Pasen y lloren

No me fío de la gente que presume de no llorar —véase Cameron Díaz en The Holiday—; si eso no sale, saldrá por otro lado.

Lo primero que hacemos al nacer es llorar. Un alarido lleno de vida que nos confirma que hemos llegado, que estamos aquí. Llorar es el mayor indicativo de que todo está bien, la confirmación más bonita y estridente que pueda existir. Sin embargo, lo que un día dio tranquilidad, a medida que nos hacemos mayores, se convierte en algo reservado, íntimo y casi clandestino. 

Así como compartimos la risa, las lágrimas se esconden, se apagan, se tragan. La gente en general llora poco y cuando lo hace, ni siquiera es en público. Probablemente no recuerdes la última vez que viste a alguien llorar, yo tampoco. No es raro, las lágrimas son pequeños actos revolucionarios entre tanta persona vitamina, Mr.Wonderful, el espejismo que son las redes sociales y la risoterapia. Llorar, en esencia, es una rebelión íntima que rompe la falsa creencia de que todo está bien —siempre y cuando no se llore por una cebolla, de felicidad o cualquier otro motivo que se aleje de la pena—. Al igual que ocurre con el amor, hay tantos tipos de lágrimas como motivos por los que llorar. Lo comprobó la fotógrafa Rose-Lynn Fisher en el proyecto “Topography of Tears”, donde utilizó un microscopio para confirmar que el aspecto y composición de las lágrimas varía en función de su causa. 

Siempre he visto el llorar como algo aparatoso. Cuando se hace en público, una lágrima equivale a una bomba: alrededor se abre un hueco, se atiende a los damnificados con apoyo y se les proporcionan ayudas en forma de kleenex. Hecho en soledad, una lágrima es un mero drenaje, un conducto en el que se liberan tensiones, se canalizan los nervios y se da rienda suelta a las emociones. Juraría que así también lo cree Manuel Vicent, quien deja mudo a José Luis Sastre en esta delicia de entrevista. 

Lo de las lágrimas y el género masculino es un melón demasiado grande para ser abierto aquí; diremos que, en general, ellos lo tienen crudo. Deshacer el entramado de la masculinidad frágil a base de lágrimas no parece fácil. Por eso lo de Vicent me resulta tan admirable, ni siquiera yo, con un doctorado en el llanto, tengo esa facilidad para hablar abiertamente sobre mis quehaceres lacrimógenos. Los chicos no lloran, tienen que pelear decía Miguel Bosé, y así lleva siendo por los siglos de los siglos. Cuenta la leyenda que la sultana Aixa, madre del último rey islámico de Granada, Boabdil el Chico, le dijo a su hijo: «Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre» al entregar las llaves de la Alhambra a los Reyes Católicos el 2 de enero de 1492. Toma ya. No sé en qué momento nos hicieron creer que llorar era cosa de chicas y que no estaba bien, pero esto viene de lejos lejísimos. 

Querer llorar y no poder, ya sea por incapacidades propias o sociales, me parece una tragedia digna de la antigua Grecia. Lorca lo expresó de manera desgarradora: «Quiero llorar porque me da la gana // como lloran los niños del último banco, // porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, // pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado». En más de una ocasión he sido alabada por mi acuosa facilidad para llorar, ¿será un superpoder que he subestimado? ¿Cómo debe ser vivir en permanente estreñimiento de lágrimas? 

No me fío de la gente que presume de no llorar —véase Cameron Díaz en The Holiday—; si eso no sale, saldrá por otro lado. Las lágrimas que no se lloran acaban brotando. En el mundo del «bien» como respuesta tipo al «qué tal», hay quien practica la economía de la lágrima: una táctica que consiste en aprovechar la emoción de una película, una canción o un buen libro para llorar por otras cosas y así evitar que las lágrimas le pillen por sorpresa un lunes por la mañana en la salita del café. Gente práctica pero también algo cobarde, si me preguntas.  

A pesar de ser la base estructural de algunas emociones humanas, la acción de llorar ha sido altamente marginada a lo largo de la historia —llorica nunca fue dicho positivamente—. Basta con revisar la cantidad de canciones que invitan a reprimirnos: Canta y no llores, Stop Crying Your Heart Out, No Hay que Llorar que La Vida es un Carnaval, Big Girls Don’t Cry y demás, como si las lágrimas no colaborasen en la creación de las mejores obras o no ayudaran a clarificar cualquier asunto. Como agua que son, diluyen los problemas. Afortunadamente, lo de invalidar emociones ya no se estila y podemos encontrar playlists dedicadas específicamente a esta tarea, así que adelante. 

Ciertamente, no quisiera hacer apología de la lágrima perenne, que luego ésta hace mella y tampoco es bueno, pero una buena lloradita de vez en cuando para descargar es justa y necesaria. Veo habitualmente a niños pequeños expresándose en cualquier lado sin importar dónde ni con quién. No sé si serán cosas del gentle parenting, pero los envidio, creo que deberíamos acuñar el término gentle adulting y que éste consista en dejarnos llorar un rato con pataleta incluida, nos vendría muy bien. 

