Volveréis

Por
Fidel Ojea
17/9/2024

Este tira y afloja entre la ñoñería recalcitrante y la precisión humanista iba a ser una constante en mi relación con la obra de Trueba

Conocí a Jonás Trueba en verano de 2016. Yo estaba de prácticas en un festival, y él formaba parte del jurado. Nuestra interacción no fue muy larga: alguna entrevista para las redes del festival, un whatsapp que aún a día de hoy luce el tick solitario que lo ubica en el limbo de los mensajes no entregados (Jonás me explicaría después que no usa whatsapp ni redes sociales: cuadra con el personaje) y una breve charla sobre mi inminente mudanza a Madrid en la cual me dio su correo y se ofreció a llevarme “al bar al que va la gente del cine”. En aquel momento todavía no había visto ninguna película suya, así que mi contacto con su obra partió de una predisposición positiva externa a lo cinematográfico, basada más que nada en una simpatía personal y en el simple hecho de que una persona más o menos famosa me hubiera hecho caso. Desde antes de haberlo visto he querido defender su cine, aunque no siempre me lo pusiera fácil. 

Volveréis es uno de esos casos en los que no me lo pone fácil. Si bien parece que la película está gustando —habiéndose llevado el premio a mejor película europea de la Quincena de Cineastas de Cannes con algunas de las críticas más entusiastas de su carrera— es también la cinta en la que los defectos del director madrileño, el peaje que hay que pagar para disfrutar de su cine, están más a plena vista. Me he dado cuenta al escribir este texto de que, aun gustándome, me resulta mucho más fácil enumerar sus errores que sus aciertos. Pero vaya, que está muy bien, ¿eh? 

En el festival que mencioné antes se proyectó Los exiliados románticos acompañada de un concierto de Tulsa, que interpretaba la banda sonora. El tema principal de la película, que se erigió extraoficialmente en la canción del festival, fue su Oda al amor efímero, con un estribillo que dice aquello de “no me importa/si eres listo o idiota/te voy a querer igual”. La rima es rebuscada, y el sentimiento general algo cursi, pero en un contexto en el que uno esté un poco vulnerable a las trampas de la emoción, como yo lo estaba en aquel momento, tiene una fuerza innegable. Por entonces aún no lo sabía, pero este tira y afloja entre la ñoñería recalcitrante y la precisión humanista iba a ser una constante en mi relación con la obra de Trueba. 

En Volveréis, este delicado equilibrio está presente de varias maneras distintas. Por un lado, en la propia premisa, que tiene demasiada fe en que a todos nos parezca muy loca y divertida la idea de que dos personas hagan una fiesta para celebrar que se separan. Por otro, en el componente metanarrativo de la película. El personaje de Itsaso Arana, pareja en la vida real de Jonás Trueba, está dirigiendo una película protagonizada por el personaje de Vito Sanz, invirtiendo los roles de la pareja en la realidad extradiegética. Esta torsión de la realidad permite jugar a la autoficción confusa y romper constantemente la cuarta pared, con personajes haciendo comentarios sobre la película dentro de la película como una especie de Deadpool malasañero. Y, por si no hubiera ya suficiente artificio, hay una capa más, en forma de estructura repetitiva de clara inspiración hongsangsooiana. Sin embargo, donde el cine de Hong presenta este tipo de estructuras de manera mundana, sin explicarlas ni dedicarles más atención de la estrictamente necesaria, Trueba parece incapaz de aceptar la noción de que a algún miembro del público se le pueda escapar esta cosa inteligentísima que está haciendo, subrayándola formalmente e incluso aportando bibliografía al respecto. Pero vamos, que por lo demás la peli es muy buena.

Vi La virgen de agosto en el día de su estreno, un apropiado 15 de agosto, de la única manera correcta: solo en Madrid en un verano particularmente infernal. La película me gustó mucho, como casi no podía ser de otra forma en esas condiciones, pero requirió un esfuerzo significativo por mi parte a la hora de ignorar, o al menos aceptar, su flagrante y orgullosa madrileñidad. Aunque las catástrofes gemelas de Carolina Durante y Más Madrid ya nos habían golpeado, el de 2019 aún era un mundo en el que se daba por hecho que, si bien ser madrileño no tiene nada de malo, sí es de recibo tener la decencia de avergonzarse de ello. Sea por orgullo castizo o por simple inconsciencia, Trueba nunca se ha cortado en celebrar la villa y corte, de la misma manera que tampoco intenta disimular sus condiciones socioeconómicas privilegiadas. 

