Lo peor que le puede pasar a una persona o el carnet de conducir

La primera vez que me subí a un coche noté que no teníamos química. Di 156 clases de conducir. Me examiné 6 veces.

De esta experiencia nadie sale indemne. Pueden tener pesadillas más o menos intensas, o cortarse el pelo de forma más o menos radical, pero siempre deja un poso. Nadie se libra. 

Tardé un año en aprobar el examen práctico, y en el proceso mi alma envejeció diez. La primera vez que me subí a un coche noté que no teníamos química. Los pedales nunca estaban donde mis pies iban a buscarlos, y jamás reaccionaban como mis señales nerviosas querían. Fue como conocer al amigo insulso de tu amiga que prometía ser «muy interesante», y que resultó que solo utilizaba palabras largas sin criterio, y había leído algunos clásicos de más de mil páginas, o eso decía. 

En la conducción y en las personas recomendadas, sin química no hay mucho que se pueda hacer. Del amigo me libré, pero del coche no. Tampoco resultó de ayuda mi profesor de la autoescuela, pero no entraré en detalles aquí. A él le reservo un artículo que espero que le haga sentir tan especial como me hizo sentir él a mí aquella vez que me preguntó si acaso yo recibía alguna subvención.

El primer examen de conducir fue un martes a las 8:00 de la mañana. Los días previos lo anuncié entusiasmada a mi familia, amigos y conocidos. Pensé que lo mejor sería estar bien despierta, así que bebí tres cafés antes. Me subí en el asiento de detrás del coche y rápidamente percibí que ya no era capaz de hacer que mis manos dejaran de temblar y mis axilas de transpirar. Fue mala idea, pero curiosamente, de entre todos los intentos frustrados, esta fue la vez que más cerca estuve de aprobar. Todo iba según lo previsto hasta que al final no pude meter el coche en un hueco que, en honor a la verdad, solo puedo describir como inmenso. Qué distinta habría sido mi vida si hubiera aprobado aquella vez. Cuán ligera caminaría yo ahora.

Los intentos que sucedieron después se me mezclan. No logro acordarme de qué infracciones concretas me hicieron suspender cada uno. Tengo imágenes de peatones cruzando en el último segundo y yo tratando de atentar contra su vida, de semáforos parpadeando con una intermitencia a mi juicio caprichosa, y de una ocasión en la que me inventé que era disléxica para justificar haber ido en la dirección contraria a la indicada, y de cuando después me obligaron a desmentirlo. 

Lo que sí recuerdo bien son la previa y el after de los exámenes. Aquello fue común a todos. En la previa ideé rituales absurdos como utilizar el mismo par de zapatillas porque creía que me daba suerte —aunque los hechos indicaban claramente lo contrario—, o llevar una medalla gigantesca colgada del cuello. Sustituí el café por una pastilla de valeriana, y fui reduciendo gradualmente el número de personas a las que se lo contaba hasta limitarlo a uno.

En el after nos abandonaban en una cafetería mientras esperábamos a que terminaran de examinarse los demás. Los que nos sabíamos suspensos ya solo éramos la cáscara de la persona que solíamos ser. Cuerpos eviscerados y mirada de las mil yardas. Excepcionalmente compartí la frustración con algunos de ellos. Sin embargo, ya se sabe que a la guerra va uno solo aunque vayan muchos, así que por lo general prefería irme a otra mesa, abrir mi ordenador del trabajo, fingir que había recibido un email insultante, y afirmar que nada tenían que ver mis lágrimas con mi nuevo y flamante suspenso. Lamento todo lo que dije sobre mis jefes y compañeros de trabajo. Era mentira, lo reconozco. 

Di 156 clases de conducir. Me examiné 6 veces. Perdí la Semana Santa, el verano, todos los puentes y casi todos los sábados por ir a practicar. Perdí también amigos por lo tedioso que se volvió el asunto, perdí dos kilos, y perdí el brillo en los ojos, pero finalmente aprobé. 

Nunca en toda mi vida he experimentado una sensación de éxtasis comparable a la de ese día. Ni cuando nació mi hermana pequeña, ni aquella vez en Social Twenty-Five, ni cuando la primera de mis amigas anunció que se casaba, ni cuando superamos aquel pequeño contratiempo y pudimos ver a Bob Dylan las tres con solo dos entradas, ni cuando conseguí mi primer trabajo, ni cuando me salí de ese grupo de WhatsApp del que llevaba años deseando salir, ni después del examen de acceso o de cualquier otro examen que haya hecho nunca. 

El día que aprobé llevaba la medalla pero no las zapatillas, así que no tengo una opinión clara respecto a los amuletos. Ese día se rompieron las cadenas. Había conseguido lo que quería. Conductores, pasajeros y peatones de la Comunidad de Madrid, no teman. No se encontrarán conmigo al volante. Lo que yo quería no era conducir. Lo que yo quería era no tener que volver a desarrollar una sesuda argumentación para explicar por qué no conducía o por qué no tenía el carnet cuando alguien me preguntaba.

Por fin podía no conducir abiertamente. Ni siquiera distancias cortas o recorridos fáciles. No tenía que esconderlo más. Ya sabía en qué consistía, y nunca lo pondría en práctica. 

Dos años después de haber aprobado, me he mantenido firme en mi decisión salvo por una vez. Actualmente solo hay algo que disfruto más que no conducir, que es responder a por qué no lo hago. Me resulta increíblemente placentero enseñar mi carnet y afirmar con firmeza sencillamente «porque no quiero». Zanjo la conversación en unos cuatro segundos. A veces incluso en dos. Todo mereció la pena para poder mostrar ese trozo de plástico orgullosa, como si fuera el informe de alta médica que recibí tras una larga enfermedad. En realidad, para mí no es otra cosa.

