“Consejo para artistas y comadrejas: nunca salgas dos veces por el mismo agujero”
Ray Loriga
Javier Cercas es el escritor español más alabado y premiado en el extranjero. Las reseñas del New York Times, su entrevista en exclusiva a Macron, y ahora este viaje oficial con el papa y a petición expresa del Vaticano. También es el escritor español más maltratado en la última década dentro de nuestras fronteras, ninguneado, vilipendiado y hasta censurado por su postura acerca del procés en Catalunya.
Ni una cosa ni otra me parecen justificadas ni justificables, y esta novela no me ha hecho cambiar de opinión.
Es cierto que Javier Cercas merece un hueco con nombre propio en la novela hispana del siglo XXI. Es cierto que Soldados de Salamina marcó un antes y un después, y alcanzó la que seguramente es la proeza más difícil de alcanzar en literatura: ser relevante para los lectores masivos y para la selecta academia; muy pocas novelas gozan de este privilegio y las que lo tienen son títulos tan áuricos como Cien años de soledad o Lolita. Es cierto que antes de Soldados de Salamina había escrito novelitas modernistas, como dice él, de alta calidad y ninguna relevancia como El móvil o El inquilino, y es cierto que tras Soldados de Salamina ha probado la misma operación literaria utilizando diferentes momentos clave y personajes más o menos conocidos de nuestra historia reciente de España. Quizá la única que alcanza la fuerza del experimento original sea Anatomía de un instante. Novela sin ficción sobre el golpe de Estado del 23-F, donde el artefacto ya ha perdido su pieza mágica, que era precisamente ese juego de ida y vuelta con la realidad, esa falsa no ficción, ese narrador poco fiable que nos engaña y presenta su ficción como realidad. En Anatomía ya solo hay realidad, datos reales, hechos reales y divagaciones sobre la realidad, buenas, eso es cierto. Como mucho se podría añadir El impostor, novela sobre Enric Marco Batlle, falso superviviente de los campos de concentración nazis. No están ya a la altura Las leyes de la frontera o El patriarca de las sombras, novelas sentimentales, donde los juegos son ya con sus recuerdos y para sí mismo y se ha perdido definitivamente toda la magia. Aquí comienza a la deriva a rellenar sus novelas con vivencias y nostalgias.
Dicho lo cual, Javier Cercas pertenece a la rama más fuerte de la literatura europea, que mezcla la crónica, el ensayo, la biografía, la autobiografía/autoficción, según, y la narración novelística para construir artefactos cargados (a veces re-cargados) de realidad y discurso acerca del presente político, social e íntimo, y no hay duda de que ocupa un lugar preponderante en esta corriente junto a Emanuele Carrère, Elena Ferrante, Rachel Cusck, Roberto Saviano o Annie Ernaux.
Tras la deriva de los últimos años hacia la literatura comercial-policial con el tríptico de Terra Alta (Premio Planeta incluido, siguiendo la estela de Benet y Piglia en este ejercicio tan hispano de burlarse/vengarse de la academia ganando el premio más popular y comercial que hay en español), Cercas vuelve a su artefacto más personal en esta novela sobre el papa Francisco (no es este el lugar de opinar sobre la figura del papa, pero dadas las circunstancias me permito expresar la admiración personal que tenía por este hombre, antes de leer la novela, pero después más aún, antes de su fallecimiento ayer, pero después y viendo las reacciones de tanta gente lejana e incluso contraria a la Iglesia, más y más aún; sin duda se ha ido ya uno de los personajes que marcará la historia del siglo XXI, y la marcará para bien, con sus defectos y muy oscuras sombras -como tenemos todos, de paso).
El que haya leído Soldados de Salamina (y en este país es seguramente cualquier lector medio de más de 20 años) sabe cuál es ese artefacto-Cercas. Relato real, hibridación de crónica, biografía apócrifa, esquiva o polifónica, autoficción o autobiografía del propio Cercas, Cercas como personaje y narrador interviniendo en la trama o más bien persiguiéndola, como en un buen policial, sarcasmo barojiano, retazos unamunescos, y la técnica del punto ciego, ya un poco cansina de tantas veces que la ha explicado el propio autor, y que no es más que la teoría de la novela que han practicado o teorizado todos los narradores del siglo XIX a esta parte y cada uno ha decidido nombrar de una forma distinta (Melville, Kafka, Hemingway, Borges, Kundera, Deleuze, Cercas, todo lo mismo: lo más importante es lo que no se cuenta; la novela hace preguntas, no da respuestas).
Son los dos últimos recursos los que de forma más problemática están envejeciendo. En las novelas de Cercas del siglo XXI (de nuevo la excepción de las de Terra Alta), la presencia del propio autor es cada vez más asfixiante, cada vez parece interesarse más a sí mismo y menos el misterio policial que supuestamente persigue; y el punto ciego cada vez es más visible, las preguntas cada vez más cargadas de certeza, el liberalismo cada vez más como imposición en las novelas de Cercas. Y en esta última, El loco de Dios en el fin del mundo, la que más.
No sorprende que una novela encargada y financiada por el Vaticano, el autor sea benevolente y ensalzador de la figura del papa. Cercas se enamora de Francisco y nosotros con él según vamos leyendo, y está bien. Lo que sí sorprende es que ese autor nos quiera convencer de que la monarquía absoluta más poderosa que queda viva en el mundo ha dejado absoluta libertad al escritor en su escritura y no ha querido ni revisar el texto antes de ser publicado.
