Aspiro a mezclar un poke sin desparramar por la bandeja todos los ingredientes. Se necesita cierta clase para ello, al igual que para comer con cuchara o ingerir de una sola vez un niguiri. Últimamente se necesita mucha clase para todo. Es agotador.
Recuerdo de manera inconexa cuando con 16 me daba vergüenza comer delante del que era mi novio. Alargaba las horas hasta la extenuación y ponía las excusas más ridículas del planeta para no hacer eso en lo que ahora se me va la vida y el dinero: comer fuera de casa.
Mis amigas, también con sus lacras, me recomendaron que siguiera en esa línea, pues la Marisa de adolescente necesitaba una totalidad de 15 servilletas para poder comer un kebab. La idea era la siguiente: si él no te veía nunca comer seguiría sorprendido de lo encantadora que eres. A fin de cuentas esa premisa tan arcaica de mesa camilla de que las mujeres tenemos que ser simplemente ideales para ser merecedoras. Y aquello que me conté, durante años, me lo creí.
Un día en un partido de fútbol —en que debutó como delantero— su madre se acercó para decirme que su hijo no solo se resfriaba por mi culpa, sino que siempre llegaba a casa muertecito de hambre. La madre no era santo de mi devoción (al igual que yo nunca lo fui para ella). Pero todo sea dicho: la madre tenía toda la razón. Primero, porque nadie tiene más razón que una madre (incluso no teniéndola), y porque su hijo estaba pillado de una persona a la que le daba reparo que la vieran comer, y que además tenía el poder de contagiarle un resfriado incluso sin ella misma tenerlo. Pero entenderéis que, como no se debate con los mayores, me atribuí con aplomo toda la culpa del asunto.
Ahora con la sensatez y la entereza que te da ver las cosas desde la óptica de lo absurdo, te permites comer el poke como buenamente puedes dejando caer en la bandeja los ingredientes que sobresalen al mezclarlo. Eres capaz de pedir un tenedor en un japo carísimo sin miramientos de ningún tipo. Y por supuesto capaz de chuparte los dedos para degustar una salsa de categoría. Incluso de pedir pan incansablemente en un 3 estrellas Michelin porque chico, una ha venido a disfrutar del cotarro y a pringarse hasta las cejas.
Y con el bagaje de la verdad de las experiencias vividas uno comprende que casi nada es para tanto: ni los consejos de las amigas ni como te vean los demás. Todo trasciende o cae por su propio peso: te desencantas del amor pueril, las servilletas pierden carácter, los modales se adaptan al medio: se aprenden o se relativizan. Y las vergüenzas se extinguen porque vivir con ellas es exasperante. Es agotador.
Si ahora pudiera decirme algo: educación, maestranza y buen hacer. Come a gusto. Pero sobre todo: perdona todas las versiones adolescentes de ti mismo. Disfruta de una nostalgia de prensa amarilla: ríete de lo que ya no eres. Y como dice la canción de los Rusos Blancos, todo esto (agrego: lo de vivir) «es mucho más miedo que vergüenza».