Al fin soy libre. 

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La primera vez que me subí a un coche noté que no teníamos química. Di 156 clases de conducir. Me examiné 6 veces.

De esta experiencia nadie sale indemne. Pueden tener pesadillas más o menos intensas, o cortarse el pelo de forma más o menos radical, pero siempre deja un poso. Nadie se libra. 

Tardé un año en aprobar el examen práctico, y en el proceso mi alma envejeció diez. La primera vez que me subí a un coche noté que no teníamos química. Los pedales nunca estaban donde mis pies iban a buscarlos, y jamás reaccionaban como mis señales nerviosas querían. Fue como conocer al amigo insulso de tu amiga que prometía ser «muy interesante», y que resultó que solo utilizaba palabras largas sin criterio, y había leído algunos clásicos de más de mil páginas, o eso decía. 

En la conducción y en las personas recomendadas, sin química no hay mucho que se pueda hacer. Del amigo me libré, pero del coche no. Tampoco resultó de ayuda mi profesor de la autoescuela, pero no entraré en detalles aquí. A él le reservo un artículo que espero que le haga sentir tan especial como me hizo sentir él a mí aquella vez que me preguntó si acaso yo recibía alguna subvención.

El primer examen de conducir fue un martes a las 8:00 de la mañana. Los días previos lo anuncié entusiasmada a mi familia, amigos y conocidos. Pensé que lo mejor sería estar bien despierta, así que bebí tres cafés antes. Me subí en el asiento de detrás del coche y rápidamente percibí que ya no era capaz de hacer que mis manos dejaran de temblar y mis axilas de transpirar. Fue mala idea, pero curiosamente, de entre todos los intentos frustrados, esta fue la vez que más cerca estuve de aprobar. Todo iba según lo previsto hasta que al final no pude meter el coche en un hueco que, en honor a la verdad, solo puedo describir como inmenso. Qué distinta habría sido mi vida si hubiera aprobado aquella vez. Cuán ligera caminaría yo ahora.

Los intentos que sucedieron después se me mezclan. No logro acordarme de qué infracciones concretas me hicieron suspender cada uno. Tengo imágenes de peatones cruzando en el último segundo y yo tratando de atentar contra su vida, de semáforos parpadeando con una intermitencia a mi juicio caprichosa, y de una ocasión en la que me inventé que era disléxica para justificar haber ido en la dirección contraria a la indicada, y de cuando después me obligaron a desmentirlo. 

Lo que sí recuerdo bien son la previa y el after de los exámenes. Aquello fue común a todos. En la previa ideé rituales absurdos como utilizar el mismo par de zapatillas porque creía que me daba suerte —aunque los hechos indicaban claramente lo contrario—, o llevar una medalla gigantesca colgada del cuello. Sustituí el café por una pastilla de valeriana, y fui reduciendo gradualmente el número de personas a las que se lo contaba hasta limitarlo a uno.

En el after nos abandonaban en una cafetería mientras esperábamos a que terminaran de examinarse los demás. Los que nos sabíamos suspensos ya solo éramos la cáscara de la persona que solíamos ser. Cuerpos eviscerados y mirada de las mil yardas. Excepcionalmente compartí la frustración con algunos de ellos. Sin embargo, ya se sabe que a la guerra va uno solo aunque vayan muchos, así que por lo general prefería irme a otra mesa, abrir mi ordenador del trabajo, fingir que había recibido un email insultante, y afirmar que nada tenían que ver mis lágrimas con mi nuevo y flamante suspenso. Lamento todo lo que dije sobre mis jefes y compañeros de trabajo. Era mentira, lo reconozco. 

Di 156 clases de conducir. Me examiné 6 veces. Perdí la Semana Santa, el verano, todos los puentes y casi todos los sábados por ir a practicar. Perdí también amigos por lo tedioso que se volvió el asunto, perdí dos kilos, y perdí el brillo en los ojos, pero finalmente aprobé. 

Nunca en toda mi vida he experimentado una sensación de éxtasis comparable a la de ese día. Ni cuando nació mi hermana pequeña, ni aquella vez en Social Twenty-Five, ni cuando la primera de mis amigas anunció que se casaba, ni cuando superamos aquel pequeño contratiempo y pudimos ver a Bob Dylan las tres con solo dos entradas, ni cuando conseguí mi primer trabajo, ni cuando me salí de ese grupo de WhatsApp del que llevaba años deseando salir, ni después del examen de acceso o de cualquier otro examen que haya hecho nunca. 

El día que aprobé llevaba la medalla pero no las zapatillas, así que no tengo una opinión clara respecto a los amuletos. Ese día se rompieron las cadenas. Había conseguido lo que quería. Conductores, pasajeros y peatones de la Comunidad de Madrid, no teman. No se encontrarán conmigo al volante. Lo que yo quería no era conducir. Lo que yo quería era no tener que volver a desarrollar una sesuda argumentación para explicar por qué no conducía o por qué no tenía el carnet cuando alguien me preguntaba.

Por fin podía no conducir abiertamente. Ni siquiera distancias cortas o recorridos fáciles. No tenía que esconderlo más. Ya sabía en qué consistía, y nunca lo pondría en práctica. 

Dos años después de haber aprobado, me he mantenido firme en mi decisión salvo por una vez. Actualmente solo hay algo que disfruto más que no conducir, que es responder a por qué no lo hago. Me resulta increíblemente placentero enseñar mi carnet y afirmar con firmeza sencillamente «porque no quiero». Zanjo la conversación en unos cuatro segundos. A veces incluso en dos. Todo mereció la pena para poder mostrar ese trozo de plástico orgullosa, como si fuera el informe de alta médica que recibí tras una larga enfermedad. En realidad, para mí no es otra cosa.

Al fin soy libre. 

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