Una caja de bombones y dos latas de Coca-Cola Zero

Saben que ese momento de intimidad mensual es su arbolito y no quieren que se les tuerza. Ya están preparados.

Juani se ha pintado demasiado largos los rabillos. Ha perdido mucha práctica y además está nerviosa. Se los borra con saliva y empieza de nuevo. Quiere ir perfecta. Está tan contenta. Recorre la casa colocándose un pendiente y cantando en voz alta. La música a todo volumen trepa por las paredes del patio. La cama está llena de ropa que no va a ponerse. Ropa demasiado seria para un día alegre o demasiado colorida para un lugar tan gris. Una vecina simula que tiende la ropa ya tendida solo para verla ir de un sitio a otro. Juani se da cuenta y acelera aún más su trajín. Hoy va a ver a su novio, por fin, un mes después. Nada ni nadie puede quitarle la ilusión.

Se tira a la calle con su bolso y sus vaqueros y su blusa nueva del Shein; lleva la prisa metida en el cuerpo. Las compañeras del súper, que lo saben todo, la ven cruzar la calle y salen a su encuentro y la corean y la animan. Ella se ríe, pero no se puede parar. Tiene controlados los autobuses desde la aplicación, pero no quiere sorpresas. Se sienta en la parada y se asegura de que lo lleva todo. Las gafas de sol, el váper, el regalo y el DNI. El autobús va vacío y el trayecto es largo, pero ella se pone sus cascos, abre el Spotify y mira por la ventana a toda la gente que va y viene del trabajo. Es su día libre y todas las canciones hablan de ella.

Al llegar, siempre tiene la misma sensación. El frío, aunque no haga frío. La inquietud en la garganta. Ha llegado con tiempo y ya le han pedido la documentación. Le han dicho que espere al fondo, pero ella no se quiere sentar. Se queda de pie en una esquina y no le importa que la miren los demás familiares ni las otras novias ni los funcionarios. Ella se arma de paciencia. Y esos minutos son los peores. Los colores de los muebles, la pintura cálida de las paredes y la calefacción de aquella sala no consiguen hacer olvidar que detrás está el cemento gris. Que una cárcel es siempre una cárcel. Que no necesitan limbo los que ya han perdido la esperanza.

Llega la hora y abren las puertas. Distribuyen y emparejan a cada visitante con su preso. Juani siempre camina esos últimos metros confundida. No sabe especular con su propia felicidad. Se muere por abrazarlo, pero ha aprendido a postergar sus sentimientos. Nunca sabe qué esperar ni cómo actuar. Él deshace pronto la incertidumbre. Plantado en medio de la habitación la espera con los brazos abiertos. Ella corre hasta el abrazo, se esconde en su cuello y para poder creer, le mira los ojos. Se le han iluminado al verla. Está guapísimo. Hay una sonrisa humilde por encima del cansancio y el miedo. Se ha cortado el pelo para la ocasión y ha ido al economato para comprar una caja de bombones y dos latas de Coca-Cola Zero. Juani lo mira y solo acierta a decir su nombre. Se tocan y ella siente en las yemas de los dedos cada silencio, cada angustia, cada noche sin dormir. Con la mirada lo invita a hablar, pero él no quiere explicar su dolor. No existe lo que no se nombra. Solo existen los besos y el olor a champú. Las manos abiertas, el calor de los cuerpos y la luz blanca sobre la piel húmeda.

Ya es casi la hora, pero no se quieren mover de la cama. Un funcionario se ha pasado a avisar. Juani empieza a vestirse y se recompone un poco la melena. En el alma lleva otra vez ese sentimiento de amor alquilado que la corroe por dentro. Él lo intuye y se le ensombrece la expresión, pero no hay tiempo para las quejas. Saben que ese momento de intimidad mensual es su arbolito y no quieren que se les tuerza. Ya están preparados. Ella encuentra un chiste. Él se ríe sin fuerza. Se despiden casi sin mirarse y dejan vacía la habitación.

Al salir a la calle, el mundo le parece injusto, pero igualmente se adentra en él. Coge el mismo autobús, se sienta en el mismo sitio, llega a su barrio y maldice el día en que todo se truncó. Luego llegará la calma contagiosa de la tarde, verá la televisión y merendará los dulces que compró ayer. Pensará en el amor y en todo lo que pudo haber dicho, saldrá ilesa de sus propias dudas y se quedará dormida en el sofá. Pasadas unas horas se despertará agitada por un sueño que no podrá recordar. Tendrá una certeza, sembrará una semilla y esperará a que el futuro imperfecto se convierta en presente simple.

