Turista del ayer

Me sentí extrañamente cerca de todo. Al levantar la vista de la pantalla vi que no quedaba nada.‍

Si se mira el tiempo suficiente una fotografía, ésta nos mirará de vuelta. Es lo que me ocurrió el 31 de diciembre por la noche, mientras hacía tiempo para comer las uvas bajo la mesa. Me puse a deslizar hacia abajo en mi galería hasta donde se registraba la primera imagen del año, una foto mía en pijama, brindando con algo parecido al cava que no era cava. 

Examiné con detenimiento todas y cada una de las fotos y vídeos que había tomado en 2024. Fotos de apuntes y llantos a principios del año que les envié a mis padres mientras me quejaba por todo lo que tenía que estudiar. Selfies en el espejo con amigas antes y después de hacer los exámenes (sonrientes y descompuestas, respectivamente). De mi primer viaje a Roma—las fotos más típicas de turista junto al Foro, esas exactamente— y del grupo de españoles erasmus que nos encontramos durante las únicas 15 horas que echamos en Nápoles. No recuerdo cómo se llamaban ninguno de ellos. 

Así me pasé 50 minutos mirando fotos con los ojos cristalizados y el morro torcido, hasta que llegué a las que había tomado justo hacía media hora de mi hermano comiendo canapés a mi lado. Me sentí nostálgica y triste por todas ellas, incluso por las de mi hermano.

En cuestión de minutos pude revisar mediante píxeles diminutos la presencia y ausencia de muchas personas en mi vida. También los sitios sobre los que planté los pies—a veces descalza— y la gran variedad de cortes de pelo que me hice. Conté 7 en total. Capturé todo aquello sabiendo que en algún momento querría revisitar aquellos recuerdos con exactitud, como si tendiera un puente entre ese momento y el futuro. 

Tengo la gran suerte de que son muy pocas las personas que salían en esas imágenes y a las que no he felicitado el año. El éxito de un año debería consistir justo en eso, en cuántos de los que te acompañaron estos doce meses pudiste felicitar tras la última campanada. Y uno puede ser más o menos melancólico el resto del año, pero las Navidades son una época peligrosa para la nostalgia, que va a matar cuando menos te lo esperas. 

Llevo pensando desde entonces en cuánta de esa tristeza repentina tendría que ver con la cantidad de fotos que vi esa noche. Dos mil setecientas veintinueve imágenes y doscientos treinta vídeos que habían capturado casi todos los aspectos que rodearon mi vida—incluso mi cuerpo—los últimos 366 días. Pues claro que me puse triste. Doy gracias que no bajé aún más en la galería o me hubiera muerto de un disgusto. 

Susan Sontag describió la fotografía como "una defensa contra la ansiedad". Frente a la caótica sensación de superación, nos situamos detrás de la cámara, cuya perspectiva hace que el mundo parezca algo más manejable. Por contra, afirmó que fotografiamos más cuando nos sentimos más inseguros, particularmente cuando estamos en un lugar desconocido donde no sabemos cómo reaccionar o qué se espera de nosotros. Tomar una fotografía se convierte en una forma de atenuar la extrañeza de un lugar, manteniéndolo a distancia, como hace un turista. La fotografía es una forma de testificar que vi esto, estuve allí, que estuve contigo. 

A pesar de tener fotografías de dos mil y pico momentos agradables, no conservo ninguna de aquellos momentos que me hicieron sentir más viva, más querida, más enamorada, más aterrada. 

Recuerdo la confesión de la fotógrafa Nan Goldin: “Solía pensar que nunca podría perder a nadie si lo fotografiaba lo suficiente. De hecho, mis fotografías me muestran cuánto he perdido”. Aquellos que aún conservo atrapados en mi pantalla no saben que lo están y que los conservo como pulseritas de oro entre paños. 

¿Cómo serán sus vidas ahora? Si me los cruzo por la calle, seguro que los reconocería—tampoco podría pretender que no los conozco—. ¿Tendrán algo que ver con esos rostros congelados para siempre? 

Aún puedo escuchar tu risa y lo que dijiste antes y después de tomar esa fotografía. En unos años dejaré de oírla, pero tu cara, tus manos, permanecerán intactas. No cumplirás nunca más años, ni desaparecerás de donde yo pueda mirarte. ¿Conservas tú mis fotografías o te deshiciste de ellas? ¿Aún las miras? 

En la versión revisada del ensayo ‘Sobre la fotografía’, Sontag dice que "tomar fotografías ha establecido una relación voyeurística crónica con el mundo". Escribió que las fotografías tienen el efecto de "hacernos sentir que el mundo está más disponible de lo que realmente está". Al tenerlo todo archivado en la nube, podemos prescindir de todo el trabajo que hace el cuerpo por memorizar la temperatura, presión, olor y sabor exactos del momento. No sabemos realmente todo lo que perdemos por inmortalizar la observación epidérmica de nuestro objetivo, –aludiendo a Anaïs Nin– excluyendo torpemente los aspectos que son el combustible que encienden el impulso de inmortalizarlo: emocionales, imaginativos, intelectuales y románticos. 

Vi aquellas fotos de gente a la que quería y de acontecimientos de mi vida que eran ya remotos en el espacio y el tiempo. Y me sentí extrañamente cerca de todo. Al levantar la vista de la pantalla vi que no quedaba nada.

