Chicas solas delante del espejo

Podríamos obtener una idea de cómo crear redes de cuidados, un internet que nos permita imaginar y construir como amigas

Hay un hashtag de TikTok que acumula más de 16.000 post en el que subyace una idea casi religiosa: cuanto más tiempo sacrifiques, más belleza obtendrás. 

Dormir con una mascarilla viscosa de látex, usar fundas de almohada de seda y otros tantos inventos son exponentes de un intrincado sistema de catapultación al supuesto año en que te convertirás en tu mejor versión. Mientras, se pasa la vida.  

Los vídeos engloban a una legión de chicas solas delante del espejo con el hashtag #glowup, un nuevo triunfo del turbocapitalismo, tan perverso que ha entrado en nuestros hogares deslizándose entre las grietas de los azulejos del baño. Empezó a despuntar después del trauma global de 2020, cuando apremiaba encontrar formas de acelerar el tiempo en casa y quienes no teníamos aficiones, o no podíamos reproducir las que imaginábamos, optamos por imponernos tareas y rutinas. Implosionó mientras veíamos destellos de vida a través de la pantalla (la vida pasada, la vida de otros, la vida aspirada). Y así sucumbimos al internet de la crisis: compulsión y rutinas marcadas por una era de incertidumbre. 

Así el tiempo conseguía significar algo. 

Desde hace cinco años, en los estantes de mi baño, como en los de muchos otros, se impusieron las cajas de almacenaje rebosantes de cosméticos y exuberantes como cestos de fruta, un colorido y seductor recordatorio del sacrificio voluntario en aras de este nuevo ideal de productividad: la dedicación doméstica a la belleza y al bienestar. 

Mientras empujo la lengua hacia el paladar (tres series de repeticiones) para evitar el doble mentón como me indica una TikToker de acento eslavo, recuerdo un viejo artículo de Leila Guerriero, El mundo feliz: venta directa, en el que expone por qué la marca de cosméticos Mary Kay en Argentina (en España fue Avon) impulsó la belleza como una liberación económica para algunas mujeres. Fue el caso de mi abuela, como de otras muchas, que en los sesenta y setenta necesitaban un motivo de peso para salir de casa y reunirse con amigas: las obligaciones domésticas siempre prevalecían.

Aunque no gozaba de buena acogida que una mujer de cierto estrato tuviese que trabajar, no ocurría lo mismo con la venta directa, quizás porque las trabajadoras continuaban amparadas bajo el manto protector de la mística de la feminidad. Esto era así: organizaban reuniones en casa o en locales de alquiler para tomar café y en un maletín llevaban para vender pintalabios, cremas, sombras. Eran amigas y se confiaban secretos, por suerte, en un tiempo en que se decía que las cosas de casa no se cuentan: se ayudaban a sobrevivir siendo mujeres en los poquitos espacios en que podían expandirse. Porque nadie sospechaba. 

Como apunta fina Guerriero, “así una mujer puede seguir dando prioridad a su rol de ama de casa y mamá y trabajar en los horarios en los que no perturba la armonía familiar”. El tiempo pasó, nos desembarazamos en parte de la domesticación obligada, de los maridos, de las caras largas. Pero el trabajo se siguió imponiendo, dentro y fuera, se posterga el disfrute, el año en que todo irá bien. Y cuanto más aprieta la vida, más dulce es el encierro en un baño, con la ventanita al mundo de esas chicas de rutinas hipertrofiadas, de gurús que nos venden cosas y ni siquiera son nuestras amigas ni nos cuentan secretos. 

La crítica no debe hacerse desde el paternalismo: estamos exhaustas de hacerlo todo y de tener que hacerlo bien. La crítica debería ir hacia por qué este internet de la crisis ha creado perfiles obscenamente socializados por el género, distintos en el lenguaje, iguales en las consignas individualistas y alienantes. Por qué nuestra angustia es un recurso explotable, quién nos ofrece el salvoconducto hacia el bienestar verdadero. 

Hay que reformular este internet de la crisis mediado por el consumo y el sacrificio. Si tomamos como ejemplo a las amas de casa que supieron aprovechar las pequeñas brechas del sistema para reunirse con sus amigas, podríamos obtener una idea de cómo crear redes de cuidados, un internet que nos permita imaginar y construir como amigas. En definitiva, que nos recuerde cuáles son las implicaciones de compartir y de relacionarnos y que la red no debe ser una isla, sino que debe extender nuestra habilidad social y nuestra posibilidad de contacto con el mundo, de intercambiar la experiencia humana y nunca relegarla al ostracismo del hogar.

Necesitamos reorganizar este mundo nuestro con la esperanza de cambiar también las cosas que no están delante del espejo.

sustrato, como te habrás dado cuenta ya, es un espacio diferente. No hacemos negocio con tus datos y aquí puedes leer con tranquilidad, porque no te van a asaltar banners con publicidad.

