Hashtag foodie hashtag show

Instagram me da hambre. Normalmente me genera envidia, pero ésta se ha visto sobrepasada por el despertar de mi apetito. Y es que lejos de suplir una necesidad básica, comer se ha convertido en una actividad más de la que presumir en redes. Basta con entrar unos minutos para ver cómo el contenido gastronómico ha conquistado nuestras pantallas: combinaciones imposibles, nuevas aperturas, smash de cosas aleatorias y sushi por doquier. La gastronomía está al servicio de las redes, y no al revés. 

Hay tanta gente foodie que ser foodie ya no significa nada. Aquí mi unpopular opinion: ser foodie en 2024 está obsoleto, querer disfrutar de la buena gastronomía no nos hace especiales. Además de ser una forma más de ostentación —de lo que sea, amigos, comida, dinero, planes—, lo de publicar los sitios en los que comemos tiene, por desgracia, un efecto llamada. Si estamos en contra de enseñar las calas de las Baleares, estemos también en contra de enseñar donde comer bien y barato, que luego se llena y ya sabemos lo que pasa. 

La madurez de las redes sociales ha provocado, no sólo la masificación de los restaurantes, sino también su homogeneización. Sí, la globalización habrá hecho mucho daño, pero no tanto como el queso sobre el que sirven la carbonara. No veo necesario que me traigan la pasta en un parmesano rancio gigantesco que baila entre mesas acaparando sorpresa y flashes. Por favor, basta ya, he visto a ese queso más que a algunas de mis amigas este año. Nunca he sido muy fan de hacer fotos o vídeos a la comida: no tengo ni las habilidades, ni la paciencia. Sin embargo, hay sitios en los que parece que no hacerlo es una calumnia, una falta de respeto hacia el pobre que le ha tocado menear la pasta delante de ti. 

Hay dos modas a las que me voy a oponer con uñas y dientes: la vuelta del pantalón pitillo y la burrata inyectada en pesto. Por ahí no paso. Lo mismo me sucede con todo lo que contenga pistacho. El pistacho es la nueva trufa. Ya está, ya lo he dicho. Este verano he comprobado muy de cerca el poder lobotomizante que tiene el helado de pistacho: una vez lo pruebas, parece que no hay más. ¿Qué clase de contrato habéis firmado, fieles pistacheros, y por qué no podéis permitiros el lujo de pedir cualquier otro? —es como en aquel capítulo de Seinfeld en el que el pesto arrasa allá donde va, claramente la obsesión foodie ha existido siempre, lo único que cambian son los ingredientes—. No me parece raro que, frente a esta obsesión, nazcan templos como La Pistachería en el mercado de Antón Martín. Pero esto no acaba aquí, el mismo delirio acontece con el matcha, que sí, tendrá muchos beneficios y será estupendo, pero no conozco a tanta gente que lo tome como para existir tantos lugares que lo preparen. 

En realidad, lo que más me sorprende de estas modas foodies es precisamente su capacidad de ser extendidas a negocios cuando todos tenemos claro que son pasajeras: los antiguos locales de yogur helado se convirtieron en restaurantes de poke bowls que luego fueron lugares de empanadas y mañana a saber qué. 

Mientras los bares de vinos naturales y las cafeterías de especialidad colonizan barrios gentrificados, hay otra moda que viene pisando fuerte: el kebab pijo. Un oxímoron que reniega de la naturaleza y esencia del kebab, como si lo antiestético y antihigiénico no fuera lo que lo hace tan único. 

Siguiendo con esta deliciosa lista, hay un sabor que destaca soberanamente. Si bien el pistacho y el matcha han conquistado tartas de queso, helados, batidos y demás, la galleta Lotus se ha coronado como la reina.  Desde que tengo uso de razón mi abuelo acompaña sus cafés de sobremesa con esta galletita y mira qué lejos ha llegado. Es difícil determinar si la lotusmania es culpa del señor Roig o de Peldanyos, pero qué más da, ahí está, en todas partes. 

Aquí podríamos añadir también las gildas, que se sirven literalmente en cualquier restaurante, las tortillas y las tartas de queso en su estado más líquido, las gyozas —hasta en bares de carretera—, los brunchs, el tartar de cualquier cosa, el ceviche, los ramens, las smash burgers —ya no existen las hamburguesas normales—, o el pan con chocolate, aceite y sal. Qué agotador debe de ser adaptar cartas y cocinas a modas que se solapan, se fusionan y se queman con velocidad y voracidad. Qué agotador debe de ser tener que esforzarse más por la manera de servir el plato que por su elaboración. 

Cada día hay un sitio nuevo que probar, un plato que pedir o un postre que compartir. Hemos trasladado el ritmo de consumo acelerado a la mesa, algo que era una actividad de disfrute y placentera se ha convertido en la búsqueda incansable de lo más gocho, lo más guay, lo más fotogénico, lo más más. Quizá habría que dejar de lado las listas no oficiales de los mejores restaurantes de la ciudad, las diez bravas más espectaculares y los últimos postres más virales y volver a confiar en el azar —los mejores restaurantes se descubren paseando—, así tendríamos algo nuevo que contar. Ir tan sobreseguro no da margen a la sorpresa, y quizá lo que nos falta entre tanto show restaurantil es que nos sorprendan, pero de verdad. 

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* La foto de la portada del texto es una modificación de la autora a partir de un original de Sophie Chanimbaud

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