Tiene los dedos en carne viva. Empezó a comérselos en cuanto supo que esas bolas rechonchas eran sus manos. Ya no queda piel que rasgar ni uñas que morder, así que ahora se arranca los pelillos negros del brazo. Total, es velluda desde que nació, como su madre, como su abuela, como todas las condenadas mujeres de su familia.
Antes de que naciera todos sabían que sería una niña, siempre es niña. Si pudiera elegir, preferiría no haber sido nada. Tampoco se pensaron mucho su llegada, un día estaba dentro de su madre y al día siguiente fuera. Y así con todo, una sucesión de sinsabores, unos padres grises, planos, estrábicos y bobalicones.
Tuvieron que parirla a ella, demasiado rápida para una casa con las paredes y las cabezas tan estrechas. Vacías. No sabía leer porque nadie pensó que fuera útil. En esa familia -o lo que fuera aquello- nadie pensaba nada, nadie sentía nada. Los fines de semana pedían burritos a domicilio y se los comían en la cama. Mirando a la pared, satisfechos y mediocres. Era así desde que tenía memoria. El olor a aceite de las almohadas o los trozos de comida en la mesilla.
No leía y en el colegio pensaron que era imbécil. Todo hubiera sido más fácil. Enfrentar la vida con el cerebro frito de su padre y las ideas de babosa de su madre, que bebía agua y paraba cada pocos segundos porque no sabía tragar y sujetar la botella al la vez. Qué sencillo, despertarse y no tener nada dentro, una caja vacía lista para llenar con restos de guacamole del día anterior.
A veces imaginaba que era un botón. Pequeño, pequeñísimo. Que iba caminando por la calle y caía de la solapa de una camisa, o de un abrigo, o de un pantalón. Rodaba por el suelo, nadie la veía. Acababa en una alcantarilla, cubierta de toda la mugre que puede albergar una ciudad, y era feliz.
Otras imaginaba que sus manos eran gigantes, que lo abarcaban todo. Los dedos como edificios, las palmas como plazas. Llegaba al colegio y aplastaba a los niños paticortos, a los zambos, a los rubios, morenos y pelirrojos. A los que tenían pecas, a los gordos, a los esmirriados. A todos. El patio se llenaba de sangre de crío inepto y ella se revolcaba un rato antes de volver a casa. La probaba y sabía a alquitrán, estaba caliente. Veneno. La misma sangre que corría por las venas de sus padres, sucia y espesa. Un cenagal.
Pero la mayoría de las veces imagina que todo es mar y que flota a la deriva. Que está sola, que nadie entiende qué cosas le dan miedo o cuáles le hacen llorar. Cree que llora por los motivos equivocados, que hay momentos estelares para un buen sollozo y que ella escoge los absurdos. Su congoja es menos especial, pueril y chabacana. Los demás sí saben cuándo llorar y hacer que, al menos, su llanto signifique algo.
Pero ella ha heredado, lo sabe, la vulgaridad familiar. Vivirá una vida insípida y pedirá burritos los sábados. Ya no le quedan pelos en los brazos.