No creo que me parezca a una vaca; somos distintos en todo lo evidente: yo hablo, siento, me ahogo en una taza de café. Ella muge y sigue a sus compañeras con una calma que envidio. Y sin embargo, compartimos una cosa: las dos nos quedamos rumiando. Toda mi vida he escuchado cómo mi madre me pedía que no remugara. Darle vueltas a un pensamiento una y otra vez, hasta aburrirme de mí misma. Como si de un ser rumiante se tratara, algunos pensamientos divagan de lado a lado de mi boca, de mi pequeño cerebro, de un hemisferio a otro, creando conexiones neuronales y destruyendo otras. A veces son quejas, cosas que me pasan, que veo, me molestan, irritan u odio. También todos los pensamientos que se quedan en mi garganta y no me atrevo a soltar. O aquellos que me gustan demasiado, tanto que puedo llegar a odiarlas o a quererlas de más.
Aquí tengo una selección de la lista de estupideces que hacen que me sienta una vaca:
- Decir gracias por error cuando quien hacía el favor era yo.
- Torpezas. Que se te derrame la botella de agua, o el vaso al beber.
- Lentejas desperdigadas por el bolso camino a la oficina. Que se moje el ordenador.
- Caerse por la calle.
- Tener los labios tan cortados que se quede pegada la pasta de dientes. Ir en metro con todos los labios blancos.
- Caminar y chocarse con un desconocido.
- Equivocarte de parada y tener que caminar.
- Tener prisa e ir corriendo.
- No aguantar las ganas de ir al baño.
- Sonreírle a un (des)conocido y que no te reconozca. La única desconocida eres tú para él.
- Para qué querré una memoria que parece un disco duro. No olvidar caras. No olvidar datos biográficos de la gente.
- No olvidar.
- Achicharrarse de calor y quitarse el jersey. Tener frío en manga corta.
- No querer entrar en un bar porque está vacío. No poder entrar en un bar porque todas las mesas están llenas.
- Pensar que llegabas tarde y tener que esperar.
- Esperar.
- Odiar LinkedIn, tener que subir algo porque toca. Presumir como lo hacen todos. Perfecto hacedor de egos.
- Hacer las cosas por compromiso. Ir por compromiso. Que el compromiso te cancele.
- No saber decir que no. Nunca decir que no.
- Risas ajenas.
- Odio los zapatos feos.
- Odio los días en los que tengo especial sueño. Exagerado, no puedo pensar en nada más que no sea mi sueño, las ganas profundas que tengo de irme a dormir. Esos días en los que el sueño te impide concentrarte: pierdes buses, pasas paradas, te tiras encima el café, bostezas sin mesura, llegas tarde, te pesan los párpados.
- No me gustan los viajes en metro cortos, tan cortos como para llegar en quince minutos, pero tan lejanos como para tener que salir una hora antes si quisieras salir caminando.
- Me molesta hacer capturas de pantalla sin querer, ¿cuántas fotografías tendré de mi fondo de pantalla? Dejarme la linterna encendida y que me avise alguien porque le molesta.
-No me gusta molestar.
- Todavía me acuerdo del soplapollas que me crucé tras terminar primero de carrera, dándome lecciones sobre mi profesión (que no es la misma) y diciéndome que ya iba tarde. ¿Me libré de los tontos por ciento, del cuento del business?
- Se me vuela el paraguas, la tela se da la vuelta y como una gilipollas empujo el mango contra el viento.
- Odio que se me moje el pelo.
- Odio hacer ruido al caminar, no me gustan las suelas de los zapatos rígidos.
- En serio, ¿cómo pueden existir los terraplanistas?
- Qué molesta es la palabra coworking. Tampoco le veo la gracia al brunch. O a los wine bars. Las cosas muy guays -que digas que esto es cool-: los anglicismos fuera de lugar.
- Odio el día, aquel día que pensé que podría ganarme la vida en esta profesión o escribiendo.
- Odio profundamente ser periodista.
- Me desagradan las impertinencias, no quieras organizarle la agenda a todo el mundo.
- Comer en el metro me parece una ordinariez, y hacer ruido con la boca es muchísimo peor.
