No lo hago demasiado, pero el otro día pensé en Isi, con quien me encontré hace tiempo en Malta. Entonces era entre niña y adolescente, igual que yo, y diría que hasta nos parecíamos en el aspecto físico. La conocí un verano, luego pasaron los años y de Isi solo me quedó el vago recuerdo de ella en la playa y su arroba en Instagram apuntado en una servilleta.
Ya de vuelta en casa, la busqué desde el smartphone de una amiga, porque yo aún no tenía, y gracias a esta red social supe que, no mucho después, Isi tuvo un hijo y muy rápido pasó de niña-adolescente a parecerme una mujer con mucha más experiencia vital que yo. Hace poco pensé que a ella, desde su pantalla, quizás le pareciera que yo vivía intensamente muchas experiencias que iba colgando en mi perfil.
Un día, dejó Instagram y desapareció de mi vida. Como decía, no lo hago demasiado, pero pienso a veces en qué será de ella, en cuántos años tendrá su hijo y en cuán frágiles son las relaciones si dependen de una red social.
Me vino esto a la cabeza leyendo “Un cuarto propio conectado” de Remedios Zafra. Me pregunté por la cantidad de relaciones que deberíamos haber dejado en el pasado y sin embargo, solo por medio de las redes sociales, acabamos dilatando en un sempiterno presente continuo. Son como algunas piezas de armario de las que no logramos deshacernos. Zafra pone sobre la mesa una cuestión manida para algunos, pero que a mí no deja de asombrarme porque me he sorprendido posteando para probar que sigo yo también en este tiempo presente, por si a alguien se le ocurría dejarme atrás. Hay algo coactivo en aparecer en la pantalla de alguien, y yo lo he hecho de manera reiterada y consciente. Echo la vista atrás y pienso en la cantidad de veces que he vivido más así, obligándome a aparecer en las pantallas de otros, más que en la vida real.
“En el cuarto propio conectado no necesitamos, no especialmente, lágrimas para mojar los ojos y llorar resignados y victimistas por lo que no podemos, sino párpados para poder airear y cerrar los ojos. Y créanme que nunca esta proclama ha sido más revolucionaria que hoy, puesto que cerrar los ojos no significaría en este contexto resignarse (mirar hacia otro lado), o dejar de ver. Muy al contrario, significaría tomar partido por la construcción de nuestras vidas en las pantallas”, dice Zafra. Imagino cómo sería abandonarse a la esfera digital, dejar nuestro cuerpo y cambiarlo por el de la pantalla, ahora que ha regresado el body horror con The Substance.
Imagino que en mi pantalla, en la oficina, salta una invitación: “Instrucciones para vivir solamente online. Lea el manual detenidamente. Sienta cómo la aridez y el tedio de cualquier proceso burocrático pueden disiparse y convertirse en un rato feliz en solo un instante”. El momento de impasse viene marcado por el salto de una ventana emergente y, por unos segundos, la tarea se convierte en algo jugable, en un sueño evocador. Se trata de un Captcha de los mejores, de los disfrutones: trae imágenes y hay que señalar dónde están los semáforos. Pero sigamos leyendo este manual de instrucciones. Se titula “Instrucciones para vivir solamente online”.
“Desde hace años, los momentos evocadores no son tantos, allá afuera. Más bien, todo ocurre dentro de esta pantalla, ¿verdad?” Y claro que hay quien da con la respuesta en deshacerse de sus redes, solo tengo que acordarme de Isi. Como dijo Cortázar, allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. No hay nada que temer mientras no regulen el scroll.
Lo primero, tras esas cuestiones preliminares, es asumir que una desea la irrealidad, la hipérbole, la híper estimulación, la infoxicación, el engagement. Hay que permitir que los recuerdos propios se confundan con los ajenos, y que las experiencias vividas se entremezclan con lo visto en redes, porque es difícil discernir el sueño y la realidad cuando pasan de las tres de la madrugada en TikTok.
“Puede que sus amigas le digan eres de mis amigas favoritas porque la quieren de verdad, o porque eres una especie de animal mitológico que aparece pocas veces. Cuando lo haces, puede que el ambiente se cargue de una intensidad especial, como el de la intimidad de largo tiempo deseada. Puede que, incluso, comience a oler a incienso o a brisa marina.” Imagino estos reencuentros en las mismas calles donde, de niña, le pregunté a mi madre si existía de verdad o era todo un sueño.
Sigo jugando con la posibilidad de llegar a la oficina y encontrarme con ese manual de instrucciones: “Sea como una nube de incienso. Consiga ese efecto viviendo únicamente online. Abandone las redes solamente un par de veces al año, pasee entonces por su ciudad y permita que alguien le pregunte si continúa viviendo en la ciudad donde hizo un Erasmus hace ya unos seis años”. Que nadie conozca el lugar de residencia actual es parte del truco.