La envidia es un dolor de cabeza insufrible. Un retortijón en un lugar sin aseos. La envidia es mirar por el retrovisor y no ver con nitidez. Una casa en la playa de espaldas al mar. Es rogar pero que nunca nada te sea dado. No entrar por aforo completo.
La envidia es una causa de extinción, es un pegamento que no fija, una luz que no alumbra, un ambientador desagradable. Es como encender por error la calefacción en verano. Y que no haya vuelta atrás. La envidia es calor. Un grito que nadie oye. Un grito silencioso. Es rabia, es dolor, es tristeza.
La envidia es el deseo de llevar la barbilla pegada al pecho para no ver la victoria ajena. La envidia es una queja constante ante un espejo roto que te dice continuamente “mírate en otro lugar, por favor”. La envidia es un pedaleo hacia los confines del infierno que te agrieta la sangre y te revienta las entrañas. La envidia te quema las sienes y te machaca el corazón. Te da dolor de barriga, de estómago, de ojos. Te quita libertad, te da miedos.
La envidia es enajenación transitoria. Una herida que supura eternamente. Una mancha de alquitrán en tus alpargatas favoritas de verano. Una escalera que no sube. Un vídeo que no se carga nunca. Una piscina de bolas de aluminio. Una resaca súper mala. Un cólico en un país extranjero.
La envidia es un punzón de los de la primaria. Nunca aprender a pronunciar la r. No aceptar que la h es muda. Es permitir que te hagan siempre spoiler. Es un suspiro de angustia, un mosquito de madrugada, irte de un sitio oliendo a fritanga. La envidia es una infección en medio de la vorágine. No conocer el remedio. Lamentar sin parangón. La envidia es lamentar.