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Saben que ese momento de intimidad mensual es su arbolito y no quieren que se les tuerza. Ya están preparados.

Juani se ha pintado demasiado largos los rabillos. Ha perdido mucha práctica y además está nerviosa. Se los borra con saliva y empieza de nuevo. Quiere ir perfecta. Está tan contenta. Recorre la casa colocándose un pendiente y cantando en voz alta. La música a todo volumen trepa por las paredes del patio. La cama está llena de ropa que no va a ponerse. Ropa demasiado seria para un día alegre o demasiado colorida para un lugar tan gris. Una vecina simula que tiende la ropa ya tendida solo para verla ir de un sitio a otro. Juani se da cuenta y acelera aún más su trajín. Hoy va a ver a su novio, por fin, un mes después. Nada ni nadie puede quitarle la ilusión.

Se tira a la calle con su bolso y sus vaqueros y su blusa nueva del Shein; lleva la prisa metida en el cuerpo. Las compañeras del súper, que lo saben todo, la ven cruzar la calle y salen a su encuentro y la corean y la animan. Ella se ríe, pero no se puede parar. Tiene controlados los autobuses desde la aplicación, pero no quiere sorpresas. Se sienta en la parada y se asegura de que lo lleva todo. Las gafas de sol, el váper, el regalo y el DNI. El autobús va vacío y el trayecto es largo, pero ella se pone sus cascos, abre el Spotify y mira por la ventana a toda la gente que va y viene del trabajo. Es su día libre y todas las canciones hablan de ella.

Al llegar, siempre tiene la misma sensación. El frío, aunque no haga frío. La inquietud en la garganta. Ha llegado con tiempo y ya le han pedido la documentación. Le han dicho que espere al fondo, pero ella no se quiere sentar. Se queda de pie en una esquina y no le importa que la miren los demás familiares ni las otras novias ni los funcionarios. Ella se arma de paciencia. Y esos minutos son los peores. Los colores de los muebles, la pintura cálida de las paredes y la calefacción de aquella sala no consiguen hacer olvidar que detrás está el cemento gris. Que una cárcel es siempre una cárcel. Que no necesitan limbo los que ya han perdido la esperanza.

Llega la hora y abren las puertas. Distribuyen y emparejan a cada visitante con su preso. Juani siempre camina esos últimos metros confundida. No sabe especular con su propia felicidad. Se muere por abrazarlo, pero ha aprendido a postergar sus sentimientos. Nunca sabe qué esperar ni cómo actuar. Él deshace pronto la incertidumbre. Plantado en medio de la habitación la espera con los brazos abiertos. Ella corre hasta el abrazo, se esconde en su cuello y para poder creer, le mira los ojos. Se le han iluminado al verla. Está guapísimo. Hay una sonrisa humilde por encima del cansancio y el miedo. Se ha cortado el pelo para la ocasión y ha ido al economato para comprar una caja de bombones y dos latas de Coca-Cola Zero. Juani lo mira y solo acierta a decir su nombre. Se tocan y ella siente en las yemas de los dedos cada silencio, cada angustia, cada noche sin dormir. Con la mirada lo invita a hablar, pero él no quiere explicar su dolor. No existe lo que no se nombra. Solo existen los besos y el olor a champú. Las manos abiertas, el calor de los cuerpos y la luz blanca sobre la piel húmeda.

Ya es casi la hora, pero no se quieren mover de la cama. Un funcionario se ha pasado a avisar. Juani empieza a vestirse y se recompone un poco la melena. En el alma lleva otra vez ese sentimiento de amor alquilado que la corroe por dentro. Él lo intuye y se le ensombrece la expresión, pero no hay tiempo para las quejas. Saben que ese momento de intimidad mensual es su arbolito y no quieren que se les tuerza. Ya están preparados. Ella encuentra un chiste. Él se ríe sin fuerza. Se despiden casi sin mirarse y dejan vacía la habitación.

Al salir a la calle, el mundo le parece injusto, pero igualmente se adentra en él. Coge el mismo autobús, se sienta en el mismo sitio, llega a su barrio y maldice el día en que todo se truncó. Luego llegará la calma contagiosa de la tarde, verá la televisión y merendará los dulces que compró ayer. Pensará en el amor y en todo lo que pudo haber dicho, saldrá ilesa de sus propias dudas y se quedará dormida en el sofá. Pasadas unas horas se despertará agitada por un sueño que no podrá recordar. Tendrá una certeza, sembrará una semilla y esperará a que el futuro imperfecto se convierta en presente simple.

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