No creo que nadie le cuestionara a mi abuelo Paco en el 1970 si le apasionaba su trabajo, que consistía en criar animales para después matarlos y comerlos. Nadie se lo preguntó porque sencillamente era un trabajo que se sostenía por la necesidad de alimentar a una familia. Quizás por eso él no entendió nunca que sus hijos se profesionalizaran en lugar de continuar con el negocio familiar.
Aquellos hijos, hoy padres, trataron de dar un paso más: estudiar o trabajar en cosas que les pudieran medianamente gustar, con una jornada laboral regulada que no supiera un desgaste físico atroz. Nuestros padres, que confiaron en las letras de la movida, se creyeron lo suficientemente fuertes y libres para cambiar el paradigma: criarnos en la dignidad del que hace lo que le gusta para poder vivir.
La necesidad desapareció y con la sencillez del curso de las cosas se nos educó en la cualificación como llave de apertura de todas las puertas del mundo. De pronto pasamos a ser los que teníamos la oportunidad de estudiar. Y con todo el peso de las oportunidades nos vimos envueltos en la que parecía la solución a todos los problemas: hacer una carrera.
Sin embargo, no contentos con eso, la sociedad nos enredó en una suerte de obligación subyacente que pasaba por una palabra horrorosa: vocación. Se nos pedía que, en medio de la quimera de la juventud con un pavo de manual decidiéramos con perspectiva qué era aquello para lo que habíamos nacido y lo lleváramos a cabo.
En unos años, los hijos de aquellos padres éramos abogados, economistas, médicos, enfermeros, profesores. Éramos lo que nos habían pedido que fuéramos. Pero nadie nos avisó de que probablemente no nos gustaría lo que habíamos estudiado. La pasión no era el google maps de la independencia económica. Y en medio de la fiesta, con las expectativas por las nubes, nos avisaron de que se cortaba la música.
Y aquellos niños que vieron como el decorado caía sobre sus hombros son ahora los restos de una generación semiperdida que nos llaman de cristal porque estamos frustrados y vamos a terapia. Una generación que busca ilusionarse con todo lo que hace porque aún cree que la promesa del ascensor social les llevará a la luz de la azotea. Una generación débil como hojaldre que se rompe porque no conoce —dicen— el calor del esfuerzo.
Pero con la autoridad que nos da ir a bordo de este naufragio diré que hemos tenido que activar el artefacto en aras de conformar un proyecto de vida relativamente estable. Y hemos depositado esfuerzo, ganas, dedicación y disciplina para poder tirar de un engranaje que no funcionaba con el polvo mágico de la vocación.
Y con el donaire del que vive lo que escribe diré que la pasión es un constructo arcaico —algo romantizado— que no es más en realidad que entusiasmarse con el proceso. Y porque como dijo J de camino a la fiscalía: «uno tiene la fea costumbre de querer comer tres veces al día». Y a mí eso, te diré, me apasiona.