Venganzas, delirios

A mi callada preocupación otoñal le ha acompañado en los ratos libres de mi imaginación un desconocido pasatiempo de lo más excitante, planear meticulosísimas venganzas que jamás llegaré a consumir.

Últimamente hay un tema que me preocupa. Son varios, claro. Pocos, más bien, tampoco es que mi escasa vida sexual y mi mundo interior infantilizado me permitan desarrollar un corpus teórico de inquietudes y anhelos suficiente como para evadirme del mundanal ruido y refugiarme entre las ruinas de mi inteligencia, que diría Biedma.

Pero aún así, de entre esos pocos temas que me taladran la conciencia, uno es especial. Porque a diferencia del resto, este me lo he callado. No he compartido mi angustia con nadie. Ni con los más cercanos, como debe ser, pero tampoco con los desconocidos, y esto es raro en mí. Tampoco acabo de entender por qué hay que decir abiertamente si uno está mal, ni por qué es necesario airear los problemas como el que sacude las sábanas en el patio de vecinos cada tres días.

Entiendo que verbalizar es un primer paso para normalizar, para aprender a convivir y para superar. Es una secuencia lógica, de un razonamiento inmaculado. Del mismo modo que lo es callarse según qué temores, guardar secretos con uno mismo. Creo en el pudor, en las reservas. En los miedos y en las dudas. En no contarlo todo todo el rato. Reivindico la intimidad de los problemas. La intimidad de lo íntimo, vaya, valga la redundancia y la tautología. Sólo aspiro a que cuando me pregunten “¿qué tal?” responder “bien, ¿y tú?”. No quiero regodearme en mis traumas, ni tampoco hacer de terapeuta con extraños, sólo rodearme de gente ligera que quite la pesadumbre de vivir.

No, no le he contado mi problema a nadie. Tampoco he consultado posibles remedios en internet. No he aceptado ninguna cookie relacionada ni he buscado ningún contenido en YouTube que pudiese dar al algoritmo alguna pista de los motivos de mi desvelo.

Bueno pues todo esto da igual, porque ahí está instagram, recordándome a través de su invasiva publicidad lo que me atormenta. Mostrándome cada tres stories posibles curas al problema, supuestas soluciones relacionadas con mi callada inquietud. Qué mundo tan fascinante el de los anuncios de las redes sociales. Dice más de tu vida lo que hay entre storie y storie que el más turbio de tus secretos que pueda contar cualquier amigo o familiar. Aceptar que el móvil sabe perfectamente lo que pienso, cómo lo pienso y cuándo, aprender convivir con esta distópica e inevitable realidad, es una garantía para evitar sustos tontos que cuanto antes acepte mejor me irá.

Clara Timonel me dijo en un podcast que Tinder lo conoce todo de mí. Mi nivel de estudios, el dinero que me queda en la cuenta, el número de palabras en castellano que empleo cada día. Los metros cuadrados de mi casa, dónde está mi habitación y el cuarto de baño. Lo que como, a qué hora y con quién. El momento exacto del vídeo porno en el que eyaculo. Yo todo eso ya lo tenía sabido y normalizado.

Pero es que esto es un paso más allá dentro del delirio, es que el móvil se anticipa a mis pensamientos, o, y esto me acojona más si cabe, me los induce directamente, haciéndome creer que mis deseos y mis miedos, mis opiniones y mis dudas nacen en mí de manera espontánea, fruto del hombre maduro y adulto en el que me he convertido y del que estoy orgulloso, cuando la realidad es que no soy más que otro pánfilo totalmente alienado y dependiente de cinco o seis plataformas digitales en las que trabajan las mentes más brillantes del planeta para primero identificar y luego inocular un patrón de comportamientos, y por tanto de hábitos de consumo, idéntico y común a cuantos más pringados como yo mejor.

A mi callada preocupación otoñal le ha acompañado en los ratos libres de mi imaginación un desconocido pasatiempo de lo más excitante, planear meticulosísimas venganzas que jamás llegaré a consumir.

En todas ellas el beneficiario es un indeseable que tiene por meta vital la ostentación de empatía, de moralidad y de código ético -cuídate, querido lector, de aquellos que presumen de valores y de propia nobleza-, una de esas personas que no guardan ni la más mínima relación con la verdad. Un hijo de puta, vamos, creo que ese es el término preciso. Y el simple hecho de recrearme en el sadismo, en la humillación o en la miseria más absoluta del fulano me sacia mis ansias de odio. Joder, que me relaja. Que cojo el sueño imaginando al tipo sufriendo en las más variadas, infantiles y morbosas maneras.

Me estoy convirtiendo en vísperas de la treintena en una mala persona. Viendo la deriva, espero no querer matar nunca a nadie, porque estoy seguro de que el móvil lo sabría antes que yo. Y con lo torpe que soy, seguro que me detendrían antes siquiera de barruntar la posibilidad asesina. Llegaría un agente de policía al piso. Hola, ¿es usted Luis Alonso? le detenemos preventivamente, por lo que pueda llegar a pensar en un futuro no muy lejano. Sepa usted que le estamos haciendo un favor. A usted, a su familia y a la futurible víctima.

No me parecería mal. Sería lo justo. Sólo pido que en la cárcel nadie me pregunte ¿Bueno y tú qué tal?

