La muerte del lector

El autor ha muerto, el lector debe morir, y quedará el texto. Ese objeto cultural que en extrañas ocasiones se vuelve divino, se convierte en arte y llamamos literatura.

“No es que los estudiantes no “cojan” el humor de Kafka, sino que los hemos enseñado a ver el humor como algo que se “coge”, de la misma forma que les enseñamos que el “yo” es algo que se tiene sin más”

David Foster Wallace

Cuando Barthes mató al autor liberó la escritura, pero dejó suelto al lector. Este, vivito y coleando, solo en la tierra del arte, se ha convertido en las últimas décadas en un cacique paranoico, genocida de sí mismo. El lector ha comenzado a automutilarse censurándose cierto arte, ciertos textos, por criterios no artísticos, fundando una ley santa en torno a sí mismo, en vez de en torno al arte.

Demostrar que nada tiene el lector que decir acerca del arte o valor o sentido de una obra —igual que nada tenía que decir el autor— es la batalla que nos toca librar; por donde además aún se pasean espectros del autor que deberemos desvelar. La disolución del valor artístico en el imperio del buen gusto, la recuperación de la censura como operación salvífica de ciertos sacerdotes de la cultura, y la obesidad de la academia en su “producción de conocimiento”, son motivos de peso para encaminarse a la batalla por el texto.

De la muerte del autor nació el suprautor, no humano, no consciente, no racional, que asume la ilógica y el sinsentido como orden de su creación estética en palabras: la literatura-arte. Este suprautor no tiene ningún problema con los sentidos o significados que emanen de su texto, pues sabe que no los controla, que no son suyos, sino que elle es ellos; y, más aún, que nunca el sentido es lo que comporta el arte, nunca son las palabras que pone, sino los vacíos entre ellas, los silencios, las grietas que abra, las sombras que emanan.

De la muerte del autor nació la escritura total, libre y contradictoria.

De la muerte del lector deberá nacer la lectura total, la lectura creativa, la contemplación del abismo, ese que nos llama desde abajo y abajo estamos nosotros mismos, que nos invita al delirio del texto, donde sí se reúnen escritor y lector en el sinsentido de una conversación sorda y muda. La lectura que asuma la ambigüedad, la incomprensión y el problema más grave, el que nos trae hasta aquí, la visión del horror. ¿Qué hacer con el horror?

El autor ha muerto, el lector debe morir, y quedará el texto. Ese objeto cultural que en extrañas ocasiones se vuelve divino, se convierte en arte y llamamos literatura. El motivo de este texto es desbancar al lector del trono que ya antes había ocupado el autor y dárselo por fin al texto literario, al espíritu, lo trascendente, lo eterno del arte, lo artístico del arte.

El fracaso está asegurado. Intentemos, al menos, señalar el abismo, avistar el horror, ese que enmudece, arder en el fuego negro antes que quemar a las brujas. Seguir mellando la obra, esa que genera y resiste, nuestra crítica y todas.

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El autor ha muerto, el lector debe morir, y quedará el texto. Ese objeto cultural que en extrañas ocasiones se vuelve divino, se convierte en arte y llamamos literatura.

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David Foster Wallace

Cuando Barthes mató al autor liberó la escritura, pero dejó suelto al lector. Este, vivito y coleando, solo en la tierra del arte, se ha convertido en las últimas décadas en un cacique paranoico, genocida de sí mismo. El lector ha comenzado a automutilarse censurándose cierto arte, ciertos textos, por criterios no artísticos, fundando una ley santa en torno a sí mismo, en vez de en torno al arte.

Demostrar que nada tiene el lector que decir acerca del arte o valor o sentido de una obra —igual que nada tenía que decir el autor— es la batalla que nos toca librar; por donde además aún se pasean espectros del autor que deberemos desvelar. La disolución del valor artístico en el imperio del buen gusto, la recuperación de la censura como operación salvífica de ciertos sacerdotes de la cultura, y la obesidad de la academia en su “producción de conocimiento”, son motivos de peso para encaminarse a la batalla por el texto.

De la muerte del autor nació el suprautor, no humano, no consciente, no racional, que asume la ilógica y el sinsentido como orden de su creación estética en palabras: la literatura-arte. Este suprautor no tiene ningún problema con los sentidos o significados que emanen de su texto, pues sabe que no los controla, que no son suyos, sino que elle es ellos; y, más aún, que nunca el sentido es lo que comporta el arte, nunca son las palabras que pone, sino los vacíos entre ellas, los silencios, las grietas que abra, las sombras que emanan.

De la muerte del autor nació la escritura total, libre y contradictoria.

De la muerte del lector deberá nacer la lectura total, la lectura creativa, la contemplación del abismo, ese que nos llama desde abajo y abajo estamos nosotros mismos, que nos invita al delirio del texto, donde sí se reúnen escritor y lector en el sinsentido de una conversación sorda y muda. La lectura que asuma la ambigüedad, la incomprensión y el problema más grave, el que nos trae hasta aquí, la visión del horror. ¿Qué hacer con el horror?

El autor ha muerto, el lector debe morir, y quedará el texto. Ese objeto cultural que en extrañas ocasiones se vuelve divino, se convierte en arte y llamamos literatura. El motivo de este texto es desbancar al lector del trono que ya antes había ocupado el autor y dárselo por fin al texto literario, al espíritu, lo trascendente, lo eterno del arte, lo artístico del arte.

El fracaso está asegurado. Intentemos, al menos, señalar el abismo, avistar el horror, ese que enmudece, arder en el fuego negro antes que quemar a las brujas. Seguir mellando la obra, esa que genera y resiste, nuestra crítica y todas.

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