Tengo que confesar que, inicialmente, la idea de escribir sobre Hong Sang-soo me asustaba. Me gustan sus películas, aprecio lo humanas y vitalistas que son y disfruto de su condición de minitaturitas cotidianas, pero siempre me he preguntado si había algo más, algo que para los demás era obvio, que a mí se me estaba escapando y que era lo que las convertía en obras tan trascendentales como a menudo se las considera. Fui a ver Nuestro día, la primera de las dos películas del director coreano que se han estrenado este mes, con ganas pero también con el temor de que cualquier pensamiento que pudiera generar sobre ella iba a ser pedestre y desorientado. Hong, con su inmensa generosidad, se adelantó a mi miedo y me confirmó que no, que lo que veía es lo que hay, y lo que hay es suficiente.
Uno de los dos hilos narrativos que componen Nuestro día sigue a dos jóvenes aspirantes a artistas, un chico y una chica, que están grabando un documental sobre un famoso poeta, ya mayor. El joven, borracho de arrogancia y, más tarde, también borracho normal, intenta poner al poeta en la posición de sabio mentor, haciéndole preguntas sobre el significado de la vida o la función del arte. El poeta, muy socrático él, niega su propia capacidad de responder a estas preguntas, así como la validez de estas. Los significados, dice, son de cobardes, e incide en que lo más importante (y también lo más difícil) es mantener una visión clara. Esto último, así como su aseveración de que en la vida hay que tirarse al agua sin medir primero cómo de profunda es, encontrará una rima en In Water, la otra película del director actualmente en cartelera, rodada casi íntegramente fuera de foco.
No parece fuera de lugar, a la luz de su obra reciente, pensar que el personaje está dando voz a las opiniones del propio director, que ha ido depurando su cine hasta alcanzar su actual estado de minimalismo absoluto. Si en un principio hacía unas películas más convencionalmente industriales (aun dentro de los confines del “cine de autor”, sea lo que sea eso), en los últimos años ha ido reduciendo sus procesos a su más mínima esencia. Es raro ver más de tres o cuatro nombres, actores aparte, en los créditos de sus películas, e incluso la propia noción de trama se ha ido desdibujando en pos de un retrato cada vez más minucioso de situaciones muy concretas. Estas situaciones tampoco suelen llevar una gran carga alegórica, sino que alcanzan lo universal precisamente por el medio de la especificidad. Observar lo que hay, si se hace con el suficiente mimo, puede ser suficiente para llegar a una verdad mayor.
Este hiperfoco en escenas cotidianas también tiene otra función: recordarnos que lo mundano puede ser también Cine. Al desproveer a su cine de artificiosidad, experiencias de lo más ordinarias se vuelven milagrosas. En Nuestro día, una escena en la que dos de las protagonistas dan de comer a un gato gana en fuerza e incluso en tensión al saber que lo que estamos viendo es, efectivamente, a dos personas reales dando de comer a un gato real. Así, lo que podría ser una escena de lo más anodino (dentro de que cualquier escena en la que salga un gato tiene automáticamente nuestra atención) cobra una dimensión de juego, en la que la impredecibilidad del gato, y su capacidad o interés en participar de la improvisación actoral, elevan el acto cotidiano a la categoría de altísimo kino. Pasa lo mismo en una escena posterior en la que tres personajes juegan a una versión etílica de piedra-papel-tijera. Lo que nos mantiene pegados a la pantalla no es ninguna noción de tensión dramática ni la expectativa de que el resultado de la competición vaya a tener unas grandes consecuencias en la (apenas existente en primer lugar) trama, sino el puro goce de hacernos partícipes del juego, la diversión de la aleatoriedad.
