Fui a ver La Quimera de Alice Rohrwacher un martes por la tarde, después de salir de trabajar. Salí del cine con una sensación que hacía mucho tiempo que no tenía. La sensación de haber visto un poema en forma de película. Me encuentro siempre de alguna forma hablando de la lírica en las cosas, pero es que la vida se presta a ello, y sobre todo cuando llevas la vida al arte. O en este caso, también la muerte.
Según la definición de la RAE una quimera es aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo. Según la definición dada en la sinopsis de la película es algo que deseamos hacer, tener, pero que nunca encontramos. En la mitología clásica es un monstruo que vomitaba llamas y tenía cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón. En Arezzo, antigua ciudad etrusca de la Toscana, se encontró una escultura en bronce de este animal mitológico, datado en el siglo V a.C.
Para los ladrones de tumbas la quimera es huir de una vida precaria, hallar el billete de ida a la comodidad y la riqueza. Arthur convive entre el mundo de los vivos y los muertos. Su quimera es un antiguo amor que perdió, y que trata de buscar entre la tierra y los restos, esperando encontrar un portal a ese lugar en el que con tanto fervor y pasión creían los etruscos, el Más Allá.
La película no es solo bella a nivel literario, sino que también lo es a nivel visual. Poco sé yo de planos o etalonaje, pero sé de sensaciones y emociones, sobre todo de las mías propias y del vuelco interno que me hizo dar los paisajes que veía, e incluso los objetos. En pantalla iban sucediéndose vasijas, juguetes, vasos, esculturas, sonajeros y todo tipo de ajuar funerario etrusco, lo exquisito y lo cotidiano. Todo era bello y precioso. Los etruscos consideraban que después de esta vida existía otra parecida, con la diferencia de que era eterna, por lo que en su viaje decidían ser enterrados con todo aquello que habían querido y todo aquello que les había sido necesario.
En la necrópolis de la Banditaccia, en Cerveteri, encontramos La Tumba de los Relieves (IV a.C), la cual alberga trece nichos funerarios pertenecientes a una misma familia. Los relieves pintados en las paredes reproducen objetos comunes de la vida diaria: hondas, tenazas, cayados, pinzas, hachas, cascos y hasta cuerdas. Pequeños relatos de una rutina que ya no sucede. Cada detalle está dispuesto con tal realismo que parece que los objetos están suspendidos en la pared, recreando así una escena que a pesar de doméstica y cotidiana, con el peso de todos los siglos se convierte en extraordinaria.
Son estos objetos cotidianos los que pasan a convertirse en reliquias y tesoros, en mapas del pasado que alumbran en la búsqueda de cómo eran aquellas vidas pasadas, y sobre todo en objetos de recuerdo cargados de memoria. Alguien pensó en enterrar a su ser querido con ese jarrón con el cual siempre le vio verter el agua. Alguien pensó, en un gesto de cariño, que aquel juguete que tanta risa le había brindado sería un bonito acompañante en el Más Allá. Aquel sonajero cuyo sonido siempre le había calmado calmaría también su miedo al adentrarse en lo desconocido. Una tumba es un gesto de amor a aquellos que se van, una señal de respeto y un lugar de memoria, tanto para llorar como para recordar a los que parten, y de alguna forma ser conscientes de que eso que está delante de tus ojos es lo único cierto y lo único certero. Por eso es inevitable escapar de ese abrazo que se nota en el estómago, el corazón y en las entrañas al ver en la película la profanación de las tumbas. Es algo que va más allá de la importancia histórica.
No me considero una persona especialmente espiritual. No creo en Dios ni en los horóscopos, pero siento un profundo respeto por la muerte y por los que ya no están. Quizá sea por que España es un país profundamente católico. Siento que es necesario el respeto frente a la muerte de la misma forma que lo debería ser frente a la vida. Es necesario respetar los gestos de cariño y las ganas de cuidar a los seres queridos, tanto en la vida como en la muerte. Tratar con delicadeza las cosas que han sido amadas por otros.
No choca esto con las investigaciones arqueológicas, que son necesarias precisamente para seguir recordando y dar forma a nuestro pasado. Al preservar la memoria y el legado de los difuntos, honramos nuestra historia y fortalecemos nuestros lazos con el pasado. Aunque no puedo evitar la tristeza al pensar en una escultura de una diosa del siglo IV a.C, en su día venerada con fervor religioso, expuesta ahora en una fría vitrina de cristal de un museo moderno.
Recuerdo el cariño con el que trata Arthur la cabeza mutilada de aquella escultura etrusca. Las caricias sobre su tez inmortal en un momento de catarsis, y aquella frase suspirada a una oreja de piedra: “No estás hecha para los ojos de los hombres”. Desde el principio se muestra el cuidado con el que conservaba y guardaba sus reliquias etruscas. Quizá les otorgaba un significado nuevo, ligado a su propia historia, pero también comprendía el que ya tenían de por sí. Él lo entendía mejor que nadie.