Muerte a la nostalgia

En unas conversaciones rechazo la nostalgia, y en otras abogo por ella como el único camino a la cordura. La aborrezco, y, sin embargo, me guío por ella. Acabo volviendo una y otra vez a ese viejo y conocido sentimiento. Es muy cómodo, y como tal, te atrapa y es difícil salir de su abrazo cálido a la par que frío. Casi igual de difícil como no pedir un cigarro después de unas cuantas cervezas (lo estoy dejando). En la nostalgia uno se siente como en casa. Pasan una procesión de recuerdos de noches que acabaron amaneciendo, y días que ni siquiera eras consciente de que anochecían. Noches y días como viejos conocidos. 

A veces, la nostalgia me hace escuchar discos enteros y pensar en antiguas relaciones que pasaron de confesiones de esquinas recónditas de la infancia a saludos tímidos en fiestas de gente común. De hecho, se perfecciona el ritual de la nostalgia con esas canciones del pasado, que ya ni bailas ni suenan en la radio. Otras veces, reviso ciertas películas solo por el simple hecho de recordar unas lágrimas en un momento concreto que eran nuevas y ahora vuelven recordando aquellas que han pasado a ser viejas. Incluso algunas veces me desvió de los caminos que tenía pensado seguir, solo por pasar por aquel bar donde reuní la valentía por primera vez de pedir un Martini, como tantas veces había visto en las películas, para que se desmoronara mi coraza de adulta fingida al preguntarme el camarero si lo prefería rojo o blanco. Una está dando un paseo por su ciudad de siempre, pasando por los rincones de siempre, y es inevitable que estos evoquen momentos que ya no serán. 

¿Hay forma de relacionarse con las cosas sin la perspectiva del tiempo? Escribía Zambra en Formas de volver a casa que al convertirnos en adultos ya no importan, por ejemplo, las películas ni las novelas que vimos o leímos, si no dónde estábamos, qué hacíamos, o quiénes éramos entonces. Repaso en mi cabeza y, efectivamente, me encuentro a mí misma en las conversaciones con el otro ya no hablando de la obra, si no de aquel chico mayor del instituto que me recomendó Casablanca vía SMS, la cual vi al segundo para poder seguir mensajeando. Añoramos tanto el pasado, –algo fijo, algo seguro que ya no cambia– que buscamos revivirlo constantemente, y en ese intento de reanimación se nos cuela entre las pestañas un presente fugaz que no hace más que escaparse minuto tras minuto. Desde luego es más cómoda la nostalgia. No hay que perseguirla. La nostalgia es maleable, o más bien convierte los recuerdos en maleables. Se tiñe de traición cuando te hace recordar con cariño y una sonrisa emergente a aquella chica insoportable de tu clase. Retomando la idea de Zambra, son importantes estos contextos nostálgicos porque en esas memorias –signifiquen algo, no signifiquen nada o, aunque estén adulteradas–, en la gente que se fue y en las canciones que sonaron, nos encontramos y reafirmamos a nosotros mismos y nuestra identidad. No somos más que nuestro contexto, nuestro pasado y nuestros recuerdos. Como dice Ángel Insua en su A favor del pasado, “Es por eso que tantos se empeñan en sobrevivir a este sprint a contrarreloj, con hijos y obras; es por eso que el Alzheimer es tan despiadado, porque borra lo que en esencia somos; y es por eso, quizá, también, que de todo lo previo la miel es con diferencia lo más duradero, millones de años, porque el pasado, en efecto, es dulce”. También Álvaro González llega a esta conclusión en El derecho a recordarlo todo: “¿Cómo coño se puede vivir sin recuerdos? Dicen que somos entre un 50% y un 70% agua, ¿y si en realidad ese porcentaje es todo memoria? Memorias líquidas que diría Enric González. Memoria al fin y al cabo.”.

En un post de 2014, Rosario Bléfari habla de la importancia del presente y reivindica lo contemporáneo y lo mundano: “Siempre tengo la sensación de que cada momento que vivimos es histórico, de ahí la importancia de estar en el presente, (…) vivir lo contemporáneo, sin nostalgia, es lo mejor incluso para cuando nos pregunte alguien si tenemos algo que contar”. Lo leo y me es inevitable pensar que debo vivir el presente para poder generar pasado. Pero no se puede huir de la nostalgia. En la infancia se encuentra el verdadero presente porque no hay un pasado palpable, formado ni comparable con nada. Conforme pasan los años nos condenamos a nosotros mismos con nuestras propias vivencias y nuestra propia contemporaneidad. Supongo que la única escapatoria de la sombra alargada de la nostalgia son las cosas nuevas. Poca nostalgia debe ir adherida a comer bichos en Tailandia, siempre y cuando sea por primera vez.  

Lo cierto es, como dice Ziriza en una entrevista para Alquimia Sonora, que la nostalgia solo es nociva si es inmovilizadora. Si te hace anclarte a cosas que fueron y que nunca volverán a ser, y no te permite seguir construyendo un presente de cosas que están siendo. Hay que vivir lo contemporáneo, sí, aunque solo sea para crear más recuerdos, memorias y nostalgia. Hay que cuidar el presente, aunque solo sea para poder mimar un pasado. Es todo lo que tenemos. 

Suena una vieja melodía de fondo, que se cuela entre el aleatorio de Spotify, y que no sorprende. Evoca una adolescencia que soñó con ser otra. Desde la nostalgia escucho, paro lo que estaba haciendo, recuerdo aquella época, y la acepto como mía. ¿Cómo no iba a aceptarla? Al fin y al cabo, sin ella no sería yo. Es todo lo que tenemos. 

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