Empecé a escribir poesía con diez, once años. Estaba todavía en el colegio, antes de pasar al instituto, cuando una amiga me confesó que utilizaba la parte de atrás de los cuadernos de clase para dibujar lo que le daba la gana. Por aquel entonces estaba obsesionada con el disco Estrella de mar, de Amaral —mi primer grupo favorito— y empecé a escribir imitaciones de aquellas canciones en la parte de atrás de mis cuadernos. Mi madre y sus amigas me llevaron un verano de aquellos años al concierto que dio Amaral en las fiestas de Sanse —mi primer concierto— y me compraron una camiseta del grupo, negra, con la portada del disco. La fascinación por Eva Amaral, por sus ojos, el flequillo negro que los enmarcaba, orientó sin duda esos primeros poemas: había en escribir, intuía sin saberlo entonces, un gesto de independencia. Escribir significó necesariamente poder crear un mundo propio. Y aunque un día me dejé el cuaderno en el colegio y algunas compañeras de clase cotillearon lo que había escrito y se rieron, ya no pude dejar de hacerlo.
Escribía, escribo todavía, por imitación. Leer poesía, escuchar música, me enseñó en algún punto que las cosas podían decirse de otro modo, una orientación del lenguaje siempre dirigida a la belleza, siempre mejor. La respuesta inmediata consistía entonces en recoger los materiales que leía e intentar hacer algo similar, mientras que el gesto independiente de la escritura me iba permitiendo, poco a poco, proponer lo que quería. Escribir era seguir preservando aquel mundo propio, una conversación inagotable conmigo misma. La independencia inapelable de la mujer que yo deseaba ser entonces, Eva Amaral, se construyó para mí sobre el cimiento de la escritura: escribir sería siempre ser independiente, poner el lenguaje en una dirección misteriosa desasida de la necesidad de respuesta. La oscuridad que intuía cuando escuchaba En sólo un segundo, la última canción del disco, ¿era transmisible por escrito? ¿había esperanza después? Porque con diez años se puede entender perfectamente que El fin del mundo, la tormenta, el dolor / Quedan muy lejos de esta habitación.
Mi primer deseo de comunicar algo apareció en una habitación preadolescente. Aquellas paredes llenas de pósters constituían, y al tiempo, limitaban, las primeras intuiciones de la conversación que yo deseaba tener. Carmen Martín Gaite comienza su ensayo La búsqueda de interlocutor así: “La capacidad narrativa, latente en todo ser humano, no siempre —y cada vez menos— encuentra una satisfactoria realización en la conversación con los demás”. Las conversaciones que deseamos tener y no podemos tener comportan, quizá, el germen primero de la escritura. Martín Gaite dice también que “el mundo en torno no siempre es propicio ni mucho menos a que florezca la conversación que querríamos tener, y la que nos es dable tener pocas veces nos satisface”.
La adolescencia es el momento de la vida en el que uno empieza a tener una necesidad de comunicación y de intimidad que rara vez se satisface, y sus primeros momentos de felicidad son aquellos en los que esa intimidad, que empieza a diferenciarse del grupo familiar, encuentra su propio camino y tiene interlocutores a mano. La infelicidad es por tanto, su contrario, una experiencia de soledad necesaria para la formación de un yo que empieza a diferenciarse, pero que no tiene herramientas todavía para relacionarse de forma efectiva. Olivia Laing se pregunta con brillantez en su ensayo La ciudad solitaria qué sentimos al estar solos: “Es una sensación parecida al hambre: como pasar hambre mientras alrededor todo el mundo se prepara para un banquete. Produce vergüenza y miedo y, poco a poco estos sentimientos se irradian al exterior”.
Escribir significaba, por tanto, dignificar el camino de una soledad no deseada (alejarlo de la vergüenza), buscar un lenguaje para preparar la conversación que anhelaba tener. Y la poesía me preparó para la búsqueda del lenguaje del amor, de la amistad. Leyendo observaba esas búsquedas en los demás. Pocas de esas búsquedas me han conmovido como las de Antonio Machado, Raymond Carver, Diane Wakoski, Wisława Szymborska o Louise Glück. Elegí estudiar un grado en Estudios Hispánicos para seguir rastreando esos caminos en otros, para seguir imitándolos y buscar mejores palabras para mí. Pero si deseaba con ansiedad llegar al último año de carrera para estudiar literatura española e hispanoamericana contemporánea era, ahora lo entiendo, porque lo que deseaba era tener una conversación satisfactoria.
La literatura es quizá el camino más paradójico para acercarse a los otros: recolecta palabras mejores para dirigirse al otro, o quizá se prepara demasiado para esa conversación y a veces evita tenerla (nunca es demasiado bueno el andamiaje que uno viene toda la vida preparando).
En abril de 2023 se publicó el que sigue siendo, a día de hoy, el poemario contemporáneo escrito en español que más me ha impactado, Carne triste, de Pablo Baleriola. Carne triste me descubrió uno de esos caminos al que yo desearía volver siempre: no sé si alguien tomaría / alguna parte de mi cuerpo / y la usaría para darle relevancia / a otros problemas más urgentes / que los míos. Leer a Pablo satisfizo inmediatamente un rincón de mi subjetividad dormido, pero que llevaba toda la vida preparándose.