- Meter una galletita en el bolsillo porque subes al bus (y sabes lo desagradable que es comer en el transporte público), que se te derrita y manches la chaqueta. Sufrir las consecuencias por un “civismo” que ya nadie respeta.
- La gente estirada que mira por encima del hombro -tampoco hace falta sonreír siempre, pero, ¿tanto cuesta arrancarte un buenos días de la boca?-.
- Constiparme.
- La gente desordenada, extremadamente caótica, y que te salpique su desorden.
- Los malos olores.
- Que se me caiga la colada al patio interior.
- No saber hacer cosas. No entender conceptos.
- Estar en la cola del súper y olvidarme algo. Tener que volver a hacer la cola. Que la de delante me pida que le guarde el sitio. No saber pedir que me guarden el sitio.
- Las bromas que me encantaría que se me hubieran ocurrido a mí. No ser ingeniosa, ni graciosa, ni ocurrente, ni elocuente.
- Conducir.
- El miedo.
- Las pesadillas.
- La gente en unas copas. El que da la nota siempre. Las personas indiscretas. Los chillones, los que fuman dentro. Tener que recoger una fiesta que no es mía.
- Los que gritan. ¿Cómo vas a gritar así en el metro, con quién estarás hablando por teléfono? ¡Qué incordio! Los que mantienen una conversación con un volumen máximo de lo permitido. Ahora todo el vagón nos sabemos tu nombre.
- Las marabuntas de gente. Ir hacinada en un autobús o un metro. Sentir claustrofobia.
- Coincidir en el ascensor con los vecinos.
- Los que piden demasiados favores. La gente desagradecida. Además, suelen ser los mismos.
- Esos que llevan una maleta enorme, gigantesca, colgada de la espalda y no calculan el espacio que ocupan. Ni siquiera miran si hay alguien detrás.
- Los que se chocan al caminar.
- Que no te contesten un correo. Por lo menos decir que no. No saber qué clase de respuesta es esa.
- Alguien altivo en Vinted, ¿de qué vas?
- El autocorrector.
- Hacer faltas de ortografía tontas.
- La gente que no admite sus errores.
- Los obsesivos.
- Los que basan su personalidad en aficiones. Los adictos al trabajo. Quienes no saben descansar.
- Los que se suman a todas las modas o que sólo las siguen.
- El ruido de una maleta de ruedas por la calle.
- ¿Cómo no vas a creer en nada? O los que creen en todo. La gente sin criterio, no saber por qué piensas lo que piensas. O defiendes lo que defiendes.
- Los extremistas -por ambos lados-, ¿no existe el punto medio? Me gusta la tortilla con cebolla, pero tampoco hay que convertirse en un energúmeno ni decirte que eso no es comida, una paella, comida o música. Los puristas.
- Los ruidos al comer son asquerosos, mucho cuando es un chicle.
- Los malos anfitriones, la gente poco detallista, que no cuida ni da cariño, que no acoge. Esos que hacen de anfitriones en una casa que no es suya: también son malos anfitriones.
- Los egoístas y poco serviciales.
- La gente que se porta mal: los maleducados.
- No me gusta nada ser la nueva en un sitio. Estar callada, sentirme extraña o extremadamente tímida. Me incomoda.
- Hablar de más o hablar de menos es igual de nefasto a partes iguales.
En fin, no sé si seré un ser rumiante, pero noto cómo van pasando: de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Dentro de mi pequeña cabeza, sin que me dé cuenta. Suena la sintonía del metro. Mi parada. Adiós. Me tengo que ir. No se van a dar cuenta. Algunos ni siquiera saben quién soy. Tampoco yo sé quiénes son. No es que importe. A mí a veces tampoco me importa. Otros tampoco se han dado cuenta siquiera de que hay alguien nuevo sentado o de pie. ¿Me tengo que despedir? Verás como me sale ese hilo de voz. De niña dulce, diciendo: “Adiós”. Nunca me voy a deshacer de ella. Todos esos complejos absurdos que solamente pienso yo. No me he despedido.
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La foto de la portada es de Nan Goldin