Albert Serra parecía ya resignado a su condición de, como él mismo se denomina, autsaider del cine español, después de que Pacifiction, su película más accesible hasta la fecha, fuera ninguneada por los premios y las instituciones. Todo apuntaba a que Tardes de soledad, un documental observacional sobre el torero Andrés Roca Rey, iba a ser una obra menor, un cambio de ritmo antes de centrarse en su primera película en inglés, que promete presentarlo a un público más amplio. Sin embargo, la cinta se ha llevado la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, entrando tangencialmente en la carrera por el Goya, cosa que habría resultado impensable hace solo unos meses.
A pesar de lo que pueda parecer a primera vista, Tardes de soledad es continuista con el proyecto de Serra. La exploración de las realidades materiales que se encuentran detrás de los mitos ha sido una constante en su filmografía.Ya desde Honor de cavallería, su primer largo, que se proponía adaptar los espacios entre capítulos de El Quijote a través de largas tomas de Don Quijote y Sancho andando por el monte o echando la siesta bajo un árbol; o en La muerte de Luis XIV, en la que se contrasta la figura icónica del Rey Sol con la muy terrenal e inevitable decrepitud del cuerpo enfermo.
Tardes de soledad aplica esta mirada materialista a la tauromaquia, que se retrata desde el extrañamiento, aislada de la épica y la pompa que la acompañan en el imaginario popular. No vemos nada de la plaza más allá del ruedo, ni ninguna de las celebraciones anteriores o posteriores a la corrida. Al partir de este punto de vista, la película pretende trascender el debate sobre la moralidad del toreo. Al fin y al cabo, no hay debate posible si no están presentes los elementos externos a los que se agarran sus defensores. Ante la pregunta de si está bien torturar animales, desprovista de las excusas contextuales de la tradición, el “arte”, etc., todos tenemos bien clara la respuesta. Se ha hablado mucho de cómo Tardes de soledad no se posiciona moralmente, y hasta cierto punto es cierto, pero no porque juegue a la ambigüedad y al “los dos lados tienen sus argumentos”, sino porque desactiva la cuestión de base, pudiendo permitirse no ser didáctica sin por ello dejar de tener una postura ideológica firme. No podemos descartar, no obstante, que parte de esta interpretación sea resultado de los sesgos de quien escribe. Redacto esto desde mi perspectiva de vegetariano, gallego y pobre; es decir, de persona sin ningún vínculo identitario con la tauromaquia y con unos cuantos problemas con ella. Tal vez desde el lado opuesto la cosa se vea distinta, pero resulta difícil imaginar cómo.
El grueso del metraje de la película lo ocupan cinco de las faenas del torero Roca Rey, mostradas en planos muy cerrados (aunque, como apunta el compañero de esta casa Guillermo, en un texto muy bueno que saca las conclusiones contrarias a este, grabados desde la seguridad del tendido) y acompañados del sonido que recoge un micrófono situado en el propio traje de luces del torero. Una anécdota muy repetida sobre la tauromaquia es que en las retransmisiones televisivas no se capta (o, según las versiones más conspiranoicas, se censura activamente) el sonido real de las corridas, que, para quienes las ven desde la plaza, incluyen la respiración dificultosa del toro, el fluir de la sangre y el ruido de las banderillas desgarrando la carne. Serra se asegura de mostrar todo esto, en la que tal vez sea la decisión más polémica de la película, y la responsable de que un buen número de espectadores abandonen la sala. La inclusión de imágenes tan explícitas es coherente con la intención desmitificadora de la cinta, pero lo que hace que nos cuestionemos las motivaciones del director es su repetición. En algún momento, Serra parece cogerle demasiado el gusto a la potencia visual y narrativa de sus imágenes, reiterando situaciones ya vistas, como los estertores de los toros agonizantes, mostrados en cuatro ocasiones distintas, hasta un punto que deja atrás el rigor y se adentra en la crueldad.
Sin embargo, estas escenas de corrida son claves para indagar en la pregunta principal de la película, la consecuencia última de su mirada extrañada: ¿por qué iba alguien a querer hacer esto? El agujero negro en el centro de esta cuestión es Roca Rey, que se nos presenta como una persona enigmática, cerrada e incapaz de sentir la menor satisfacción. Sin importar los vítores que recibe en el ruedo ni las alabanzas que le lanza constantemente su séquito, el torero se mantiene en silencio y con cara de circunstancias, rompiendo su mutismo solo para expresarles en voz baja sus inseguridades a sus allegados. Roca Rey no se recrea en sus victorias, sino que piensa obsesivamente en lo que ha hecho mal o en la reacción del público, con quien tiene una relación de animadversión y dependencia simultáneas. Lo único que parece moverlo es la pura pulsión de muerte. Pero no se trata de esa temeridad que se ensalza en el mundo taurino, esa noción épica de enfrentarse cara a cara al vacío, de —con perdón— dejar el alma en el ruedo, sino algo mucho más oscuro. Cuando Roca Rey sobrevive por poco a una cogida particularmente delicada, lo único que es capaz de repetir, una y otra vez, es “¿Por qué no me he muerto? Tendría que haberme muerto”. Y el tono no es de alivio: es de sorpresa y, si acaso, decepción.
Son reveladoras en este sentido las escenas que tienen lugar fuera de la plaza de toros. Una cámara fija retrata a Roca Rey y su equipo en la furgoneta que los transporta a las corridas, en la que casi todo el diálogo consiste en loas exageradas al torero, que funcionan casi como alivio cómico por lo descaradamente hiperbólicas que resultan, y a las que Roca Rey apenas responde. Estas secuencias se desarrollan de manera más o menos similar a lo largo de toda la película, hasta que en una de ellas hay un cambio: Roca Rey, cansado, se va a su hotel mientras el resto deciden seguir celebrando una corrida exitosa. En cuanto el torero se baja del coche, el tono de la conversación cambia drásticamente, de la alegría a la preocupación. Todo su entorno está de acuerdo en que, como siga así, a Roca Rey lo van a matar más pronto que tarde, y se dedican a buscar estrategias para convencerlo de que tenga más cuidado y a repartirse responsabilidades. Es muy significativo que ni ellos mismos, que por lo demás aceptan y reproducen la narrativa heroica de la tauromaquia, estén dispuestos a tomarse la temeridad del torero como otra cosa que imprudencia y masoquismo. A la hora de la verdad no ven a un artista dando su vida por su arte, sino a un chaval confundido que no debería dejarse matar por el entretenimiento del público.
En el momento de escribir esto, Andrés Roca Rey acaba darse de alta, contra consejo médico, después de tres días en el hospital por una cornada que le ha dañado gravemente el glúteo y el nervio ciático. El post de instagram que ha subido tras la cogida empieza así: “Si amas algo, si tienes una gran pasión por algo vas a llegar al extremo para intentar entenderlo o intentar lograrlo.”