Y sin embargo, como comentaba Paula Melchor el otro día en Substack, la poesía no termina de ser reconocida como un camino suficiente, un camino final. Ella anotaba que mucha gente reconoce en la poesía una suerte de preparación para el discurso importante, el de la narrativa, y añadía: “yo lo concibo al revés: todo lo que escribo que no es verso, las escrituras marginales que esparzo por aquí y por allá —un cuento una newsletter un artículo—, son prácticas que me llevan hacia el gran discurso, que en mi caso es siempre el poético”. En la condensación de la poesía, en su brevedad a veces, aunque no vea el andamiaje y la complicación posible de la estructura narrativa (otro tipo de esfuerzo) puedo contemplar las pulsiones últimas de un discurso que sale de esa primera habitación preadolescente, su recolección de palabras mejores para suspender la soledad. Lo que a veces se hace exhaustivo en otras formas de literatura, es escepticismo en la poesía. Lo que se sabe en otros textos en la poesía se duda: “el poeta, si es un poeta de verdad, tiene que repetir sin descanso no sé. En cada poema intenta dar una respuesta pero, no bien ha puesto el último punto, ya le invade la duda, ya empieza a darse cuenta de que se trata de una respuesta temporal y absolutamente insuficiente” decía Szymborska en su discurso de recepción del Nobel.
La poesía es, o puede ser, una búsqueda a través de la experiencia, del ejercicio y del juego, de un lenguaje que constituya vanguardia ideológica. Porque aquello que no nos seduce se materializa normalmente en un lenguaje que nos gusta menos (como ocurre con el lenguaje panfletario, por ejemplo). Buscar un lenguaje es buscarlo todo, quererlo todo, sabiendo antes de empezar a buscar que los resultados de esa búsqueda serán insatisfactorios. Pero en medio del juego a veces surge una palabra, un artículo determinado que diferencia un buen título, por ejemplo, un elemento aparentemente insustancial que propone otras posibilidades. Soy más que optimista en este punto: el lenguaje de la política ha encontrado unas limitaciones que quizá solo la vanguardia poética pueda recoger para proponer algo.
Al mismo tiempo, la poesía entiende más de juego que de intelectualización, de ensayo que de demostración. La poesía es un eterno borrador de intimidades y tiene más que ver con la mística que con la enciclopedia. Ese deseo de conversación es, atinaba mejor Lorca (Escribo para que me quieran), un acercamiento a un misterio último, como proponía Machado: —quien habla solo espera hablar a Dios un día—.
Las palabras de la poesía hacen una búsqueda a ninguna parte, hacia el no saber último, las paredes con las que se topa esta búsqueda, sus limitaciones, conforman entonces el idiolecto de los poetas que leemos. Y este idiolecto tiene decoraciones diferentes, pósters distintos, enclaves de intimidad diferentes sumergidos también en la educación sentimental propia de aquel que escribe. Santa Teresa llamó a estas paredes Las moradas o El Castillo Interior y para ella era evidente que escribía porque escuchaba, como describe Evelyn Underhill en su fabuloso estudio titulado La mística: “su pluma la movía un poder que no era suyo, y que expresaba ideas que su mente superficial desconocía, lo que la llenaba de asombro” (...) “Estas monjas, y otras muchas, declararon que, cuando estaba escribiendo de ese modo, parecía ser otra persona, y que su rostro, de expresión sobremanera bella, resplandecía con un brillo no terrenal que después se apagaba”.
Leo y leo este fragmento que describe el momento de escritura de Santa Teresa y me conmuevo, porque solo hace unos días, un amigo, Jorge Salanova, me escribió pidiéndome alguna recomendación, algún fragmento y le mandé instintivamente mi pasaje favorito de la Biblia:
“Cuando Moisés bajó de la montaña del Sinaí trayendo en sus manos las dos tablas de la ley, no sabía que la tez de su cara se había vuelto radiante durante sus conversaciones con el Señor. Aarón y todos los israelitas, al ver a Moisés, notaron que su rostro resplandecía, y no se atrevieron a acercarse a él. Moisés los llamó; Aarón y los jefes de la comunidad se acercaron a él, y Moisés les habló. Después se acercaron a él todos los israelitas, y Moisés les ordenó todo lo que le había dicho el Señor en la montaña del Sinaí. Y cuando terminó de hablar con ellos, se puso un velo en la cara. Cada vez que Moisés entraba en la presencia del señor para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía y, una vez afuera, comunicaba a los israelitas todo lo que se le había ordenado. Los israelitas dirigían su mirada a la cara de Moisés y veían su piel radiante. Y Moisés volvía a poner el velo en su cara hasta que entraba de nuevo a hablar con el Señor”
(Éxodo 34, 29-35).
Esta escritura de los místicos, que Evelyn Underhill se atreve a llamar automática, y, añado yo, de rostro iluminado, es la que sabe solo por un segundo algo que se escapa inmediatamente: que esa conversación anhelada se puede tener siempre, que siempre hay un Otro que la espera, antes de que volvamos a hablar con los demás, antes de que volvamos a cubrirnos el rostro.
Aquello que no sabemos o que intuimos y se nos escapa, alcanzó altas cotas de evidencia para mí durante un instante de una mañana de octubre de 2023, leyendo a Simone Weil. Leía esa mañana en una habitación diferente a la de mi adolescencia, la de mi primera juventud. Con menos pósters, con referencias más seleccionadas que, pensaba, constituirían las primeras evidencias de mi adultez y que solo empezaban a apartarse (lo hacen todavía) de la infancia. En aquella habitación mi voz ya era otra, aunque viniera necesariamente de aquella adolecente que consideraba todavía que en la tristeza habría siempre una profundidad mayor. Durante aquel instante, aquella luz misteriosa llenó mi vida como nada ni nadie lo había hecho hasta entonces. Antes escribía para buscarla, ahora escribo para encontrarla de nuevo.
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La foto del artículo es de un cuadro de Gertie Young