Los cinco

Tendrán catorce años, se ríen (aunque casi más que se descojonan).

Domingo, doce de la mañana. La luz del sol se refleja y proyecta de color blanco sobre la arena. Hace calor, la brisa aún es imperceptible. Enseguida tendré que volver al agua –aún no se me ha secado el pelo, pero tampoco me refrescan las pocas gotas que caen–. El mar no tiene forma, es una plancha, pero se empiezan a percibir los indicios del viento de s’embat –es cuestión de pocas horas que su intensidad aceche la orilla–. Estoy sentada en la primera línea, justo después del espacio entre el mar y los castillos de arena, ese estrecho carril por el que pasean los transeúntes de lado a lado de la playa. Playa que me ha visto crecer, que me conozco de memoria –o casi me conoce mejor ella a mí–, playa que siempre me ha visto volver con todo tipo de ilusiones y desventuras, con sentimientos encontrados, con alivios, con seguridades, con miedos grandes y pequeños.

Estoy un poco distraída y no consigo concentrarme en la lectura. Por eso me pongo auriculares. Miro: me obsesiona mirar, observar, imaginar. Hay niños jugando en la arena; a hombros de sus padres; y flotando con sus manguitos de estreno. De repente, el sonido estruendoso de un balón contra la ola me saca de mis pensamientos –algo tontos y cursis (aunque Cela dice que las cursis son muy agradecidas)–. Reparo en la pelota: a su alrededor cinco adolescentes bronceados, muy bronceados. Con suerte, seguramente estén disfrutando al completo de todos y cada uno de los días de verano. Tendrán catorce años, se ríen (aunque casi más que se descojonan). Me imagino su verano mientras veo cómo juegan al balón. Son cinco, como en las novelas de Enid Blyton –qué bonito número para el verano: cinco–. ¿Cuántas veces habré trasnochado para leer escondida bajo la sábana con mi primer ebook? Esos fueron los mejores veranos, ahora son solo recuerdos. ¿Será por ello que los recuerdo como si fueran mejores? No tenía la obligación de madrugar, marcaba el mismo bronceado que tienen estos cinco.

Han empezado a lanzarse la pelota con los pies. El agua aún no les llega ni a la rodilla: un toque, dos toques, tres toques, cuatro toques, cinco toques y seis. La pelota queda suspendida en el aire, esperan inmóviles. El primero al que le roce el balón al caer pierde. Este susodicho agacha la cabeza; su nuca desprotegida, desnuda, frágil queda al alcance de los demás, sin resistencia, y uno a uno le colman una hostia bien dada. Suena un palmetazo terrible, a mano abierta, contra la piel del muchacho: me escuece hasta a mí, con el roce de la sal debe ser incluso más doloroso. Se ríen los cinco, también la víctima, y vuelven a lanzar el balón. Un toque, dos toques, tres toques, cuatro toques, cinco toques y seis, vuelta a empezar. Pasarela de manotazos contra la nuca. 

Cada vez van adentrándose más en el mar. Ahora veo que el agua les cubre todo el torso: se lanzan la pelota con las manos. Pero el modus operandi no cambia; continúa el castigo de las tortas en la nuca. No es que no lo encuentre divertido, todo lo contrario; me he quedado como un pasmarote recreando en mi imaginación su amistad. A veces pienso que somos muy críticos con los más jóvenes, en general, muy poco benevolentes con las generaciones que suceden –como si no tuvieran ni puta idea de nada–. Llevan más de una hora sin tocar el teléfono, evidentemente saben disfrutar y pasárselo bien, y no necesitan a nadie que vaya a pegarles una turra de Pepito Grillo sobre lo que hacen bien o mal. El ser siempre acaba descubriendo dónde quedará la felicidad, y no me cabe duda de que estos cinco ahora mismo son felices. Se han empezado a lanzar el balón con la cabeza, el agua les llega casi al cuello: un toque, dos toques, tres toques, cuatro toques, cinco toques y seis. Y persiste el desfile de hostias. No sé qué les deparará la vida, ni de qué son amigos, ni cómo se llaman. Tal vez solo sean amigos de verano y cuando alcance el frío no vuelvan a saber nada los unos de los otros. Tal vez no jueguen a la pelota el verano que viene. O quizás sea este el primer verano en el que se destape su inocencia y se despierte el interés en un amor de verano.

Creo que fue con Los Cinco la primera vez que me gustó un chico –uno de sus personajes, seguramente Julián–, o tal vez fuera con Juanito de Esther y su mundo de Purita Campos. No estoy segura, pero probablemente coincidiera con alguna de esas primeras lecturas de verano. Aunque sí estoy convencida de que la primera vez que soñé con un beso en los labios fuera en verano. En alguno de esos veranos preadolescentes, largos, en los que parecías tener mucha idea de qué iba esto de vivir. Quizás se trate de jugar al balón (con el agua al cuello), lanzarlo al aire, perder y esperar a ese desfile de hostias.

