Ya no quiero ser la mejor en nada

Ahora que se aproximan los veintitantos me siento un poco como Henry Miller en “al cumplir los 80”: «me he vuelto más humilde, más consciente de mis limitaciones y de las de mis semejantes». 

Ahora que se acerca la adultez ineludible pienso con recurrencia en la línea temporal de mi vida: no tanto por los sucesos, si más por las emociones. 

Con la veteranía del curso de las cosas me alegro de mi pasado porque disfruté con honestidad de lo que me fue dado, pero en el fondo de mí existe el alivio de saber que eso no volverá jamás. No echo en falta la pubertad ni mucho menos la universidad.

Ahora a los ventialgo no me chirría la verdad ni me incomoda la pureza: ni de espíritu ni de carácter. Me da mucha pereza el alcohol. No me gusta la estética del piti. Me da ansiedad la gente, especialmente la que siempre tiene algo que decir. 

A los veintialgo me gusta hacer la colada y también planchar. Disfruto viendo armarios empotrados con puertas correderas blancas en pinterest y -por qué no decirlo- el futuro me parece un espacio diáfano precioso con muchísima luz. 

Ahora entiendo que el tiempo que paso conmigo es importante, probablemente el más importante de todos. Ahora comprendo qué era eso de ser coherente. Y asumo que era urgente quitar el gotelé de las paredes (también en lo metafórico). Y entiendo aquello de los huevos de Woody en Annie Hall. Porque sí «necesitamos los huevos» por muy locas o irracionales que sean las relaciones humanas. 

La soledad es punzante y la solitud es gloriosa. No me da vergüenza decir que he perdido amigos. No me da reparo contar que no quiero hacer más. Y como reza mi estado de WhatsApp: de pronto se siente uno rodeado al estar al fin acompañado por muy pocos. 

En cuanto al éxito, comparto también lo de Henry a sus 80 «la cima es muy estrecha, pero abajo hay muchos como tú que no se estorban ni se molestan». Y es que parte de entender la vida sea quizás bajar del burro y dejar de pedirle manzanas al peral. Relativizar la ambición, apostar por la comodidad, y lograr una vida sencilla con una buena tabla de cortar y un cajón lleno de especias. Y los urbanitas, aunque somos estirados, también queremos tener gallinas en el lavadero y llegar andando a todos lados. Por lo demás: invertir en melatonina, en japos de buena calidad, darle gracias a Dios cada noche y subestimar la intolerancia a la lactosa. 

Por suerte con los años he descubierto que enamorarse si es lo más bonito que te pasa en la vida. Y que le jodan a Proust con aquello de los placeres de la inteligencia. Porque como le dije a Á el otro día: aunque el dolor pueda ser desgarrador, a mí todo esto ya me ha merecido la pena. 

Mi vida ahora es una desvinculación continua de cadenas antiguas. A veces me siento sin energía, otras trato de pasar el tiempo. Llevo una turmalina negra en el cuello para espantar el mal de ojo. Espero, espero mucho. De hecho, sigo esperando. 

Pienso a menudo en aquella frase de mi padre: no se le pueden poner puertas al campo. Duermo para apaciguar los demonios internos. Le cuento pensamientos irracionales a mi psicóloga (que siempre tiene un salvavidas a mano). Y por supuesto que entro a idealista porque confío en encontrar un rincón bonito donde refugiar nuestros libros, donde regresar de nuestros viajes. Y también confío en nosotros.

En resumidas cuentas, no tengo una mala vida. Como muchísimo fuera de casa, duermo descaradamente la siesta, amo de verdad, trabajo relativamente poco. Y encima, escribo. 

He asumido mis limitaciones, que son muchas. He desechado la perfección que me enfermaba. He entendido que no quiero ni necesito ser la mejor en nada. He sido feliz estando tranquila. Y por suerte, únicamente puedo dar testimonio de mí misma. 

Así que afronto los veintialgunos como decía Renzi: en un tren de espaldas al mundo de camino a la Pampa. 

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