What say you?

Alguien me pregunta qué leo y yo se lo cuento. Primero cuento, luego narro y finalmente explico. Explico los símbolos que he visto, pero principalmente los que me invento mientras cuento y narro, los símbolos que luego tengo que explicar. 

Alguien me pregunta qué leo y miento. Miento porque estoy enfermo. Cuento que estoy leyendo una novela breve titulada Un mes en el campo, escrita por un inglés, J.L. Carr, en 1978. Cuento que la novela llegó a mí hace unos días, tras descubrir que Carr pasó varios años de su vida en una región de Inglaterra que ahora me interesa particularmente. Además, las primeras líneas de su página de Wikipedia dicen así:  Joseph Lloyd Carr (20 May 1912 – 26 February 1994), who called himself “Jim” or “James”, was an English novelist, publisher, teacher and eccentric. La inglesa es la única raza capaz de elevar a rango de oficio la condición de excéntrico. Eso cuento sobre J.L. Carr, eso y que fue aviador de la RAF durante la guerra, que algo debió pasarle, o que algo debió ver, porque Un mes en el campo claramente encierra un complejo trauma que debo desmadejar. Símbolo, y a veces redención a través del símbolo, en eso consiste mi enfermedad.

Y ahora narro. Pero intentaré narrar la verdad. Tom Birkin llega cornudo, traumado y pobre al pueblo ficticio de Oxgodby en julio de 1920. Tom Birkin es muchas cosas, pero Tom Birkin es, ante todo, un hombre que ha salido vivo del infierno. Su infierno se llama la batalla de Ypres. Duró cuatro meses escasos y los más de trescientos mil soldados ingleses ahí muertos aún alimentan el suelo de las primaveras belgas. En la Inglaterra de 1920, una vez alzados los monumentos y cantados los himnos, ya nadie quiere recordar qué hizo, quién fue o dónde estuvo durante los años de la guerra, menos aún los hombres que no lucharon. Tal es el caso del párroco de la iglesia de Oxgodby. 

El párroco no luchó, regenta una iglesia con un fresco medieval recién descubierto que desea que Birkin saque a la luz, -Birkin, por cierto es restaurador de arte-; y tiene, también, una esposa joven y bella (Carr la define como primaveral y eso no es casualidad), llamada Grace (nombre poco azaroso, puro símbolo), que quiere saberlo todo sobre el tiempo que el recién llegado Birkin, comendado con la Cruz Victoria al valor y con destapar un Pantocrátor, un halo, una Virgen, seis ángeles y un Juicio Final, pasó en el Infierno. 

Grace, la esposa solitaria y desatendida de un párroco que a duras penas practica el símbolo y los mensajes del Evangelio se enamora, claro, del veterano traumado de la Primera Guerra Mundial. Ella desea vivir un poco. Él, haber vivido un poco menos. Él considera que la paz, el amor y la gracia (Grace), están prohibidos para los hombres como él. Ella descubre que él es lo que lleva esperando toda la vida. El ángel que buscaba, aunque todo el mundo en el pueblo dice que es un monstruo por algo que hizo durante la guerra y que no terminamos nunca de saber. 

Y todo ello ocurre mientras Birkin trabaja de rodillas, insisto, de rodillas (los símbolos, ¡los símbolos!). Mientras destapa primero los ojos, luego las manos, extrañamente amorosas y benevolentes, de un Cristo que ha esperado bajo el hollín durante setecientos años a ser descubierto por él. 

Avanza el verano sobre la preciosa campiña inglesa. Avanza Birkin hacia sí mismo. Avanza Grace hacia sí misma. Avanzan sin saberlo el uno hacia el otro. La vida parece repentinamente posible. Birkin renuncia a destapar la escena del fresco que muestra el Jucio Final. ¿Para qué?, piensa. Ya lo he visto. No todo debe estar abocado a un final, a un desastre, al negror y la caída. 

Frente al fresco, de rodillas, los ojos de siete siglos del Cristo recién descubierto (más símbolos), contemplan a Birkin con compasión. Le entiende. Él también estuvo ahí. Bajo su mirada amorosa y a la espalda de Birkin, irrumpe Grace en la iglesia. No se arrodilla. Ya lo ha hecho demasiadas veces (más símbolos, la gracia no entiende de leyes). Abandona todo decoro, corre y grita su nombre. Ahora es Tom, ya no es Birkin. Se tocan por primera vez bajo la mirada de Cristo.

El Juicio Final queda oculto por el hollín de miles de velas extintas, encendidas por miles de almas muertas que jamás podrán actuar sobre lo que fuera que pidieron a ese Cristo que se desvanecía poco a poco, deseo a deseo. Grace y Tom bajo esa mirada. Afuera llueve por primera vez tras un verano tórrido. Bautismo, vida nueva. Quizás pecar sea la única forma que tengan de salvarse

Bonito, ¿verdad? Esta novela, la que le acabo de contar a ese alguien que pregunta qué leo, no existe. Un mes en el campo de J.L. Carr sí existe, pero no así como la cuento, la narro y la invento.

Ya lo dije, estoy enfermo. Me abruma la fuerza del símbolo. Tengo que cerrarlos todos, unirlos todos, sellarlos todos. Aunque tenga que mentir y cambiar la historia de todos los libros que leo. Es superior a mí. En cuestiones de literatura no soporto que cada palabra no signifique algo. 

Hace poco tuve suerte. Le conté todo esto a un amigo. Unos días después viene a mi casa y me dice que el libro que ha leído no tiene nada que ver con el libro del que le hablé. ¿Ah, no?, digo algo nervioso. El pobre, extrañadísimo, lo saca del bolsillo del abrigo y me lo tiende. Miro la portada. Un mes en el campo, comedia en cinco actos, Iván Turgénev. Hombre, es que si vas y te compras el que no es, qué pretendes. Esta vez he sido afortunado. ¿Cómo explicar que el símbolo me acosa, que sencillamente no me puedo controlar? 

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