Hay muchas cosas que me irritan. Muchísimas. En especial yo misma, pero a veces también los demás. Me resultan insoportables los que hablan demasiado alto en el transporte público, el personaje de Andy en «The Office», los que caminan por el medio de la acera bloqueando el paso, los que repiten la misma broma tres veces esperando que por la fuerza de la repetición o por desgaste los demás se acaben riendo, «Las Babys» de Aitana, los que con una leve rozadura en el tobillo se sentirían legitimados para compararse con un cojo, los telepredicadores norteamericanos, los que describen a personas o grupos de música como «cañeros», y los padres que llevan a sus hijos mediocres a concursos de talentos.
Todos ellos desatan en mí el mismo tipo de rabia incontrolable porque tienen un origen común. Además de un lugar privilegiado en el infierno, comparten la falta de criterio, de percepción de sí mismos, y, sobre todo, la falta de sentido del ridículo.
A pesar de lo castigado que ha sido el sentido del ridículo por la cargante marea del If you can dream it, you can do it, en realidad es un gran privilegio. Es un proveedor de cuidados y de contacto con el mundo. Perfila la sociedad civilizada, y garantiza la protección frente a —al menos algunos— pensamientos lacerantes que aparecen de madrugada al recordar lo que hizo uno ayer o hace seis años. Solo puedo relacionar la falta del mismo con una posición inferior en la escala evolutiva.
El sentido del ridículo me salvó de conjuntar un pantalón plateado con unas botas cowboy y subir a mis redes sociales una foto del atuendo con ubicación «Jardín de las Delicias». Me salvó del impulso de ahorrar los 5 céntimos de bolsa, y aseguró la supervivencia de ese cartón de huevos hasta llegar a mi casa. Ese mismo día, también me salvó más tarde de ofrecer como entrante una tortilla de patata de autor carbonizada y deforme, y me llevó a sugerir en el último momento comer en alguna terraza en lugar de en mi salón.
También me ha salvado de ser Marnie Michaels en ese fantástico capítulo de «Girls». Ese en el que se disecciona de forma impecable la carencia total de sentido del ridículo. Ese en el que, en medio de la sofisticada fiesta que celebran en homenaje a su ex novio por el éxito de su start up, sin que nadie se lo pida, decide acabar con la música ambiente y cantar una versión a cappella de «Stronger» de Kanye West —a la cual además describe como meaningful. En fin. No me cabe todo aquí—. El público la mira horrorizado. Ella sube la apuesta y añade unos rígidos pasos de baile intentando imitar a los de un rapero. Nadie pestañea. Nadie entiende qué está viendo. Aplausos tímidos cuando acaba.
Marnie Michaels no tenía una concepción del lugar y del público ante el que se encontraba, porque no tenía sentido del ridículo. De lo contrario, habría entendido que necesitar que todos los espectadores se retiraran incómodos a los bordes de la sala indicaba que no era el lugar adecuado para cantar. Habría interpretado las caras y cuerpos de los presentes, y se habría dado cuenta de que esa exhibición de lo que quiera que fuera podría tener otro público más propio como su círculo de amigos íntimos, un casting para una película de bajo presupuesto, o la soledad de su ducha (como hacemos todos).
«Más vale la lucidez mediocre que el delirio», apuntó Francisco Umbral en «Mortal y Rosa». Yo nunca lo podría haber explicado mejor. Es cierto que escribir un artículo dando instrucciones sobre cómo vivir denota muy poco sentido del ridículo por mi parte, pero qué le voy a hacer. Es difícil ser siempre coherente. Además, no hay que ser perfecto. No hace falta hacerlo todo bien. No es necesario acertar siempre. Es suficiente con no ser Marnie Michaels, y que la estupidez no se transparente de forma crónica.