Hablar de una película de Jonás Trueba es hablar también de sus antecedentes familiares, y más en este momento post-explosión del discurso sobre los nepo babies. El director suele presumir de hacer un cine muy libre, independiente, alejado de las demandas de la industria. Y, aunque esto es factualmente más o menos cierto, la afirmación omite una parte crucial. Casi cualquiera puede hacer una peli con un equipo reducido, un presupuesto mínimo y la ayuda de sus amigos, pero solo Jonás Trueba tiene garantizado que esa película se vaya a estrenar en cines de todo el país. Los medios con los que trabaja pueden ser modestos, pero no así la posición de la que parte, tanto en términos de acceso a los circuitos industriales como de capital social y cultural. Sin embargo, más allá de este punto ciego, Jonás es sorprendentemente honesto acerca de su posición. Recordemos que hablamos de una persona que ha hecho un Nicolas Cage inverso, utilizando el apellido Trueba en su nombre artístico a pesar de que no esté presente en su nombre legal. En Volveréis aun va más lejos, dándole el papel de padre de Itsaso-que-es-Jonás-que-es-Itsaso a un Fernando Trueba que se nos presenta viviendo prácticamente en una mansión y dedicándose a darles lecciones de filosofía a sus hijos. Solo las mentes más escépticas o malintencionadas podrían pensar que no hay intencionalidad detrás de esto, que Jonás no es consciente de la manera en la que su experiencia es profundamente privilegiada y alejada de la de cualquier persona medio normal. Que la honestidad desactive la crítica ya es otra cuestión. Aun así, la película está muy bien. 

Fui al estreno de Tenéis que venir a verla, la anterior película del director madrileño, con un cierto grado de aprehensión. Me acompañaba la chica con la que llevaba unas semanas viéndome (pocas cosas más jonasianas que ver una peli con tu romance de verano, al fin y al cabo), una persona más orientada ideológicamente al obrerismo, o como mínimo menos tolerante con los pijos, que yo. Me preocupaba, con esa preocupación del neurótico que siente que tiene la culpa de algo sobre lo que carece de control, que la peli le resultara demasiado burguesa o demasiado pedante y que proyectase esos rasgos en mí. Sin embargo, nada más acabar me pidió que fuésemos a casa a ver La virgen de agosto. Se había obrado una alquimia que no sé muy bien cómo explicar. De alguna manera, el disfrute de aquellas situaciones tan naturales y tan reales, de aquel partido de ping-pong, de la vida toda, había hecho que no costara tragar la pomposidad de todo el aparato, lectura en alto de pasajes de libros incluida.

Es difícil acotar cuál es el elemento milagroso del cine de Trueba que hace que una obra tan abierta y obviamente insoportable acabe resultando entrañable. Es posible que parte del encanto esté precisamente en eso, en lo poco que intenta engañar. A nadie se le escapa que se trata de películas ensimismadas, afectadas y privilegiadas, pero ese “nadie” incluye al propio Jonás. Incluso cuando está intentando demostrar lo listo que es y lo mucho que le gustan las películas y los libros, la actitud es más parecida a la de un niño enseñándote cómo hace la voltereta que a la del artista demasiado pagado de sí mismo intentando darse aires. 

Volveréis aboga por una forma de quererse identificada por Kierkegaard como amor-repetición: el que no se basa en la novedad ni en la melancolía, sino en una práctica constante, una forma de amoldarse a la otra persona. Y tal vez esto (que, desde un punto de vista más malicioso, también podría llamarse síndrome de Estocolmo) sea lo que pasa con el cine de Jonás. El presentar sus defectos de forma tan meridianamente clara hace que podamos aceptarlos y ver más allá, sentir que conocemos tanto lo bueno como lo malo que nos ofrece y juzgar el conjunto. En un sutil juego autorreferencial de los que le gustan al propio Jonás, podríamos decir que no importa si es listo o idiota, lo vamos a querer igual.

