

- En una persona sin vida.

Y ocurre que cada vez que hago esa pregunta sospecho que para ellos un poeta es poeta porque no le queda más remedio que serlo, como les puede ocurrir a los vagabundos o a los presos. Me acorralan. Me atacan con preguntas. ¿Para qué sirve un poeta? Yo hablo de Whitman y les entrego un poema de Lorca. Enfilo la estocada. ¿Entrará? A esa duda, a esa esperanza, los toreros la llaman la Suerte. 

Cierro las persianas y apago la luz: 

¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga,

que no quiero ver la sangre

de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

Termino de leer tras casi cinco minutos y con la caída de mi voz vuelve el silencio al aula. Juntos, mis chicos y yo, hemos visto a un torero morir en la plaza. El embrujo de Lorca ha hecho morir a Ignacio Sánchez Mejías una vez más. Quizás aún le queden más muertes por morir antes de que el día acabe. 

Ahora, tras la muerte, el silencio es otra especie de silencio. Suena el timbre, que es el final de la clase, las trompetas que clausuran mi faena, mi expulsión de la plaza. ¿Quién es el toro en este juego de imposturas? 

Salen todos. Yo me quedo recogiendo mis papeles. Un muchacho se acerca, un toro, quizás un torero. 

- Don Carlos.

- Dime, Mauro.

- Ha sido como una misa. No, disculpe. Ha sido una misa. Eso es una metáfora, ¿verdad?

- Sí, sí lo es. 

Y tú, bendito muchacho, pienso para mí, un salvador.

Sale al pasillo y le oigo gritar a un amigo: ¡vamos pedazo de cerdo, corriendo al patio, que pareces una tortuga!; como un hombre, como una ametralladora de metáforas. 

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