Infancias terribles - vol. IV: Néstor

Su padre era el mejor y, como hijo de su padre, él también lo era. Una herencia poderosa.

Sabía que era mejor que los demás. Lo sabía porque su padre se lo había dicho. No dijo “eres mejor que los demás”, pero una tarde cualquiera le soltó: “Néstor, a mí toda la vida me han envidiado. Los compañeros de trabajo, en el colegio, en la universidad, tus tías, tu madre. Todos. Los hombres como tú y como yo vivimos con esa condena”. Él no lo entendió del todo, pero una idea conquistó su cuerpo preadolescente: su padre era el mejor y, como hijo de su padre, él también lo era. Una herencia poderosa, una descarga eléctrica, una fuerza. 

Ya lo sospechaba. La primera vez que sintió ese poder fue con cuatro años. Era la hora de la siesta y el resto de pústulas lloronas de su clase dormía. Él no. Miraba a la bola de grasa tumbada a su lado. Un niño nuevo, con los ojos enormes y mierda bajo las uñas. Carne de fracasado. Roncaba, lleno de baba. Un mocoso, siempre protegido por la profesora. Débil, no como él. 

Se levantó, se puso las zapatillas y se colocó frente a ese crío contrahecho. La primera patada en la tripa lo despertó, con la segunda lloró y a la tercera la nariz empezó a sangrar. Dos gotas rojas le mancharon las deportivas y eso valió una cuarta patada, esta vez en las piernas. 

Con cada golpe, los músculos de Néstor se hinchaban. Era invencible, un rey, un dios. Miraba al furúnculo encogido, con las manos sobre la cabeza, sollozando. Ojalá su padre lo viera. Aunque luego en casa le contara la hazaña, no era lo mismo. “¿Y cómo remataste?”, le preguntó después. El estacazo final era más importante que el que abría el apetito. “Le rompí la nariz”, contó él. Orgulloso, brillante. Entonces su padre le dio una palmada en la espalda y se lo llevó a merendar. 

El niño de las uñas sucias faltó varias semanas y cuando volvió tenía la cara morada. Después se puso amarilla y después Néstor le empujó por las escaleras. Se le cayeron cuatro dientes y se rompió el brazo. Nadie se enteró de que había sido Néstor, como nadie supo nunca lo de la nariz. Ni lo de los mordiscos en los brazos o los escupitajos en la nuca. O que Néstor se comía su merienda, le robaba los cuadernos, los hacía trizas. 

El padre se lo repetía cada día: “Los dos sabemos que se lo merece”. “Sí, papá”, respondía Néstor. Si ese niño hubiera sido fuerte como él, valiente como él, mejor que el resto, como su padre, no habría recibido esas palizas. Lo mismo con su hermana. No era mejor que nadie y había que recordárselo. Ella era un insecto, herencia materna, y ellos eran leones. Tigres. Dos panteras.

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Ficciones

Infancias terribles - vol. IV: Néstor

Su padre era el mejor y, como hijo de su padre, él también lo era. Una herencia poderosa.

Sabía que era mejor que los demás. Lo sabía porque su padre se lo había dicho. No dijo “eres mejor que los demás”, pero una tarde cualquiera le soltó: “Néstor, a mí toda la vida me han envidiado. Los compañeros de trabajo, en el colegio, en la universidad, tus tías, tu madre. Todos. Los hombres como tú y como yo vivimos con esa condena”. Él no lo entendió del todo, pero una idea conquistó su cuerpo preadolescente: su padre era el mejor y, como hijo de su padre, él también lo era. Una herencia poderosa, una descarga eléctrica, una fuerza. 

Ya lo sospechaba. La primera vez que sintió ese poder fue con cuatro años. Era la hora de la siesta y el resto de pústulas lloronas de su clase dormía. Él no. Miraba a la bola de grasa tumbada a su lado. Un niño nuevo, con los ojos enormes y mierda bajo las uñas. Carne de fracasado. Roncaba, lleno de baba. Un mocoso, siempre protegido por la profesora. Débil, no como él. 

Se levantó, se puso las zapatillas y se colocó frente a ese crío contrahecho. La primera patada en la tripa lo despertó, con la segunda lloró y a la tercera la nariz empezó a sangrar. Dos gotas rojas le mancharon las deportivas y eso valió una cuarta patada, esta vez en las piernas. 

Con cada golpe, los músculos de Néstor se hinchaban. Era invencible, un rey, un dios. Miraba al furúnculo encogido, con las manos sobre la cabeza, sollozando. Ojalá su padre lo viera. Aunque luego en casa le contara la hazaña, no era lo mismo. “¿Y cómo remataste?”, le preguntó después. El estacazo final era más importante que el que abría el apetito. “Le rompí la nariz”, contó él. Orgulloso, brillante. Entonces su padre le dio una palmada en la espalda y se lo llevó a merendar. 

El niño de las uñas sucias faltó varias semanas y cuando volvió tenía la cara morada. Después se puso amarilla y después Néstor le empujó por las escaleras. Se le cayeron cuatro dientes y se rompió el brazo. Nadie se enteró de que había sido Néstor, como nadie supo nunca lo de la nariz. Ni lo de los mordiscos en los brazos o los escupitajos en la nuca. O que Néstor se comía su merienda, le robaba los cuadernos, los hacía trizas. 

El padre se lo repetía cada día: “Los dos sabemos que se lo merece”. “Sí, papá”, respondía Néstor. Si ese niño hubiera sido fuerte como él, valiente como él, mejor que el resto, como su padre, no habría recibido esas palizas. Lo mismo con su hermana. No era mejor que nadie y había que recordárselo. Ella era un insecto, herencia materna, y ellos eran leones. Tigres. Dos panteras.

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