Ver estas cosas le da a uno muchas ganas de hacer cine, y es una de las demostraciones prácticas más potentes de que, efectivamente, cualquiera puede hacerlo. De que no solo no hacen falta grandes medios económicos sino que ni siquiera se necesita una premisa particularmente llamativa, que se puede encontrar el cine en muchos sitios. Desde hace un par de años participo en el comité de selección de un festival de cortos, lo que implica pasarme el verano viendo cortos de calidad variable, muchos de ellos óperas primas de escuela o de universidad, y un defecto muy común que encuentro es que muchos parecen sentirse obligados a contar una historia, tratando temas de lo más intensos que no tienen nada que ver con la experiencia vital de los cineastas y sobre los que a menudo no tienen nada nuevo que decir. Se repiten los cortos sobre padres que pierden a sus hijos, ancianos con alzheimer, violencia doméstica, etc..., como si solo este tipo de situaciones pudiesen ser cinematográficas, confundiendo lo dramático en el sentido más aristotélico con lo dramático en el sentido de emocionalmente hipertrofiado. Si con Nuestro día Hong desmonta esta noción de lo que se puede contar, en In Water, la otra mitad de su díptico de este año, nos enseña cómo se puede contar.
Centrada en un director y dos actores que intentan rodar una película en un pueblo costero a lo largo de un fin de semana, es tentador ver In Water como una especie de manual de instrucciones, o tal vez memoria de proyecto, del proceso artístico de Hong Sang-soo. Su acercamiento a la creación artística es refrescantemente poco romantizador sin por ello caer en el malditismo. No ensalza esta poética del cine como salvador de vidas, pero tampoco arroja una mirada cínica. Se centra en los aspectos más tangibles y mundanos: dónde se aloja y qué come el equipo, qué opinan de la película, de qué humor están cada día o cuánto han dormido, qué tal se llevan entre ellos. Es una visión de alguna forma desmitificadora pero precisamente por eso actúa como reclamo también: nos enseña que los dilemas los que se enfrentan a la hora de rodar no son tan distintos de los que cualquiera tiene que resolver en su día a día, y por lo tanto no requieren de una genialidad excepcional ni de un talento cinematográfico privilegiado. En In Water nadie hace un cuadrado con los dedos para visualizar cómo encuadraría una escena, como hacen los directores en las películas cutres. En vez de eso, la forma definitoria del filme es el triángulo: el que forman los tres personajes, pero también, sobre todo, el triángulo de pizza que el director divide en tres trozos ridículamente pequeños para asegurarse de que todo el mundo se quede satisfecho con su cena. En esto, más que en ninguna otra cosa, está condensada su idea del cine: se trata, esencialmente, de algo que haces con otras personas. Todo lo demás viene después.
Además, In Water pone de relieve algo que ya estaba presente en Nuestro día, que son las pocas ganas que tiene Hong de juzgar a sus protagonistas. Muy a menudo son pretenciosos, o maleducados, o simplones, y, aunque el director no se corta en retratarlo, nunca parece hacerlo de manera maliciosa o irónica. No se está riendo de ellos, sino que se pone en su lugar e intenta, con paciencia de viejo maestro, ver por qué son así y reconducirlos. Prueba de esto es la última escena del filme, en la que el director de la peli-dentro-de-la-peli escenifica en la ficción una situación que vivió un rato antes, en la que se intentó acercar a una chica que recogía basura en la playa y fue tajantemente rechazado. Al recrear la escena pretende reescribir la realidad y posicionarse como un pobre inocente que no encuentra su lugar en el mundo. Para esto decide que su personaje, ante el rechazo, se meterá en el agua, ya que no hay sitio para él ni entre la gente que disfruta de la playa ni con la que limpia la basura generada por el primer grupo. La metáfora es obvia y malilla, y no parece que a Hong se le escape este hecho, pero cuando el director les explica esta escena a los actores también es el primer momento en toda la película en el que expone del todo sus sentimientos, expresando una profunda depresión que hasta ese momento solo habíamos visto insinuada, para pasmo y leve incomodidad de los otros dos. La película cierra con la imagen final que había planificado el director, en la que se sumerge en la titular agua, y mantiene el plano ahí. Con cada segundo que pasa, nos va pareciendo menos estúpido lo de meterse en el agua. Los significados se desmoronan, nos olvidamos de la metáfora tonta que quería contar el personaje, y lo único que nos queda es una cabecita desenfocada asomando fuera del agua, flotando sola.