Si al menos oyera algún grillo de noche, quizás podría escribir sobre cosas límpidas, menos sórdidas. Me quejo. Abuso de las frases ponderativas; casi siempre preceden una queja y comienzan por un “Qué”. Qué calor. Pienso que pocas veces he pasado más de unas cuantas noches lejos de una sucesión de bloques de edificios.
Me levanto tarde, ya con un sol molesto, ya con tanta pereza por fregar los posos de la italiana que decido tomarme el café fuera. Me quejo de lo mucho que ha subido el precio: “Si es un café pequeño, si esto es una capital de provincia”. Los pequeños hastíos me aquejan, y, a medida que camino por estas aceras, se me suben por las piernas como un cosquilleo y llegan a agarrarme la garganta. Mis protestas ya no sé si son mías o si son de otra que me las prestó. Poco puedo hacer, y nada es mi culpa. En cualquier caso, si no protesto, no tendría mucho que decir.
Ya apenas leo periódicos. Me avergüenza porque firmo en uno con mi nombre cada día. No es mi culpa. No es mi culpa. “Es como si supiera qué va a ocurrir mañana y no me interesara”, escribió Sergio Bizzio. Hay mucha literatura acerca de ese hastío vital; lo contó Ottessa Moshfegh en Mi año de descanso y relajación, o antes Foster Wallace en La broma infinita. También lo honró Lafarge en un ensayo célebre. Supongo que a todos aquellos que deciden abrazar la nada y publicarlo, lo que les engrandece es el saberse responsables. Y a mí, si me preguntan, algún día diré con ganas: “Este hastío es mío y no me lo quita nadie”, aunque una parte de mí no claudique. En el fondo, estoy hambrienta de futuro.
Me digo a mí misma lo que leí en algún lado: “Es culpa de la inmediatez. Es la sociedad del espectáculo”, y que el día que escuche un grillo lejos en la noche, entonces apagaré la televisión y escribiré unas cuantas líneas.