La mala costumbre

Ojalá haber leído este libro en el instituto, en bachillerato, en concreto.

Esto no es una reseña. Son solo las frases de una chica que desearía con todas sus fuerzas ser Dua Lipa para poder leer por primera vez La mala costumbre. Suerte la tuya, Dua. No sé si se lo habrá leído en un autobús camino a Bilbao, ni si llorarás mirando por la ventana y maldiciendo a los quién sabe cuántos bolígrafos de tu habitación, tan a gusto allí y ninguno a tu alcance para subrayar todo lo que quieres que permanezca contigo para siempre. 

Sí, yo también oí hablar del libro en Twitter (y no, tranquilos, no pasa nada por encontrar y leer libros que resuenan mucho en redes sociales. “Es que no sé si será merecida su fama, tanto oír hablar de él”, pues coges, lo compras o vas a la biblioteca o lo que quieras y lo lees y decides por ti mismo lo que merece o no merece, qué pereza. También fuisteis a ver Oppenheimer, que estaba por todas partes, y nadie tuvo que convenceros de si merecía o no la pena pasar tres horas sentado delante una pesadísima película. Este libro tiene 200 páginas, solo tardas un poco más). Y la cosa se pone mejor, porque fue la novela escogida para el pasado mes de diciembre en mi (estupendo) club de lectura. Esa cosa de reunirse, comer rico y hablar de libros, y de todo un poco, que tanto molesta a aquellos que se quieren guardar sus enriquecidas opiniones para ellos solitos y atragantarse con ellas o condensarlas en una columna, que ya ves tú. 

Ojalá haber leído este libro en el instituto, en bachillerato, en concreto. Siempre que termino una novela pienso dos cosas, si le gustaría a mi madre y querría que la leyera y si la incluiría como lectura obligatoria en el currículo escolar. Alana S. Portero ha conseguido dos grandes síes. Sueño con que lo lean todos los padres y todos los hijos. Habrá quien lo necesite para entender lo que le rodea y alejarse del ruido que todo lo mancha, o quien se entienda un poco mejor a sí mismo y encuentre, durante unas horas, algo de paz. 

Hay sensaciones, condensadas en frases perfectas, con las que conviví gran parte de mi adolescencia. “Años de práctica clandestina me habían enseñado a controlar el breve infarto que provocaba estar haciendo alguna mariconada a escondidas y que llamasen a la puerta del baño a golpes”, escribe Alana. En mi caso no era en el baño y no era la misma clandestinidad, pero sí la pena de llevar algo tan tuyo en el secretismo más solitario. Frente al ordenador, con la puerta cerrada y una ventana con un documento en blanco abierta por si entraba mi madre y me pillaba mirando esa famosa serie de culto para lesbianas. “Mi vida y mi educación sentimental maduraban a través de una intimidad tristísima en la que seguía haciendo cosas a escondidas”. 

Cojo ahora el libro para ver qué páginas marqué y siento que pesa. Lleva dentro el sufrimiento, la soledad, la búsqueda de la belleza, el primer amor, el despertar, el caer, el morir, el vivir, la carne, el silencio. Y a las mujeres, todas descritas con cuidado y verdad. Voy a incluir un párrafo en el que pienso a menudo, mi favorito: 

“Aquella mañana dos hermanas de mi madre la acompañaban mientras hacía la faena. Una mayor que ella y otra menor. El parecido entre las tres era evidente, pero la bendición del colágeno no se le había dispensado a todas por igual, en este reparto mi madre se había llevado la mejor parte. Hablaban por encima de la música, lo que requería un esfuerzo importante que ellas afrontaban con facilidad. Eran superlativas por naturaleza, gritonas, nerviosas, exageradas. Eran muy hermosas. Adoraba mirarlas y memorizar sus gestos, su forma de estar quietas, el modo en el que se tocaban el pelo, sus risas desacomplejadas y cómo manipulaban los objetos. Absorbía la energía que creía percibir cuando las mujeres estaban reunidas, sin hombres”

Pienso en la casa de mis primos, en mi tía enseñando a comer a mi hermana, en mi madre llegando del trabajo, en las dos bailando en el salón o llorando viendo Mujercitas. Siempre exageradas. Pienso en mi compañera de piso, hablando más alto de lo que se supone que alguien debería hablar y con las emociones saliendo a borbotones por cualquier lado. Siempre superlativa. Y en mi hermana y ese genio nervioso que arrasa con todo.

La mala costumbre me enfadó y me reconcilió. “Ser como nosotros es maravilloso”. 