Desde 2014 hay un mapa en tumblr en construcción permanente con los mejores sitios para llorar en Nueva York —quiero imaginar que inspirado por la gran llorona neoyorquina que fue Rachel Green—. La artista Patricia Bolaños ilustró también el suyo, no lo he puesto en práctica pero me encantaría. Ojalá el turismo de lágrimas, como el de los crímenes, se hiciera viral un rato. 

Personalmente, siempre que no pueda llorar a gusto en casa, prefiero los no-lugares —espacios de paso en los que no hay apenas vinculación con el resto de la gente, ya sean aeropuertos, paradas de bus, salas de espera o supermercados, si es posible, algo vacíos—, en los que no es necesario que nadie acuda al rescate, a veces lo que necesitamos es achicar agua sin que nadie nos ofrezca un cubo. 

Aún así, hacer pública una lágrima es compartirla con el entorno, un acto que nos conecta a quienes nos rodean y refuerza nuestra humanidad —llorarle a alguien es subir un escalón en la relación que nunca más podrá bajarse—. Un opuesto inventado a los no-lugares podrían ser las redes sociales. Es curioso ver como los mortales no nos sentimos cómodos aireando nuestras penas y sin embargo famosos del calibre de Bella Hadid, Kendall Jenner o Justin Bieber son afines a estas prácticas. Mostrarse vulnerable, para ellos que son inalcanzables, los hace humanos. Podría ser una táctica. Sí, pero funciona. Sea como sea, las lágrimas ajenas nos acercan a quien las derrama, son la prueba más fehaciente de que existimos, de que amamos y que sentimos —al final, no dista mucho de nuestro primer llanto pero con emociones más complejas. Pablo D’Ors en su Biografía de la Luz dice: «Llorar es dar cuerpo físico a una tristeza, permitiendo que el alma drene», las lágrimas, por ligeras que parezcan, acumulan el peso de la emocionalidad —por eso caen, se derraman, se escurren— y, compartirlas es aligerar su peso.

Así que por favor, la próxima vez que sientas ganas de llorar, llora. Ya sea en solitario o en compañía, no te guardes nada; pocas cosas sientan tan bien como una limpieza profunda. No tengas miedo, nuestro cuerpo tan sólo puede llorar doce minutos seguidos, después vendrán el alivio y el sueño. Para mí, las lágrimas siempre han tenido y tendrán vocación curativa. También lo creía Isak Dinesen en Memorias de África: «La cura para todo siempre es el agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar»

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No me fío de la gente que presume de no llorar —véase Cameron Díaz en The Holiday—; si eso no sale, saldrá por otro lado.

Lo primero que hacemos al nacer es llorar. Un alarido lleno de vida que nos confirma que hemos llegado, que estamos aquí. Llorar es el mayor indicativo de que todo está bien, la confirmación más bonita y estridente que pueda existir. Sin embargo, lo que un día dio tranquilidad, a medida que nos hacemos mayores, se convierte en algo reservado, íntimo y casi clandestino. 

Así como compartimos la risa, las lágrimas se esconden, se apagan, se tragan. La gente en general llora poco y cuando lo hace, ni siquiera es en público. Probablemente no recuerdes la última vez que viste a alguien llorar, yo tampoco. No es raro, las lágrimas son pequeños actos revolucionarios entre tanta persona vitamina, Mr.Wonderful, el espejismo que son las redes sociales y la risoterapia. Llorar, en esencia, es una rebelión íntima que rompe la falsa creencia de que todo está bien —siempre y cuando no se llore por una cebolla, de felicidad o cualquier otro motivo que se aleje de la pena—. Al igual que ocurre con el amor, hay tantos tipos de lágrimas como motivos por los que llorar. Lo comprobó la fotógrafa Rose-Lynn Fisher en el proyecto “Topography of Tears”, donde utilizó un microscopio para confirmar que el aspecto y composición de las lágrimas varía en función de su causa. 

Siempre he visto el llorar como algo aparatoso. Cuando se hace en público, una lágrima equivale a una bomba: alrededor se abre un hueco, se atiende a los damnificados con apoyo y se les proporcionan ayudas en forma de kleenex. Hecho en soledad, una lágrima es un mero drenaje, un conducto en el que se liberan tensiones, se canalizan los nervios y se da rienda suelta a las emociones. Juraría que así también lo cree Manuel Vicent, quien deja mudo a José Luis Sastre en esta delicia de entrevista. 

Lo de las lágrimas y el género masculino es un melón demasiado grande para ser abierto aquí; diremos que, en general, ellos lo tienen crudo. Deshacer el entramado de la masculinidad frágil a base de lágrimas no parece fácil. Por eso lo de Vicent me resulta tan admirable, ni siquiera yo, con un doctorado en el llanto, tengo esa facilidad para hablar abiertamente sobre mis quehaceres lacrimógenos. Los chicos no lloran, tienen que pelear decía Miguel Bosé, y así lleva siendo por los siglos de los siglos. Cuenta la leyenda que la sultana Aixa, madre del último rey islámico de Granada, Boabdil el Chico, le dijo a su hijo: «Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre» al entregar las llaves de la Alhambra a los Reyes Católicos el 2 de enero de 1492. Toma ya. No sé en qué momento nos hicieron creer que llorar era cosa de chicas y que no estaba bien, pero esto viene de lejos lejísimos. 