Es un trabajo para un Estado, un encargo del poder que el artista sumiso atiende. No debería ser este un problema para la calidad literaria. Sabemos que el arte ha sabido abrirse paso en este tipo de obras, desde los poemas laudatorios del renacimiento inglés hasta los retratos reales por encargo de Goya o Velázquez. Lo que no es de recibo es que el autor se nos presente como escritor libre y liberal, intelectual europeo que retrata y juzga su tiempo desde la tribuna de la racionalidad autónoma. Tanto se gusta que termina por delatarse cuando en la presentación oficial del libro en el Espacio Telefónica dice: “Ningún escritor -esto es un hecho- ha tenido la oportunidad de escribir un libro como este, por una razón muy sencilla, porque el Vaticano no se lo ofreció antes a nadie, es así de fácil, esto se dice pronto, pero es así, a nadie el Vaticano le ha abierto las puertas, le ha dicho venga aquí, vea, pregunte, hable, nosotros se lo facilitamos todo, etcétera, etcétera”. La frase es estrictamente literal, minuto 5:20, aquí. Disculpen las muletillas propias de la oralidad que enfarragan la cita, pero me parecen lo más revelador y significativo. Siendo tan burdo el engaño y tan enamorado el autor de la creación y su propio genio, no podemos más que sospechar que la factura y discurso serán igual de burdos.
Si se lee atentamente, cada crítica feroz a la iglesia es un halago implícito al papa, y cada crítica (nunca feroz) al papa lleva con ella la virtud de redimir los pecados del pasado en la penitencia actual. Cercas se encarga de ensalzar cada una de estas penitencias, mayor virtud posible del católico. Este es un libro propagandístico y laudatorio, que intenta desquitarse preventivamente de estas acusaciones avisándonos a cada rato de que es muy consciente del riesgo que corre: convertirse en soldado de Francisco. Nadie puede autodiagnosticarse mejor que Cercas, él mismo se delata. Excusatio non petita…
Hablamos aquí del autor porque el autor habla (y escribe) sobre sí mismo (y mucho). Es materia de su literatura y es la literatura (entre otras cosas los personajes), la materia que aquí tratamos. Así que tenemos que cercar a Cercas porque es el personaje que más trata él mismo, incluso más que el papa, que ya es decir.
Hace tiempo que Javier Cercas se interesa demasiado a sí mismo. Sigue escribiendo igual de bien, quizá mejor, pero ya no cuenta nada interesante, porque, aunque él se tiraría de los pelos al verse encasillado en la autoficción, se ha convertido en lo que él tanto detesta: un solipsista de la peor estopa, de los que han llegado a viejos con fama ganada por sus méritos y ahora sólo quieren hablar de su fama y de sus méritos, tanto que han traicionado esos méritos (su amigo Mario Vargas Llosa sabía también bastante de esto, que en paz descanse, él y sus novelas posteriores a las tres obras maestras de la década del 60’). A Cercas ya no hay quien le crea porque su liberalismo está plagado de dogma, su ironía es completamente seria y su bien templada opinión sin certezas es una certeza inamovible.
Lo que no sé si sorprende pero es un fenómeno sobre el que deberíamos ir reflexionando, es por qué la vieja socialdemocracia ochentera está tan enamorada de cierto conservadurismo moderado y del catolicismo en vías de resurgimiento con una estética más tiktokeable. O por qué cada vez somos cada vez más los ateos fascinados con lo religioso, místico, trascendente, que quizá es lo más fácil de entender: tiempos de crisis civilizatoria. Pero esa no es una materia literaria sino política, y yo de política solo hablo en los bares.
Tampoco entraré en el debate teológico, que es el que más me interesa del libro, el debate y la lectura atenta de los Evangelios (faltarían los apócrifos) donde Cercas repite todos los lugares comunes posibles, que hoy pueden resultar muy finos y alumbradores porque ya nadie leemos ni conocemos bien los Evangelios, pero que no pasan del anecdotario popular, los pasajes archimanidos y los tópicos moralizantes extractables de una lectura diagonal y dirigida por el canon de parroquia que todos los que hemos ido asiduamente a parroquia conocemos.
Más allá de esto, es una novela conseguida, perfectamente escrita, interesante para quien le interese el personaje, y para quien no le interese puede que también. Y lo más importante, es una novela muy divertida de leer, porque hay que reconocer que el estilo de Cercas es brillante, locuaz y sobre todo divertido. Si bien es cierto que por momentos se hace algo pesado el anecdotario papal, y algo larga la pesada minuciosidad con que se sigue el viaje casi a tiempo real. Literariamente no me parece que merezca mucha atención más allá de la viva prosa y construcción novelística tan perfeccionada que ya conocemos del autor, sin duda uno de los autores españoles más relevantes de este siglo; no obstante, en mi opinión, lejos de ser el mejor ni el más original escritor español de lo que va XXI. Escribió una gran novela, lo demás es poco relevante y muy parecido.
Pero por otro lado, y ya concluyo, en estas últimas semanas que han aparecido tantas novelas de tantos autores hispanos tan consagrados (Vila-Matas, Sanz, Loriga, Gopegui, Busquets, Mesa, Vasquez, Schweblin, Cercas) me he preguntado, ¿qué le pedimos a un autor consagrado? ¿Qué esperamos al abrir otro libro de los popes de nuestra literatura?
Más de lo mismo. Y está bien que así sea. Si es un autor consagrado es porque ya tuvo una idea propia y arriesgada que probó una vez o varias hasta que dio con su forma más conseguida. A partir de ahí, sólo queda probar y probar, fallar, fallar otra vez, fallar mejor, intentando acercarse lo más posible a la perfección inalcanzable de esa forma. Después el tiempo juzgará cuál fue la mejor versión de esa propuesta. En el caso de Cercas (y me atrevo a extender a los demás autores mencionados el mismo diagnóstico, incluido Ray, que alertó del peligro a comadrejas y compañeros y ahora parece caer en él), no parece que sea esta la mejor versión de su propuesta, pero cumple las expectativas: más de lo mismo.