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Los cinco

Tendrán catorce años, se ríen (aunque casi más que se descojonan).

Domingo, doce de la mañana. La luz del sol se refleja y proyecta de color blanco sobre la arena. Hace calor, la brisa aún es imperceptible. Enseguida tendré que volver al agua –aún no se me ha secado el pelo, pero tampoco me refrescan las pocas gotas que caen–. El mar no tiene forma, es una plancha, pero se empiezan a percibir los indicios del viento de s’embat –es cuestión de pocas horas que su intensidad aceche la orilla–. Estoy sentada en la primera línea, justo después del espacio entre el mar y los castillos de arena, ese estrecho carril por el que pasean los transeúntes de lado a lado de la playa. Playa que me ha visto crecer, que me conozco de memoria –o casi me conoce mejor ella a mí–, playa que siempre me ha visto volver con todo tipo de ilusiones y desventuras, con sentimientos encontrados, con alivios, con seguridades, con miedos grandes y pequeños.

Estoy un poco distraída y no consigo concentrarme en la lectura. Por eso me pongo auriculares. Miro: me obsesiona mirar, observar, imaginar. Hay niños jugando en la arena; a hombros de sus padres; y flotando con sus manguitos de estreno. De repente, el sonido estruendoso de un balón contra la ola me saca de mis pensamientos –algo tontos y cursis (aunque Cela dice que las cursis son muy agradecidas)–. Reparo en la pelota: a su alrededor cinco adolescentes bronceados, muy bronceados. Con suerte, seguramente estén disfrutando al completo de todos y cada uno de los días de verano. Tendrán catorce años, se ríen (aunque casi más que se descojonan). Me imagino su verano mientras veo cómo juegan al balón. Son cinco, como en las novelas de Enid Blyton –qué bonito número para el verano: cinco–. ¿Cuántas veces habré trasnochado para leer escondida bajo la sábana con mi primer ebook? Esos fueron los mejores veranos, ahora son solo recuerdos. ¿Será por ello que los recuerdo como si fueran mejores? No tenía la obligación de madrugar, marcaba el mismo bronceado que tienen estos cinco.

Han empezado a lanzarse la pelota con los pies. El agua aún no les llega ni a la rodilla: un toque, dos toques, tres toques, cuatro toques, cinco toques y seis. La pelota queda suspendida en el aire, esperan inmóviles. El primero al que le roce el balón al caer pierde. Este susodicho agacha la cabeza; su nuca desprotegida, desnuda, frágil queda al alcance de los demás, sin resistencia, y uno a uno le colman una hostia bien dada. Suena un palmetazo terrible, a mano abierta, contra la piel del muchacho: me escuece hasta a mí, con el roce de la sal debe ser incluso más doloroso. Se ríen los cinco, también la víctima, y vuelven a lanzar el balón. Un toque, dos toques, tres toques, cuatro toques, cinco toques y seis, vuelta a empezar. Pasarela de manotazos contra la nuca. 

Cada vez van adentrándose más en el mar. Ahora veo que el agua les cubre todo el torso: se lanzan la pelota con las manos. Pero el modus operandi no cambia; continúa el castigo de las tortas en la nuca. No es que no lo encuentre divertido, todo lo contrario; me he quedado como un pasmarote recreando en mi imaginación su amistad. A veces pienso que somos muy críticos con los más jóvenes, en general, muy poco benevolentes con las generaciones que suceden –como si no tuvieran ni puta idea de nada–. Llevan más de una hora sin tocar el teléfono, evidentemente saben disfrutar y pasárselo bien, y no necesitan a nadie que vaya a pegarles una turra de Pepito Grillo sobre lo que hacen bien o mal. El ser siempre acaba descubriendo dónde quedará la felicidad, y no me cabe duda de que estos cinco ahora mismo son felices. Se han empezado a lanzar el balón con la cabeza, el agua les llega casi al cuello: un toque, dos toques, tres toques, cuatro toques, cinco toques y seis. Y persiste el desfile de hostias. No sé qué les deparará la vida, ni de qué son amigos, ni cómo se llaman. Tal vez solo sean amigos de verano y cuando alcance el frío no vuelvan a saber nada los unos de los otros. Tal vez no jueguen a la pelota el verano que viene. O quizás sea este el primer verano en el que se destape su inocencia y se despierte el interés en un amor de verano.

Creo que fue con Los Cinco la primera vez que me gustó un chico –uno de sus personajes, seguramente Julián–, o tal vez fuera con Juanito de Esther y su mundo de Purita Campos. No estoy segura, pero probablemente coincidiera con alguna de esas primeras lecturas de verano. Aunque sí estoy convencida de que la primera vez que soñé con un beso en los labios fuera en verano. En alguno de esos veranos preadolescentes, largos, en los que parecías tener mucha idea de qué iba esto de vivir. Quizás se trate de jugar al balón (con el agua al cuello), lanzarlo al aire, perder y esperar a ese desfile de hostias.

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