Una banda de felices irredentos

Ninguno lo sabíamos entonces, pero Roberto Carlos estaba colocando el balón a una distancia exacta de 27 años. La idea era que pudiésemos contemplar aquel gol imposible hoy, desde la altura moral que dan la edad y los desengaños, para alcanzar al fin, en una epifanía deliciosa, el mayor placer que otorga la madurez: un tipo de abandono tan desenfadado y radical que sólo puede compararse con la fe. Yo no sé qué sintió él mientras colocaba la pelota, aquel 3 de junio de 1997, todavía más lejos de la portería de Barthez que de este 1 de enero de 2024. No sé si fue desengaño o fe lo que cargó en su pierna izquierda justo antes de reventar un balón que jamás debió colarse dentro, pero que entró. Lo único que sé es que sólo hoy podemos regresar a aquel instante y desandar nuestras vidas imprecisas siguiendo la curva ilógica, milagrosa, de aquella falta inverosímil. Se trata de un golpeo tan absurdo que es imposible exagerarlo con palabras. Una de esas jugadas que sabemos que existieron únicamente porque las hemos visto. Así que es fácil imaginar a Roberto Carlos igual que un Cristo momentáneo, un pequeño dios de humildad violenta, guiando el índice de nuestra mirada por senderos de incertidumbre hasta palpar la verdad suprema de una llaga con forma de portería. Lo que fuera necesario para hacernos creer. 

Supongo que fue entonces cuando se me incrustó en la mente aquella idea que no me ha abandonado nunca y que me dice, sin decirme, que de todo lo que puede ocurrir en un campo de fútbol lo más extravagante se cuece siempre en el costado ambiguo del lateral izquierdo. Es una posición reservada para un tipo de futbolista único: discreto y exuberante a partes iguales, implacable y veloz por castigo divino, incisivo e intermitentemente vago cuando lo que hay que hacer es defender, excepto si por algún casual es italiano y lleva por nombre Paolo Maldini. 

Desde el lateral izquierdo yo he visto cosas que vosotros no creeríais. He visto a Ferland Mendy tropezarse con el balón rodeado de rivales azulgranas que salivaban ya por haber acorralado a la gacela más débil de la manada blanca; y deshacerse un segundo después de todos ellos con una ruleta zidanesca que sólo podría explicarse porque la magia que dejó el francés en el estadio se aparece de vez en cuando para salvar a madridistas en apuros. He visto a Marcelo arrancar un semidespeje en el área pequeña y recorrerse medio campo dando toques al balón con la cabeza, como si en vez de un partido de Liga estuviese disputando la pachanga de los martes en la playa de Ipanema. He visto a Jordi Alba hacer la misma pared indefendible junto a Messi eternamente; y que todas las veces acabase en gol. He visto a Bale despedazar al Inter en dos partidos de ida y vuelta entrelazados por sus carreras por la banda. He visto a Joan Capdevila ganar un Mundial y liderar la borrachera de después como únicamente sabría hacerlo un lateral izquierdo —o Pepe Reina—. He visto caos y orden, destreza e intuición, desidia y corazón. Y he llegado a la conclusión de que la esencia del fútbol de patio de colegio, el más alegre de todos porque es el que practican los niños, se esconde todavía en aquella pequeña parcela de la defensa habitada por locos, por artistas y por felices irredentos. 

Lo más fácil, para explicarlo, sería tirar de aquello que dijo no recuerdo muy bien quién con una intensidad muy argentina —supongo que sería Valdano, pero es que yo pienso en Valdano a poco que me asalta la inspiración poética— y sostener que el misterio, en esto del fútbol, está en la zurda. Desde que escuché esa frase, siempre que quiero hacerme el interesante me pongo a dar toques con la izquierda mientras miro al horizonte con nostalgia. Lo difícil, sin embargo, es entender por qué la magia se puede dar en cualquier lugar del césped, pero si se da en el lateral izquierdo es otra cosa. Digamos que es aquello que se tiene antes de crecer y de querer convertirse en mediapunta. O peor, en delantero. Un inocente salto entre la fe y el desengaño capaz de desviar balones hacia el gol aunque estuvieses apuntando al banderín de corner. La pura ingenuidad sin ambiciones de quienes solo tienen una pierna y dos pulmones. Y una banda infinita que recorrer como si fuera un parque de atracciones.

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