El día en que la madre de Clarita murió fue luminoso. Radiante. El funeral, concurrido. La hija pequeña estaba embarazada —un chico— y ella ya tenía una niña de seis meses. Potola, risueña y sin pelo. El día en que su padre murió —treinta y dos años antes— era frío y oscuro. No recuerda si llovía, solo recuerda que fue su tía quien cuidó de ella. Vio pasar el féretro y, con él, a toda la familia. No lloró. Ni una lágrima.
En la iglesia, todo eran durezas. La madera de los bancos, las palabras del cura, la mirada de amigos y familiares. Clarita solo pensaba en lo mucho que le colgaban las piernas. Los demás se morían de pena. Tres niños huérfanos de padre, la mayor de casi cinco años y la pequeña con uno recién cumplido. Qué injusto, qué habitual en el pueblo.
Su padre le decía muchas cosas: que si se portaba mal dormiría en el gallinero; lo feliz que le hacía que leyera libros de mayores; que el chupete se había perdido y a partir de ahora tendría que dormir sin él; que si se cortaba el pelo crecería más fuerte. Tuvo poco tiempo para decirlas, pero las que dijo aún las recuerda. Él volvía a casa muy tarde, pero siempre traía tesoros. La mayoría de las veces eran cacahuetes. Clarita los escondía para el día siguiente. Y todos fingían que era una sorpresa cuando se despertaban por la mañana.
El paseíllo hasta el cementerio fue en silencio. Hasta los sollozos parecían una falta de respeto. Allí, entre panteones venidos a menos y lápidas poco cuidadas, donde hacía décadas que nadie llevaba flores y los chavales se colaban para robar lo que fuera. A Clarita no le dejaron entrar. Tampoco lloró entonces. Sabía que era un día triste, aunque no sabía por qué. La ausencia del padre no sería evidente hasta varios días después. Nadie le escondía ya caramelos bajo la servilleta. ¿Sobre los pies de quien bailaría ahora?
Sobre los de su madre, que se tragó la tristeza en cuando entraron en casa. No la vieron ni la verían caer hasta tres décadas después, cuando, con 50 años, su mente dijo basta y empezó a olvidarlo todo. Igual la pena tardó en brotarle, o llevaba tanto tiempo escondida que por algún sitio tuvo que salir. El crac coincidió con el nacimiento de su nieta. Ese día, como lo sería, tres meses después, el de su muerte, fue brillante. Esperaba ansiosa su llegada y los padres la traían envuelta en una manta blanca. Qué morena y pequeña ella. Qué orgullosos y contentos ellos.
Dicen que los niños muy pequeños no tienen recuerdos, pero Clarita no se olvida de la mesa amarilla de la cocina, de los billetes verdes y azules en la mano de su padre, de amama en el arroyo con el hatillo, de su hermano no hermano, de la muerte y de la pérdida de memoria, de las monjas del colegio, del primer libro que leyó, del diente que se comió el burro, del olor a leche y de las cenas de pensamiento.