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A mi callada preocupación otoñal le ha acompañado en los ratos libres de mi imaginación un desconocido pasatiempo de lo más excitante, planear meticulosísimas venganzas que jamás llegaré a consumir.

Últimamente hay un tema que me preocupa. Son varios, claro. Pocos, más bien, tampoco es que mi escasa vida sexual y mi mundo interior infantilizado me permitan desarrollar un corpus teórico de inquietudes y anhelos suficiente como para evadirme del mundanal ruido y refugiarme entre las ruinas de mi inteligencia, que diría Biedma.

Pero aún así, de entre esos pocos temas que me taladran la conciencia, uno es especial. Porque a diferencia del resto, este me lo he callado. No he compartido mi angustia con nadie. Ni con los más cercanos, como debe ser, pero tampoco con los desconocidos, y esto es raro en mí. Tampoco acabo de entender por qué hay que decir abiertamente si uno está mal, ni por qué es necesario airear los problemas como el que sacude las sábanas en el patio de vecinos cada tres días.

Entiendo que verbalizar es un primer paso para normalizar, para aprender a convivir y para superar. Es una secuencia lógica, de un razonamiento inmaculado. Del mismo modo que lo es callarse según qué temores, guardar secretos con uno mismo. Creo en el pudor, en las reservas. En los miedos y en las dudas. En no contarlo todo todo el rato. Reivindico la intimidad de los problemas. La intimidad de lo íntimo, vaya, valga la redundancia y la tautología. Sólo aspiro a que cuando me pregunten “¿qué tal?” responder “bien, ¿y tú?”. No quiero regodearme en mis traumas, ni tampoco hacer de terapeuta con extraños, sólo rodearme de gente ligera que quite la pesadumbre de vivir.

No, no le he contado mi problema a nadie. Tampoco he consultado posibles remedios en internet. No he aceptado ninguna cookie relacionada ni he buscado ningún contenido en YouTube que pudiese dar al algoritmo alguna pista de los motivos de mi desvelo.

Bueno pues todo esto da igual, porque ahí está instagram, recordándome a través de su invasiva publicidad lo que me atormenta. Mostrándome cada tres stories posibles curas al problema, supuestas soluciones relacionadas con mi callada inquietud. Qué mundo tan fascinante el de los anuncios de las redes sociales. Dice más de tu vida lo que hay entre storie y storie que el más turbio de tus secretos que pueda contar cualquier amigo o familiar. Aceptar que el móvil sabe perfectamente lo que pienso, cómo lo pienso y cuándo, aprender convivir con esta distópica e inevitable realidad, es una garantía para evitar sustos tontos que cuanto antes acepte mejor me irá.

Clara Timonel me dijo en un podcast que Tinder lo conoce todo de mí. Mi nivel de estudios, el dinero que me queda en la cuenta, el número de palabras en castellano que empleo cada día. Los metros cuadrados de mi casa, dónde está mi habitación y el cuarto de baño. Lo que como, a qué hora y con quién. El momento exacto del vídeo porno en el que eyaculo. Yo todo eso ya lo tenía sabido y normalizado.

Pero es que esto es un paso más allá dentro del delirio, es que el móvil se anticipa a mis pensamientos, o, y esto me acojona más si cabe, me los induce directamente, haciéndome creer que mis deseos y mis miedos, mis opiniones y mis dudas nacen en mí de manera espontánea, fruto del hombre maduro y adulto en el que me he convertido y del que estoy orgulloso, cuando la realidad es que no soy más que otro pánfilo totalmente alienado y dependiente de cinco o seis plataformas digitales en las que trabajan las mentes más brillantes del planeta para primero identificar y luego inocular un patrón de comportamientos, y por tanto de hábitos de consumo, idéntico y común a cuantos más pringados como yo mejor.

A mi callada preocupación otoñal le ha acompañado en los ratos libres de mi imaginación un desconocido pasatiempo de lo más excitante, planear meticulosísimas venganzas que jamás llegaré a consumir.

En todas ellas el beneficiario es un indeseable que tiene por meta vital la ostentación de empatía, de moralidad y de código ético -cuídate, querido lector, de aquellos que presumen de valores y de propia nobleza-, una de esas personas que no guardan ni la más mínima relación con la verdad. Un hijo de puta, vamos, creo que ese es el término preciso. Y el simple hecho de recrearme en el sadismo, en la humillación o en la miseria más absoluta del fulano me sacia mis ansias de odio. Joder, que me relaja. Que cojo el sueño imaginando al tipo sufriendo en las más variadas, infantiles y morbosas maneras.

Me estoy convirtiendo en vísperas de la treintena en una mala persona. Viendo la deriva, espero no querer matar nunca a nadie, porque estoy seguro de que el móvil lo sabría antes que yo. Y con lo torpe que soy, seguro que me detendrían antes siquiera de barruntar la posibilidad asesina. Llegaría un agente de policía al piso. Hola, ¿es usted Luis Alonso? le detenemos preventivamente, por lo que pueda llegar a pensar en un futuro no muy lejano. Sepa usted que le estamos haciendo un favor. A usted, a su familia y a la futurible víctima.

No me parecería mal. Sería lo justo. Sólo pido que en la cárcel nadie me pregunte ¿Bueno y tú qué tal?

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