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Este tira y afloja entre la ñoñería recalcitrante y la precisión humanista iba a ser una constante en mi relación con la obra de Trueba

Por
Fidel Ojea
17/9/2024

Conocí a Jonás Trueba en verano de 2016. Yo estaba de prácticas en un festival, y él formaba parte del jurado. Nuestra interacción no fue muy larga: alguna entrevista para las redes del festival, un whatsapp que aún a día de hoy luce el tick solitario que lo ubica en el limbo de los mensajes no entregados (Jonás me explicaría después que no usa whatsapp ni redes sociales: cuadra con el personaje) y una breve charla sobre mi inminente mudanza a Madrid en la cual me dio su correo y se ofreció a llevarme “al bar al que va la gente del cine”. En aquel momento todavía no había visto ninguna película suya, así que mi contacto con su obra partió de una predisposición positiva externa a lo cinematográfico, basada más que nada en una simpatía personal y en el simple hecho de que una persona más o menos famosa me hubiera hecho caso. Desde antes de haberlo visto he querido defender su cine, aunque no siempre me lo pusiera fácil. 

Volveréis es uno de esos casos en los que no me lo pone fácil. Si bien parece que la película está gustando —habiéndose llevado el premio a mejor película europea de la Quincena de Cineastas de Cannes con algunas de las críticas más entusiastas de su carrera— es también la cinta en la que los defectos del director madrileño, el peaje que hay que pagar para disfrutar de su cine, están más a plena vista. Me he dado cuenta al escribir este texto de que, aun gustándome, me resulta mucho más fácil enumerar sus errores que sus aciertos. Pero vaya, que está muy bien, ¿eh? 

En el festival que mencioné antes se proyectó Los exiliados románticos acompañada de un concierto de Tulsa, que interpretaba la banda sonora. El tema principal de la película, que se erigió extraoficialmente en la canción del festival, fue su Oda al amor efímero, con un estribillo que dice aquello de “no me importa/si eres listo o idiota/te voy a querer igual”. La rima es rebuscada, y el sentimiento general algo cursi, pero en un contexto en el que uno esté un poco vulnerable a las trampas de la emoción, como yo lo estaba en aquel momento, tiene una fuerza innegable. Por entonces aún no lo sabía, pero este tira y afloja entre la ñoñería recalcitrante y la precisión humanista iba a ser una constante en mi relación con la obra de Trueba. 

En Volveréis, este delicado equilibrio está presente de varias maneras distintas. Por un lado, en la propia premisa, que tiene demasiada fe en que a todos nos parezca muy loca y divertida la idea de que dos personas hagan una fiesta para celebrar que se separan. Por otro, en el componente metanarrativo de la película. El personaje de Itsaso Arana, pareja en la vida real de Jonás Trueba, está dirigiendo una película protagonizada por el personaje de Vito Sanz, invirtiendo los roles de la pareja en la realidad extradiegética. Esta torsión de la realidad permite jugar a la autoficción confusa y romper constantemente la cuarta pared, con personajes haciendo comentarios sobre la película dentro de la película como una especie de Deadpool malasañero. Y, por si no hubiera ya suficiente artificio, hay una capa más, en forma de estructura repetitiva de clara inspiración hongsangsooiana. Sin embargo, donde el cine de Hong presenta este tipo de estructuras de manera mundana, sin explicarlas ni dedicarles más atención de la estrictamente necesaria, Trueba parece incapaz de aceptar la noción de que a algún miembro del público se le pueda escapar esta cosa inteligentísima que está haciendo, subrayándola formalmente e incluso aportando bibliografía al respecto. Pero vamos, que por lo demás la peli es muy buena.

Vi La virgen de agosto en el día de su estreno, un apropiado 15 de agosto, de la única manera correcta: solo en Madrid en un verano particularmente infernal. La película me gustó mucho, como casi no podía ser de otra forma en esas condiciones, pero requirió un esfuerzo significativo por mi parte a la hora de ignorar, o al menos aceptar, su flagrante y orgullosa madrileñidad. Aunque las catástrofes gemelas de Carolina Durante y Más Madrid ya nos habían golpeado, el de 2019 aún era un mundo en el que se daba por hecho que, si bien ser madrileño no tiene nada de malo, sí es de recibo tener la decencia de avergonzarse de ello. Sea por orgullo castizo o por simple inconsciencia, Trueba nunca se ha cortado en celebrar la villa y corte, de la misma manera que tampoco intenta disimular sus condiciones socioeconómicas privilegiadas. 