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La mala costumbre

Ojalá haber leído este libro en el instituto, en bachillerato, en concreto.

Esto no es una reseña. Son solo las frases de una chica que desearía con todas sus fuerzas ser Dua Lipa para poder leer por primera vez La mala costumbre. Suerte la tuya, Dua. No sé si se lo habrá leído en un autobús camino a Bilbao, ni si llorarás mirando por la ventana y maldiciendo a los quién sabe cuántos bolígrafos de tu habitación, tan a gusto allí y ninguno a tu alcance para subrayar todo lo que quieres que permanezca contigo para siempre. 

Sí, yo también oí hablar del libro en Twitter (y no, tranquilos, no pasa nada por encontrar y leer libros que resuenan mucho en redes sociales. “Es que no sé si será merecida su fama, tanto oír hablar de él”, pues coges, lo compras o vas a la biblioteca o lo que quieras y lo lees y decides por ti mismo lo que merece o no merece, qué pereza. También fuisteis a ver Oppenheimer, que estaba por todas partes, y nadie tuvo que convenceros de si merecía o no la pena pasar tres horas sentado delante una pesadísima película. Este libro tiene 200 páginas, solo tardas un poco más). Y la cosa se pone mejor, porque fue la novela escogida para el pasado mes de diciembre en mi (estupendo) club de lectura. Esa cosa de reunirse, comer rico y hablar de libros, y de todo un poco, que tanto molesta a aquellos que se quieren guardar sus enriquecidas opiniones para ellos solitos y atragantarse con ellas o condensarlas en una columna, que ya ves tú. 

Ojalá haber leído este libro en el instituto, en bachillerato, en concreto. Siempre que termino una novela pienso dos cosas, si le gustaría a mi madre y querría que la leyera y si la incluiría como lectura obligatoria en el currículo escolar. Alana S. Portero ha conseguido dos grandes síes. Sueño con que lo lean todos los padres y todos los hijos. Habrá quien lo necesite para entender lo que le rodea y alejarse del ruido que todo lo mancha, o quien se entienda un poco mejor a sí mismo y encuentre, durante unas horas, algo de paz. 

Hay sensaciones, condensadas en frases perfectas, con las que conviví gran parte de mi adolescencia. “Años de práctica clandestina me habían enseñado a controlar el breve infarto que provocaba estar haciendo alguna mariconada a escondidas y que llamasen a la puerta del baño a golpes”, escribe Alana. En mi caso no era en el baño y no era la misma clandestinidad, pero sí la pena de llevar algo tan tuyo en el secretismo más solitario. Frente al ordenador, con la puerta cerrada y una ventana con un documento en blanco abierta por si entraba mi madre y me pillaba mirando esa famosa serie de culto para lesbianas. “Mi vida y mi educación sentimental maduraban a través de una intimidad tristísima en la que seguía haciendo cosas a escondidas”. 

Cojo ahora el libro para ver qué páginas marqué y siento que pesa. Lleva dentro el sufrimiento, la soledad, la búsqueda de la belleza, el primer amor, el despertar, el caer, el morir, el vivir, la carne, el silencio. Y a las mujeres, todas descritas con cuidado y verdad. Voy a incluir un párrafo en el que pienso a menudo, mi favorito: 

“Aquella mañana dos hermanas de mi madre la acompañaban mientras hacía la faena. Una mayor que ella y otra menor. El parecido entre las tres era evidente, pero la bendición del colágeno no se le había dispensado a todas por igual, en este reparto mi madre se había llevado la mejor parte. Hablaban por encima de la música, lo que requería un esfuerzo importante que ellas afrontaban con facilidad. Eran superlativas por naturaleza, gritonas, nerviosas, exageradas. Eran muy hermosas. Adoraba mirarlas y memorizar sus gestos, su forma de estar quietas, el modo en el que se tocaban el pelo, sus risas desacomplejadas y cómo manipulaban los objetos. Absorbía la energía que creía percibir cuando las mujeres estaban reunidas, sin hombres”

Pienso en la casa de mis primos, en mi tía enseñando a comer a mi hermana, en mi madre llegando del trabajo, en las dos bailando en el salón o llorando viendo Mujercitas. Siempre exageradas. Pienso en mi compañera de piso, hablando más alto de lo que se supone que alguien debería hablar y con las emociones saliendo a borbotones por cualquier lado. Siempre superlativa. Y en mi hermana y ese genio nervioso que arrasa con todo.

La mala costumbre me enfadó y me reconcilió. “Ser como nosotros es maravilloso”. 

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