Me he pasado de valiente y se me cae la penita por los ojos. Tengo doce años y sobre el azulejo frío del suelo, Papá se agacha a mi altura para limpiarme la sangre que me brota de los brazos. El sabor del asfalto se me retuerce en la boca, que agradable sabor a osadía, que curioso: buscaba subir a las nubes y me he dado de bruces con la tierra, y en la tierra me han dicho cosas preciosas las hormigas, he percibido la inmensidad de las cosas, he descansado, me he detenido, desde aquí abajo he visto el cielo distinto, he visto el cielo más cerca. Desde ese día busco mirarme las piernas para saber donde piso, pero el orden de las cosas lo complica : me exigen que mire al frente.
Percibo la curva despacio. Me inclino. Erguida, erguida. No está diseñada la experiencia a la medida de los cuerpos, hay que amoldarse a su forma. Nos cosieron a la mochila nuestras pertenencias como a un rehén y nos dijeron que caminásemos recto, ¿Verdad? Porque en este universo no cabe la curva, no cabe el pliege. En este universo no cabe absolutamente nada que pueda partirse. Aquí todo debe ser rígido. Hay que vivir así, soportando, con valentía sigilosa, con valentía que no roce a nadie, que no se caiga ni se rompa. Con la cabecita recta. Nadie nos avisó. Nadie nos avisó de que el mundo se sostiene sobre espaldas torcidas.
La linea se tuerce / se aleja de la recta /
es la mentira de la verdad / que siempre fue curva
Recuerdo ayer, el colegio. En el pasillo una mujer de cincuenta y cuatro años, pelo canoso y cadera torcida golpea una y otra vez la fregona contra el suelo, frotando con furia la suciedad adolescente, que no termina de irse. Rendida, lanza la fregona contra la pared, extiende las manos hacia abajo e inclina el cuerpo hacia el lugar de la mancha. Coloca la frente a ras del suelo buscando otra perspectiva. Ubicada la suciedad, la frota con éxito hasta que el suelo reluce. Con las rodillas completamente dobladas, sonríe. No muy lejos de allí, en los bosques, las fieras caminan descalzas y agachadas a punto de atacar a su presa. En la delicadeza de su movimiento, en la torsión, está el triunfo. Antes del salto final la pierna torcida, el paso lento, la curvatura de la espalda. Nada que esté vivo está intacto en su forma. El primer recuerdo del amor es un chico más alto que yo que se agacha a mi altura para susurrarme al oído ciertas cosas que no entiendo. El primer acto de amor soy yo, sentada en un banco del parque y pidiendo perdón a alguien que está enfrente de mí, de pie, amenazando con irse. No creo en Dios pero voy a la iglesia porque venero el silencio. Encuentro algo divino en el cuerpo arrodillado, en el cuerpo que confiesa su insignificancia ante cosas que son mucho más grandes que él. No creo en Dios pero creo en la evidencia. Hay cosas que están muy por encima de mí.
Fuera del recuerdo caminan todos rígidos, la espalda recta, la columna encorsetada como una línea perfectamente alineada. Frente a la pantalla del ordenador una vocecita me demanda que no me encorve, que no estoy guapa así, torcida, que no es elegante ese gesto. La valentía —o esto me han contado— es una cabeza que mira al frente sin pestañeos, sin distracciones ; un potro al que le han vendado los ojos para que solo mire hacia el frente.
Sobre el muro de piedra alguien ha escrito, a modo de escudo, “Prefiero morir de pie que vivir de rodillas” y se han apoderado de ese lema los denominados valientes, los héroes, los supervivientes, los supuestos “salvadores del mundo” que no doblan sus rodillas por nada ni por nadie. Su falsa valentía me hierve la sangre, consigue que el sabor del asfalto me sea devuelto a la boca. Que la mano que limpia el suelo, el brazo que cura la herida, el perdón en cuclillas, me sean devueltos a la boca.
Hasta el momento la imagen más impactante que he presenciado es la de un hombre completamente torcido. Viejo como el lenguaje. Un hombre que recorría la calle con los pies y la frente casi a la misma altura. La espina dorsal estirada, plastilina viva e inquebrantable. Su espalda : una U perfectamente compuesta, la casa - cuerpo a cuestas. Hasta el momento la imagen más impactante que he presenciado es a menudo la más valiente que imagino. El deseo de avanzar en su máximo exponente, una línea recta transformada en curva y una curva transformada en círculo hasta que todo esto se transformara en punto.
Fuera dirán que doblegarse es síntoma de debilidad, de decadencia. Yo diré, repetiré, rezaré, que doblarse es lo contrario de partirse. ¿Acaso nadie se ha sentado a curaros las heridas, a deciros que os quiere, que os odia, que os abandona? Nada de esto estuvo por debajo de vosotros. ¿Acaso no os habéis agachado en algún momento a ver el mundo desde abajo, por la rendija de la puerta, a escondidas? ¿Acaso no lo habéis deseado? Vivir de pie, que tontería. Morir de pie, qué insensatez. Yo quiero vivir de rodillas como viven los amantes, como esperan el momento los animales, como quieren los niños.
De rodillas, la perspectiva se ablanda; lo rígido se quiebra. Lo que estaba dispuesto a dominar queda expuesto como un engaño. No hay acto más sincero que el de una rodilla contra el suelo. No hay nada más certero que lo que está por encima de nosotros. Vistos desde abajo, parecemos todos inocentes.
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La foto del artículo es de Cristina García Rodero.