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Me sentí extrañamente cerca de todo. Al levantar la vista de la pantalla vi que no quedaba nada.‍

Si se mira el tiempo suficiente una fotografía, ésta nos mirará de vuelta. Es lo que me ocurrió el 31 de diciembre por la noche, mientras hacía tiempo para comer las uvas bajo la mesa. Me puse a deslizar hacia abajo en mi galería hasta donde se registraba la primera imagen del año, una foto mía en pijama, brindando con algo parecido al cava que no era cava. 

Examiné con detenimiento todas y cada una de las fotos y vídeos que había tomado en 2024. Fotos de apuntes y llantos a principios del año que les envié a mis padres mientras me quejaba por todo lo que tenía que estudiar. Selfies en el espejo con amigas antes y después de hacer los exámenes (sonrientes y descompuestas, respectivamente). De mi primer viaje a Roma—las fotos más típicas de turista junto al Foro, esas exactamente— y del grupo de españoles erasmus que nos encontramos durante las únicas 15 horas que echamos en Nápoles. No recuerdo cómo se llamaban ninguno de ellos. 

Así me pasé 50 minutos mirando fotos con los ojos cristalizados y el morro torcido, hasta que llegué a las que había tomado justo hacía media hora de mi hermano comiendo canapés a mi lado. Me sentí nostálgica y triste por todas ellas, incluso por las de mi hermano.

En cuestión de minutos pude revisar mediante píxeles diminutos la presencia y ausencia de muchas personas en mi vida. También los sitios sobre los que planté los pies—a veces descalza— y la gran variedad de cortes de pelo que me hice. Conté 7 en total. Capturé todo aquello sabiendo que en algún momento querría revisitar aquellos recuerdos con exactitud, como si tendiera un puente entre ese momento y el futuro. 

Tengo la gran suerte de que son muy pocas las personas que salían en esas imágenes y a las que no he felicitado el año. El éxito de un año debería consistir justo en eso, en cuántos de los que te acompañaron estos doce meses pudiste felicitar tras la última campanada. Y uno puede ser más o menos melancólico el resto del año, pero las Navidades son una época peligrosa para la nostalgia, que va a matar cuando menos te lo esperas. 

Llevo pensando desde entonces en cuánta de esa tristeza repentina tendría que ver con la cantidad de fotos que vi esa noche. Dos mil setecientas veintinueve imágenes y doscientos treinta vídeos que habían capturado casi todos los aspectos que rodearon mi vida—incluso mi cuerpo—los últimos 366 días. Pues claro que me puse triste. Doy gracias que no bajé aún más en la galería o me hubiera muerto de un disgusto. 

Susan Sontag describió la fotografía como "una defensa contra la ansiedad". Frente a la caótica sensación de superación, nos situamos detrás de la cámara, cuya perspectiva hace que el mundo parezca algo más manejable. Por contra, afirmó que fotografiamos más cuando nos sentimos más inseguros, particularmente cuando estamos en un lugar desconocido donde no sabemos cómo reaccionar o qué se espera de nosotros. Tomar una fotografía se convierte en una forma de atenuar la extrañeza de un lugar, manteniéndolo a distancia, como hace un turista. La fotografía es una forma de testificar que vi esto, estuve allí, que estuve contigo. 

A pesar de tener fotografías de dos mil y pico momentos agradables, no conservo ninguna de aquellos momentos que me hicieron sentir más viva, más querida, más enamorada, más aterrada. 

Recuerdo la confesión de la fotógrafa Nan Goldin: “Solía pensar que nunca podría perder a nadie si lo fotografiaba lo suficiente. De hecho, mis fotografías me muestran cuánto he perdido”. Aquellos que aún conservo atrapados en mi pantalla no saben que lo están y que los conservo como pulseritas de oro entre paños. 

¿Cómo serán sus vidas ahora? Si me los cruzo por la calle, seguro que los reconocería—tampoco podría pretender que no los conozco—. ¿Tendrán algo que ver con esos rostros congelados para siempre? 

Aún puedo escuchar tu risa y lo que dijiste antes y después de tomar esa fotografía. En unos años dejaré de oírla, pero tu cara, tus manos, permanecerán intactas. No cumplirás nunca más años, ni desaparecerás de donde yo pueda mirarte. ¿Conservas tú mis fotografías o te deshiciste de ellas? ¿Aún las miras? 

En la versión revisada del ensayo ‘Sobre la fotografía’, Sontag dice que "tomar fotografías ha establecido una relación voyeurística crónica con el mundo". Escribió que las fotografías tienen el efecto de "hacernos sentir que el mundo está más disponible de lo que realmente está". Al tenerlo todo archivado en la nube, podemos prescindir de todo el trabajo que hace el cuerpo por memorizar la temperatura, presión, olor y sabor exactos del momento. No sabemos realmente todo lo que perdemos por inmortalizar la observación epidérmica de nuestro objetivo, –aludiendo a Anaïs Nin– excluyendo torpemente los aspectos que son el combustible que encienden el impulso de inmortalizarlo: emocionales, imaginativos, intelectuales y románticos. 

Vi aquellas fotos de gente a la que quería y de acontecimientos de mi vida que eran ya remotos en el espacio y el tiempo. Y me sentí extrañamente cerca de todo. Al levantar la vista de la pantalla vi que no quedaba nada.

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