Al padre le da pena -“pobre, con lo que se esfuerza”-, pero a la madre le da asco. Y rabia. Le molesta que su hijo, el suyo, sea un inútil. El torpe. El que suda de más porque, dice ella, pesa de más. Si suda, huele. Y el pelo se le ensucia. Los dientes tuvieron que nacerle separados. Es un niño inútil que lleva aparato. Que no sabe dibujar, ni cantar, ni bailar. Ningún deporte se le da bien. De pies enormes, mirada plomiza, piel pálida, pelo oscuro y dedos como chorizos.
Ninguna madre querría agarrar esas manos, ni mecer ese cuerpo entre sus brazos. Y su risa. Cómo odia sus carcajadas ahogadas, el rubor en las mejillas cuando algo le hace feliz. Cómo finge -en su papel de madre- que ese engendro que tardó diecisiete horas en parir es la luz de su vida. “Un solete”, presume delante de sus amigas. Arruga mucho los ojos y aprieta los labios. Cuando lo ve sentado a la mesa, con la tostada en la mano y su mirada bobalicona, se imagina que lo ahoga en la bañera. Que al salir de casa alguien se lo lleva. Sí, eso mejor. Una desaparición sin desenlace. Adiós al inepto, inservible, incompetente, vano y estéril.
Los abuelos le regalaron la bici, a ver si espabilaba un poco, y ahí está, cogiendo polvo en el cuarto de los trastos. Que le da miedo, que el asiento le hace daño en el culo y le sudan las manos cuando aprieta el manillar. Aunque igual es mejor, así no ha tenido que ver como, en un intento por contentarles, se tiraba por la cuesta del barrio y acababa con las gafas incrustadas en la frente. No hubiera soportado otro periodo de convalecencia y mimos fingidos.
Aún recuerda cuando tuvo neumonía y el chiquillo moqueaba el sofá, la almohada, sus manos. Pero qué querían de ella, que le enternecieran la nariz roja, el sorber constante o esa pasta pegajosa y repugnante que olía a roto, a contrahecho. “Mami, tebo mocos”. Pues muy bien, y yo tengo ganas de perderte de vista y no puedo.
Luego recoge el desayuno, le da un beso en la frente. Se alegra de que tenga colegio. En verano es aún peor: las vacaciones en familia, los planes para entretener al adefesio, lo mal que queda en todas las fotos, lo roja que se le pone la piel. Un cerdito mimado lleno de pecas torrándose al sol. Si fuera una bruja, ya se lo habría comido.
Le da miedo el mar, le pica la arena, es alérgico al cloro de la piscina, se marea en los columpios y le sangra la nariz cuando se acalora. “Los pañuelos, coge los pañuelos que el niño está sangrando”. El niño, esto, el niño, lo otro. Con suerte, esa sangre espesa le baja por mal sitio y se le cuela en los pulmones. No mucha, lo justo para darle un buen susto a él y al imbécil de su padre. Porque se parecen y no lo soporta. Son la misma masa informe, de gustos rancios. Cortos de miras. No la merecen.
Hace la cama, lava la ropa interior y sueña con ser la madre que siempre había imaginado. Porque a ella no le gusta ser madre, solo le entusiasmaba la idea de la performance. La nota de color que añadiría a su vida un niño suave y de olor a algodón. Un querubín sin alas. Un proyecto. Un lienzo.
Pero ahora solo tiene a ese niño. Que me lo quiten.