Hablar de una película de Jonás Trueba es hablar también de sus antecedentes familiares, y más en este momento post-explosión del discurso sobre los nepo babies. El director suele presumir de hacer un cine muy libre, independiente, alejado de las demandas de la industria. Y, aunque esto es factualmente más o menos cierto, la afirmación omite una parte crucial. Casi cualquiera puede hacer una peli con un equipo reducido, un presupuesto mínimo y la ayuda de sus amigos, pero solo Jonás Trueba tiene garantizado que esa película se vaya a estrenar en cines de todo el país. Los medios con los que trabaja pueden ser modestos, pero no así la posición de la que parte, tanto en términos de acceso a los circuitos industriales como de capital social y cultural. Sin embargo, más allá de este punto ciego, Jonás es sorprendentemente honesto acerca de su posición. Recordemos que hablamos de una persona que ha hecho un Nicolas Cage inverso, utilizando el apellido Trueba en su nombre artístico a pesar de que no esté presente en su nombre legal. En Volveréis aun va más lejos, dándole el papel de padre de Itsaso-que-es-Jonás-que-es-Itsaso a un Fernando Trueba que se nos presenta viviendo prácticamente en una mansión y dedicándose a darles lecciones de filosofía a sus hijos. Solo las mentes más escépticas o malintencionadas podrían pensar que no hay intencionalidad detrás de esto, que Jonás no es consciente de la manera en la que su experiencia es profundamente privilegiada y alejada de la de cualquier persona medio normal. Que la honestidad desactive la crítica ya es otra cuestión. Aun así, la película está muy bien. 

Fui al estreno de Tenéis que venir a verla, la anterior película del director madrileño, con un cierto grado de aprehensión. Me acompañaba la chica con la que llevaba unas semanas viéndome (pocas cosas más jonasianas que ver una peli con tu romance de verano, al fin y al cabo), una persona más orientada ideológicamente al obrerismo, o como mínimo menos tolerante con los pijos, que yo. Me preocupaba, con esa preocupación del neurótico que siente que tiene la culpa de algo sobre lo que carece de control, que la peli le resultara demasiado burguesa o demasiado pedante y que proyectase esos rasgos en mí. Sin embargo, nada más acabar me pidió que fuésemos a casa a ver La virgen de agosto. Se había obrado una alquimia que no sé muy bien cómo explicar. De alguna manera, el disfrute de aquellas situaciones tan naturales y tan reales, de aquel partido de ping-pong, de la vida toda, había hecho que no costara tragar la pomposidad de todo el aparato, lectura en alto de pasajes de libros incluida.

Es difícil acotar cuál es el elemento milagroso del cine de Trueba que hace que una obra tan abierta y obviamente insoportable acabe resultando entrañable. Es posible que parte del encanto esté precisamente en eso, en lo poco que intenta engañar. A nadie se le escapa que se trata de películas ensimismadas, afectadas y privilegiadas, pero ese “nadie” incluye al propio Jonás. Incluso cuando está intentando demostrar lo listo que es y lo mucho que le gustan las películas y los libros, la actitud es más parecida a la de un niño enseñándote cómo hace la voltereta que a la del artista demasiado pagado de sí mismo intentando darse aires. 

Volveréis aboga por una forma de quererse identificada por Kierkegaard como amor-repetición: el que no se basa en la novedad ni en la melancolía, sino en una práctica constante, una forma de amoldarse a la otra persona. Y tal vez esto (que, desde un punto de vista más malicioso, también podría llamarse síndrome de Estocolmo) sea lo que pasa con el cine de Jonás. El presentar sus defectos de forma tan meridianamente clara hace que podamos aceptarlos y ver más allá, sentir que conocemos tanto lo bueno como lo malo que nos ofrece y juzgar el conjunto. En un sutil juego autorreferencial de los que le gustan al propio Jonás, podríamos decir que no importa si es listo o idiota, lo vamos a querer igual.

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