Hay un espacio temporal que es el equivalente en el ciclo eterno de muerte y resurrección a las cuatro de la tarde — esa hora absurda en que todo y nada es posible, donde experimentas el abanico de emociones más extremo que conoce el hombre. El fin del verano es el potencial absoluto al borde del colapso. Yo, que nunca me hice adulta pero que tampoco soy un niño, aún ordeno el tiempo alrededor del purgatorio que son esas dos semanas de finales de agosto y principios de septiembre.
Si el verano es para los entusiastas y el invierno para los introvertidos el interludio es para los maniacos. Los tensos e inestables crónicos consideramos el estado natural de la vida el otoño o la primavera — esos abismos límite donde todo está a punto de desbordarse — y vemos el invierno y (sobre todo) el verano como un trámite, el desierto que hemos de atravesar para regresar a nuestro terreno. Mi desconfianza hacia el verano es algo que siempre he llevado con vergüenza. El verano es para los niños, los profesores, los ricos o la gente con muchos amigos, y mi rechazo lleva implícito no sólo el hecho de que no sea uno de esos grupos demográficos sino que la incapacidad de asimilar sus placeres me impedirá ser jamás uno de ellos, pero no creo que haya yate en Mallorca que pueda compararse al ambiente cargado del último domingo de agosto a las siete de la tarde, a esa atmósfera eléctrica, el sol derramándose, ese cielo violeta que jurarías que está a punto de estallar. Casi podrías prometer que la vida está ahí, en esas lunas llenas que parece que están a punto de decirte algo (aunque seas lo suficientemente inteligente como para saber que la luna no puede comunicarse y demasiado autoconsciente como para saber que de poder hacerlo no lo haría en ningún caso contigo y que, además, seguramente no lo mereces).
He tratado de diseccionar este placer que me hace sentir culpable y que muchas veces casi me avergüenza manifestar en voz alta (¡por favor, que acabe el verano!) pero creo que tras esta pulsión hay algo muy sencillo: me encantan los lugares cuando casi todo el mundo se ha ido (los bares vacíos mientras se comienzan a recoger las mesas, el segundo después de cerrar la puerta cuando se marcha una visita, la cama cuando el otro se va, las tres de la mañana en un día laborable). Es un disfrute caprichoso e infantil y quizá responde a una engañosa sensación de posesión y de conquista de espacios e imaginarios aún no reclamados: el proto-otoño es un entorno árido y hostil, una prueba de dios solo para aquellos con un corazón abierto a la incertidumbre.
O quizá es simplemente el magnetismo de todo aquello que aún es potencial. Estos limbos son la sala de espera donde se comienza a gestar todo aquello por lo que te arrepentirás más tarde. No deja de ser algo que va acompañado de cierta incredulidad (no puedo ser la única con esta pulsión por el cambio). Siento que algunos nacemos hambrientos de algo que todavía no se ha inventado y es por eso que tratamos como hogar estos espacios temporales. No hay nada como estar a punto de.
Si el amor de verano es un lugar común reconocido universalmente, el de comienzos de otoño es su equivalente pero puesto de benadryl. Dicho de otra manera: el goce por lo que ha sucedido nunca podrá siquiera acercarse un poco a aquel por lo que está a punto de ocurrir — así como la mirada antes de un beso hace que casi merezca la pena una vida de sufrimiento — . Yo casi siempre me he enamorado en septiembre, algo tiene que significar.