La idea es atractiva. Te seduce al momento, sin titubeos. Has visto esa imagen en muchas películas. Treintañeros barceloneses, apoyados en el marco de la ventana vertical que da un balcón, sortean con silencio y calma una crisis existencial. Dejan el café sobre una mesita, se sientan en una silla a juego y empiezan a leer un libro, quizá de Flaubert. Frente al edificio hay otra fachada con balcones, donde leen los vecinos, probablemente extranjeros, belgas o daneses. Todos cruzan las piernas y se entregan a la lectura. La imagen es de una placidez incuestionable. Le han encontrado el sentido a la vida. Han dado con el tono y el ritmo adecuados. Han descubierto la clave de la existencia ligera y feliz. Y la fórmula parece sencilla: un balcón, una mesita y una silla. Es irrefutable. Así se le saca partido al tiempo, que se nos escapa entre las manos.
Ante esta evidencia, un día vas a Ikea y compras una mesita que se ajusta a la estrechez de tu balcón. Satisfecho, llegas a casa y lo colocas todo tal y como manda tu imaginación y el acervo de películas de autor que has visto a lo largo de tu vida. Sin embargo, los días pasan y no encuentras el momento de leer clásicos franceses a la vista de tus vecinos. Además, has tenido que tender, así que has plegado la mesita y las sillas y las has arrinconado para dejarle hueco al tendedero. La imagen empieza a alejarse del sueño que habías proyectado. La bohemia empieza a verse contaminada por pinzas de la ropa, que tienes que dejar en alguna de las baldas de la estantería que hay al lado de la ventana, y por ropa apilada sobre el escritorio, en el que ibas a materializar tus mejores intenciones. Así pasan las estaciones, y el polvo recubre la mesita y las sillas, que empiezan a oxidarse. Ya no te interesan tanto las películas de soñadores recién divorciados.
La utilidad de algunos objetos es relativa; a veces, los más prometedores devienen inútiles; otras veces, en cambio, sucede lo contrario: objetos condenados al olvido nos sorprenden con un poder inesperado. El mundo, afortunadamente, está repleto de paradojas.
El otro día tuve que ir a Endesa. Recibo llamadas de supuestos comerciales de la entidad, que me aperciben de que estoy pagando de más. Esto, es decir, que una empresa te avise de que podrías pagarle menos, resulta sospechoso; aun así, terminé dudando ante tanta insistencia, y decidí ir a las oficinas. Llegué pronto. Fui allí tranquilo, a pecho descubierto. Y me encontré a tres septuagenarios esperando ya. Esos momentos están cargados de tensión, como la cola del paro. Son ecosistemas inhabitables. Uno concluye muy pronto que debería vivirlos lo menos posible. Radica en esa evasión la vida ligera y feliz, no en un balcón con una mesita de colores.
Abrieron las puertas y entramos. Ellos ya conocían el protocolo, fueron directos a por los papelillos de la vez y se quedaron plantados frente a las mesas de los trabajadores, con la mirada fija en la pantalla de los turnos. Entonces reparé en algo aparentemente baladí: los tres llevaban una carpetilla bajo el brazo. Podría pensarse que es un objeto sin importancia, pero no es así. Esa carpetilla marcaba una jerarquía, una veteranía. Cuando los señores se acercaban a las mesas, los trabajadores estaban a punto de cuadrarse. Sabían que esos señores estaban cargados de razones, armados hasta los dientes. Ante ellos, todo era sumisión. En cambio, cuando me tocó a mí, el que me atendió me miró por un lado y por otro y, al ver que no llevaba nada encima, se relajó, se arrellanó en su silla de oficina. Después me tomó por el pito de un sereno, me despachó sin miramientos. Y ahora lo entiendo. Me faltaba lo más importante: la carpetilla. No creo que esos señores tengan mesitas en sus balcones.