Querer llorar y no poder, ya sea por incapacidades propias o sociales, me parece una tragedia digna de la antigua Grecia. Lorca lo expresó de manera desgarradora: «Quiero llorar porque me da la gana // como lloran los niños del último banco, // porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, // pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado». En más de una ocasión he sido alabada por mi acuosa facilidad para llorar, ¿será un superpoder que he subestimado? ¿Cómo debe ser vivir en permanente estreñimiento de lágrimas? 

No me fío de la gente que presume de no llorar —véase Cameron Díaz en The Holiday—; si eso no sale, saldrá por otro lado. Las lágrimas que no se lloran acaban brotando. En el mundo del «bien» como respuesta tipo al «qué tal», hay quien practica la economía de la lágrima: una táctica que consiste en aprovechar la emoción de una película, una canción o un buen libro para llorar por otras cosas y así evitar que las lágrimas le pillen por sorpresa un lunes por la mañana en la salita del café. Gente práctica pero también algo cobarde, si me preguntas.  

A pesar de ser la base estructural de algunas emociones humanas, la acción de llorar ha sido altamente marginada a lo largo de la historia —llorica nunca fue dicho positivamente—. Basta con revisar la cantidad de canciones que invitan a reprimirnos: Canta y no llores, Stop Crying Your Heart Out, No Hay que Llorar que La Vida es un Carnaval, Big Girls Don’t Cry y demás, como si las lágrimas no colaborasen en la creación de las mejores obras o no ayudaran a clarificar cualquier asunto. Como agua que son, diluyen los problemas. Afortunadamente, lo de invalidar emociones ya no se estila y podemos encontrar playlists dedicadas específicamente a esta tarea, así que adelante. 

Ciertamente, no quisiera hacer apología de la lágrima perenne, que luego ésta hace mella y tampoco es bueno, pero una buena lloradita de vez en cuando para descargar es justa y necesaria. Veo habitualmente a niños pequeños expresándose en cualquier lado sin importar dónde ni con quién. No sé si serán cosas del gentle parenting, pero los envidio, creo que deberíamos acuñar el término gentle adulting y que éste consista en dejarnos llorar un rato con pataleta incluida, nos vendría muy bien. 

Desde 2014 hay un mapa en tumblr en construcción permanente con los mejores sitios para llorar en Nueva York —quiero imaginar que inspirado por la gran llorona neoyorquina que fue Rachel Green—. La artista Patricia Bolaños ilustró también el suyo, no lo he puesto en práctica pero me encantaría. Ojalá el turismo de lágrimas, como el de los crímenes, se hiciera viral un rato. 

Personalmente, siempre que no pueda llorar a gusto en casa, prefiero los no-lugares —espacios de paso en los que no hay apenas vinculación con el resto de la gente, ya sean aeropuertos, paradas de bus, salas de espera o supermercados, si es posible, algo vacíos—, en los que no es necesario que nadie acuda al rescate, a veces lo que necesitamos es achicar agua sin que nadie nos ofrezca un cubo. 

Aún así, hacer pública una lágrima es compartirla con el entorno, un acto que nos conecta a quienes nos rodean y refuerza nuestra humanidad —llorarle a alguien es subir un escalón en la relación que nunca más podrá bajarse—. Un opuesto inventado a los no-lugares podrían ser las redes sociales. Es curioso ver como los mortales no nos sentimos cómodos aireando nuestras penas y sin embargo famosos del calibre de Bella Hadid, Kendall Jenner o Justin Bieber son afines a estas prácticas. Mostrarse vulnerable, para ellos que son inalcanzables, los hace humanos. Podría ser una táctica. Sí, pero funciona. Sea como sea, las lágrimas ajenas nos acercan a quien las derrama, son la prueba más fehaciente de que existimos, de que amamos y que sentimos —al final, no dista mucho de nuestro primer llanto pero con emociones más complejas. Pablo D’Ors en su Biografía de la Luz dice: «Llorar es dar cuerpo físico a una tristeza, permitiendo que el alma drene», las lágrimas, por ligeras que parezcan, acumulan el peso de la emocionalidad —por eso caen, se derraman, se escurren— y, compartirlas es aligerar su peso.

Así que por favor, la próxima vez que sientas ganas de llorar, llora. Ya sea en solitario o en compañía, no te guardes nada; pocas cosas sientan tan bien como una limpieza profunda. No tengas miedo, nuestro cuerpo tan sólo puede llorar doce minutos seguidos, después vendrán el alivio y el sueño. Para mí, las lágrimas siempre han tenido y tendrán vocación curativa. También lo creía Isak Dinesen en Memorias de África: «La cura para todo siempre es el agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar»

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