Pienso que la vida adulta no es otra cosa que luchar contra todo lo que mata la ilusión. Ha llegado septiembre (al fin), y viene, como ya es costumbre, cargado de nuevos proyectos. Para algunos, el 1 de septiembre pone el contador a cero; para otros, además, implica cumplir un año más, de verdad. Pero, al fin y al cabo, en septiembre todas las tareas que has ido anotando mentalmente este verano por fin van a empezar a coger forma, o al menos el tiempo vuelve a recuperar una velocidad normal, no la estúpida lentitud del verano. No es un manifiesto contra el verano, pero es increíble la dependencia que tengo del curso escolar, de la presión o del bullicio de una gran ciudad para poner los puntos sobre las íes. Se acerca el momento de abrir el portátil. Tampoco es una alusión a la desconexión digital (ojalá) o a la vuelta de unas vacaciones (ojalá también, que algunos somos muy pringados y empalmamos contratos de mierda que nos obligan a imaginar que el fin de semana, compuesto por dos días y media tarde, son vacaciones).
Tener ilusión, entusiasmo y una píldora de alegría es un acto de resistencia. Un día empiezas a trabajar y dejas de enaltecer algunos oficios, y cada vez que profundizas en determinados sectores descubres que todo es muy cutre y que las cosas mal hechas se estilan constantemente. Pero, a pesar de todos los contras, existe una fuerza que te empuja a seguir. No es la constancia ni la perseverancia, es un atisbo de esperanza, una luz que se verá después. La rebeldía justa con la que hay que vivir. Pues la ilusión no es más que eso, en algunos idiomas, un efecto óptico, un espejismo. “Funciona como una promesa, muchas veces incumplida, lo cual significa una desilusión”, tal y como explica Julián Marías. La ilusión se entiende negativamente, y cuando se emplea para describir a una persona —ilusa— se percibe como un insulto, un señalamiento al que no se entera de nada, demasiado crédulo de todas las mentiras que conforman la vida adulta, o cándido. O un niño. Porque alguien iluso será débil, y a los niños siempre se les ve como si tuviéramos que protegerlos, que enseñarles el mundo desde la comodidad absoluta, cuando entienden todo lo que les expliques —incluso la muerte, si se les cuenta la realidad. Ahí está el trágico inicio de la película Bambi, ¿o no todos los niños entendían que la madre del pobre cervatillo moría? O Mufasa, el padre de Simba en El Rey León, en un asesinato vengativo por parte del malvado hermano Scar—.
En cambio, la ilusión en castellano (que no el iluso o la ilusa, porque siguen con la misma definición), la percibimos desde otra perspectiva: puede ser algo muy positivo. Un cosquilleo en el cuerpo, una energía que te hace pegar saltos, un ataque de risa incontrolable, los nervios al abrir un regalo pequeñito (un detalle absurdo, que siempre será el mejor regalo), o las ganas irresistibles de dar un abrazo, un beso —o más bien, un besazo, un morreo—. La ilusión recupera todo lo que atribuimos a la infancia, a los niños de nuevo, pero esta vez como algo bueno. Reconocemos en la infancia, de manera envidiable, esa ilusión, esa capacidad de asombro y agradecimiento a partes iguales. La iniciativa que toman por la novedad constantemente y la facilidad que tienen para sonreír mientras tanto —aunque sea con el más ínfimo detalle—.
Nos pasamos la vida adulta conteniendo a los niños, silenciándolos porque nos parecen estúpidos, y librando batallas contra su ilusión. También lo hacemos con la propia, contra nuestros deseos más infantiles, contra las cursilerías. También silenciamos a la ilusión con la rutina. La vocación es una mentira, un espejismo. Lanzarte a trabajar en lo que te gusta y luchar por ello te va a costar sudor y lágrimas, y únicamente tú serás consciente de ello. Continuar con la cabeza bien alta, las manos cargadas de entusiasmo, a medida que te propongas un paso, será más difícil. Porque todas las trabas, inevitablemente y muy a mi pesar, matan la ilusión. Mostrar alegría, emoción, devoción, dedicación, disciplina, rigor e incluso vitalidad es un acto de resistencia. Supongo que toda esta rebeldía va de la mano con la juventud (o, en el caso de personas de edad avanzada, por el anhelo del tiempo perdido). Pero es que no me da la gana que se lo lleven todo de un soplido, que barran las ganas de ilusionarnos con todos los proyectos y nos tilden de inocentes, cándidos o inmaduros. Todos asumen que los sueños no son los que te dan de comer, y es cierto, pero es un acto de resistencia. Igual que enamorarse. Nadie quiere involucrarse en un compromiso, creer, confiar y depositar todas las fichas de la partida en una casilla —siempre te dicen que hay que reservarse algo, por lo que pueda pasar—. Así, lo único que conseguimos es pensar demasiado en nosotros, individualizarnos aún más y perder la fe en los demás. No puede ser que sólo nos fiemos de nosotros mismos. La ilusión es un pacto de confianza, ¿acaso los niños no tienen fe ciega en casi todo lo que les dicen los adultos? Hay que andar con ojo, porque sí que hay gente muy mala, pero debemos resistirnos contra todo ello. Amar con todas tus fuerzas, desear algo fervientemente, ilusionarse con esta vida, salir a correr, gritar y llorar si es necesario. Recuperar septiembre como el mes de la ilusión, más que la propia Navidad, más que la llegada de los Reyes Magos. En septiembre, quien carga los regalos eres tú mismo.
Pienso que soy muy joven para todo lo que quiero hacer ya, o que sufro del síndrome de la inmediatez, que me condena a desear haber vivido diez años por delante de lo que me toca. Todos te advierten siempre que no quieras correr. Vale. Aunque, lo admito, tampoco me gusta estar parada. No paseo un síndrome del impostor crónico; tan sólo me gusta sentir ilusión, ese ritmo frenético y febril que te obliga a saltar al vacío, a empezar de nuevo sin pesos en la mochila. Precisamente por ello me gusta septiembre: es el mes de la ilusión, del orden desordenado. Aún no existe una seriedad inquebrantable, y todo combina maravillosamente bien: las sandalias con los vaqueros, las sudaderas con las faldas cortas, incluso la cestita de mimbre con una ciudad de la meseta. Pero también se escuchan los pasos de la rutina, de la desintoxicación del verano, del calor, de tantos planes, del exceso de gente y de las personas petardas. Sobre todo de los petardos, debemos admitirlo.
Así, el noveno mes del año se presenta idóneo para ser rebeldes, más canallas, más soñadores. Deberíamos vivir constantemente como si un nuevo septiembre entrara. Me gusta lo que cuenta y nos entrega, y yo siempre voy a apostar por querer ilusionarme