Hace un par de semanas, Fer abría la veda de las opiniones fuertes sobre Los años nuevos en este mismo medio con un texto que partía de la idea de que los elementos más desagradables y ásperos de la serie eran intencionales, que Sorogoyen (y las coguionistas Sara Cano y Paula Fabra, pero en adelante me referiré a Sorogoyen como gestalt de los tres para abreviar) había creado una experiencia deliberadamente alienante para confrontar al espectador con sus propios prejuicios sobre el amor. El propósito de este artículo es preguntar: ¿y si no?
Vaya una cosa por delante: creo que la lectura de Fer es, si bien no necesariamente la correcta, sí la más saludable. Internet ya está lleno de interpretaciones de mala fe, y en general me parece buena idea acercarse a los productos culturales con buena predisposición, sin creerse más listo que nadie. Si aciertas, te llevas una alegría, y si te equivocas, al menos te estás equivocando de la forma correcta. No culpo a nadie de querer creer en Sorogoyen, si acaso les envidio por poder disfrutar un poco más de la serie o al menos no ponerse de mal humor. Dicho esto, tengo motivos para pensar que, en este caso concreto, la serie no se merece esa generosidad, ya que ella misma no la extiende a sus personajes. Pero a eso ya llegaremos.
Los años nuevos es continuista con uno de los recursos favoritos de Sorogoyen: la estructura bifurcada. Gran parte de sus obras dividen la historia en dos partes claramente diferenciadas, sea a través de saltos temporales, cambios tonales o modificaciones del punto de vista, como en Stockholm, donde la primera mitad es una noche y la segunda es la mañana después, en Que Dios nos perdone, donde al final del segundo acto saltamos de repente al punto de vista del asesino, o en As bestas, que directamente cambia de protagonistas en su última media hora. La versión de esto en Los años nuevos no es tan radical. La segunda mitad mantiene los mismos personajes y el mismo dispositivo cronológico, pero lo que cambia es el acercamiento a la historia. Donde la primera mitad funciona como planteamiento, la segunda es el remate, revelando una estructura mucho más medida y menos azarosa de lo que parecía originalmente.
Es en esta primera mitad donde se encuentran los mayores aciertos de la serie, encarnados sobre todo en dos protagonistas brillantemente interpretados y en unos diálogos naturalistas, dando la sensación de que estamos ante una serie más de personajes que de trama, y suscitando las inevitables comparaciones con la trilogía Before… de Richard Linklater. Incluso los momentos más claramente artificiosos, como ese tercer episodio en el que el universo parece estar conjurando para arruinarles el día a los protagonistas, funcionan porque son un mecanismo para ver cómo estos dos personajes reaccionan a su entorno y van explorando los límites y las aristas de su relación. A pesar de que, efectivamente, son personas insoportables en muchos aspectos, nos encariñamos con ellos y los sentimos reales, viendo en tiempo real cómo evoluciona su relación y cómo van acumulando anécdotas, recuerdos y rencores.
Pero entonces llega la segunda mitad, y todo lo que parecía espontáneo resulta ser un mecanismo perfectamente calculado para llevarnos a otro sitio. Descubrimos que ya no estamos ante un cuento naturalista semiimprovisado, sino ante una historia que se ha ocupado de sembrar una serie de símbolos y de irlos recogiendo todos uno por uno hasta el último, asegurándose de que captas cada una de las (nada sutiles) maniobras de guion, sin dejar un solo rifle de Chekhov en la proverbial pared. Las pequeñas verdades cotidianas que contenía la primera parte se revelan como mecanismos narrativos tan rígidos como los que podíamos encontrar en las historias más de género de Sorogoyen. Nada existe solo por existir, por aportarle vida y naturalidad a la historia o para humanizar a los personajes, sino que cada detalle es una pista plantada para dirigirnos a una conclusión.
Y aquí entra el gran problema de la serie, que no es otro que su concepción del amor. A estas alturas no vamos a ponernos a hablar del daño que ha hecho la idea del amor romántico porque eso ya lo sabe cualquiera que haya leído medio hilo de twitter, pero es que este ejemplo es particularmente flagrante. En Los años nuevos el amor no es algo que se construya, ni que se elija, ni que se sienta del todo siquiera. Es más parecido a una maldición, algo que te cae encima y ya tú te apañarás como puedas, aunque ni te venga bien ni te convenga ni sirva para otra cosa que hacerte daño. No tengo ni idea de la vida personal de Sorogoyen (de hecho hasta este año pensaba que Isabel Peña y él eran pareja; no es él el único que cae a veces en la trampa de la heteronormatividad), pero, honestamente, espero que esté bien, porque es preocupante el grado hasta el que romantiza una manera de quererse que ya no es que no sea sana, es que es completamente deprimente.
A lo largo de mis ya terminados veinte, una experiencia que tuve una y otra vez es la siguiente: una de tus amigas se echa un novio, su primer o segundo novio más o menos serio, y resulta evidente desde bastante pronto que es un imbécil. Las primeras veces igual intentas hacérselo ver, pero pronto te das cuenta de que es algo de lo que tiene que darse cuenta una misma, cosa que a veces pasa en unos meses y a veces tarda años, pero acaba pasando. Dependiendo de la persona, a veces no escarmienta y aun vas a tener que verla aguantar a un par de imbéciles más, y después de cada ruptura quejarse de por qué le tiene que gustar gente así. Pero en algún punto se da cuenta de que tiene elección. De que, aunque tus traumas, tu educación, el patriarcado o quien sea te hayan condicionado para que te atraiga un determinado tipo de persona, tú no tienes por qué hacerles caso. Puedes rebelarte contra eso, tomar agencia sobre tu propio deseo y elegir activamente que te guste gente un poco más decente.
Pues bien, este crecimiento es el que Los años nuevos les niega a sus protagonistas. De la misma manera que la historia olvida la espontaneidad para llegar a un tercer acto empeñado en demostrar las tesis nihilistas sobre el amor de Sorogoyen, los personajes pierden toda su agencia en pos de un determinismo de lo más cínico. Sorogoyen les quita cualquier posibilidad de afectar su propio destino, poniéndolos en manos de lo que él considera que es el amor: una fuerza irracional y todopoderosa cuyas exigencias hay que acatar, por nocivas que sean. No es solo que la relación de los protagonistas no sea sana: es que la idea de una relación sana en el mundo de Los años nuevos es directamente imposible, salvo que en la lotería cósmica del amor a uno le toque la persona exactamente adecuada. Donde la serie encuentra un resquicio de romance es en la idea de que hay algo noble o bonito en seguir intentándolo aun así. Sorogoyen convierte a los dos protagonistas en unos Sísifos del amor y, después de hacerles volver a subir la montaña una y otra vez, nos pide que los imaginemos felices. Y es por esto, por esta crueldad y esta negación de cualquier capacidad de agencia, por lo que considero que la serie tampoco se merece la mirada más generosa de Fer. Sorogoyen renuncia a la posibilidad de la compasión en el momento en el que se apunta al juego del cinismo, eligiendo atrapar a sus personajes en un ciclo sin fin de dolor en un mundo en el que la felicidad compartida es imposible. Los años nuevos se las da de serie romántica, pero lo que acaba revelando es que no cree en nada parecido al amor, sino únicamente en una especie de condena cósmica que obliga a gente que se odia a estar junta. Para ser una serie “de modernos”, se parece demasiado al matrimonio de mis abuelos.