Estamos construyendo el futuro de leer online en el que creemos: ni clickbait ni algoritmo, sino relación directa con escritores sorprendentes. Si te lo puedes permitir y crees en ello, te contamos cómo apoyarnos aquí:
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Internet

Chicas solas delante del espejo

Podríamos obtener una idea de cómo crear redes de cuidados, un internet que nos permita imaginar y construir como amigas

Hay un hashtag de TikTok que acumula más de 16.000 post en el que subyace una idea casi religiosa: cuanto más tiempo sacrifiques, más belleza obtendrás. 

Dormir con una mascarilla viscosa de látex, usar fundas de almohada de seda y otros tantos inventos son exponentes de un intrincado sistema de catapultación al supuesto año en que te convertirás en tu mejor versión. Mientras, se pasa la vida.  

Los vídeos engloban a una legión de chicas solas delante del espejo con el hashtag #glowup, un nuevo triunfo del turbocapitalismo, tan perverso que ha entrado en nuestros hogares deslizándose entre las grietas de los azulejos del baño. Empezó a despuntar después del trauma global de 2020, cuando apremiaba encontrar formas de acelerar el tiempo en casa y quienes no teníamos aficiones, o no podíamos reproducir las que imaginábamos, optamos por imponernos tareas y rutinas. Implosionó mientras veíamos destellos de vida a través de la pantalla (la vida pasada, la vida de otros, la vida aspirada). Y así sucumbimos al internet de la crisis: compulsión y rutinas marcadas por una era de incertidumbre. 

Así el tiempo conseguía significar algo. 

Desde hace cinco años, en los estantes de mi baño, como en los de muchos otros, se impusieron las cajas de almacenaje rebosantes de cosméticos y exuberantes como cestos de fruta, un colorido y seductor recordatorio del sacrificio voluntario en aras de este nuevo ideal de productividad: la dedicación doméstica a la belleza y al bienestar. 

Mientras empujo la lengua hacia el paladar (tres series de repeticiones) para evitar el doble mentón como me indica una TikToker de acento eslavo, recuerdo un viejo artículo de Leila Guerriero, El mundo feliz: venta directa, en el que expone por qué la marca de cosméticos Mary Kay en Argentina (en España fue Avon) impulsó la belleza como una liberación económica para algunas mujeres. Fue el caso de mi abuela, como de otras muchas, que en los sesenta y setenta necesitaban un motivo de peso para salir de casa y reunirse con amigas: las obligaciones domésticas siempre prevalecían.

Aunque no gozaba de buena acogida que una mujer de cierto estrato tuviese que trabajar, no ocurría lo mismo con la venta directa, quizás porque las trabajadoras continuaban amparadas bajo el manto protector de la mística de la feminidad. Esto era así: organizaban reuniones en casa o en locales de alquiler para tomar café y en un maletín llevaban para vender pintalabios, cremas, sombras. Eran amigas y se confiaban secretos, por suerte, en un tiempo en que se decía que las cosas de casa no se cuentan: se ayudaban a sobrevivir siendo mujeres en los poquitos espacios en que podían expandirse. Porque nadie sospechaba. 

Como apunta fina Guerriero, “así una mujer puede seguir dando prioridad a su rol de ama de casa y mamá y trabajar en los horarios en los que no perturba la armonía familiar”. El tiempo pasó, nos desembarazamos en parte de la domesticación obligada, de los maridos, de las caras largas. Pero el trabajo se siguió imponiendo, dentro y fuera, se posterga el disfrute, el año en que todo irá bien. Y cuanto más aprieta la vida, más dulce es el encierro en un baño, con la ventanita al mundo de esas chicas de rutinas hipertrofiadas, de gurús que nos venden cosas y ni siquiera son nuestras amigas ni nos cuentan secretos. 

La crítica no debe hacerse desde el paternalismo: estamos exhaustas de hacerlo todo y de tener que hacerlo bien. La crítica debería ir hacia por qué este internet de la crisis ha creado perfiles obscenamente socializados por el género, distintos en el lenguaje, iguales en las consignas individualistas y alienantes. Por qué nuestra angustia es un recurso explotable, quién nos ofrece el salvoconducto hacia el bienestar verdadero. 

Hay que reformular este internet de la crisis mediado por el consumo y el sacrificio. Si tomamos como ejemplo a las amas de casa que supieron aprovechar las pequeñas brechas del sistema para reunirse con sus amigas, podríamos obtener una idea de cómo crear redes de cuidados, un internet que nos permita imaginar y construir como amigas. En definitiva, que nos recuerde cuáles son las implicaciones de compartir y de relacionarnos y que la red no debe ser una isla, sino que debe extender nuestra habilidad social y nuestra posibilidad de contacto con el mundo, de intercambiar la experiencia humana y nunca relegarla al ostracismo del hogar.

Necesitamos reorganizar este mundo nuestro con la esperanza de cambiar también las cosas que no están delante del espejo.

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