Robad, robad, benditos

Del robo al poderoso considerado como una de las bellas artes.

Existe una belleza que se esconde en la sombra, bajo los escalones de la ley y lo socialmente aceptado. Una belleza que pica en los dedos cuando te guardas un trozo de queso en el bolsillo interior del abrigo en el pasillo de lácteos del Mercadona. La notas ahí, palpitándote al lado del corazón, cuando te diriges a la caja. Una pulsión que florece cuando la cajera te pregunta “¿Algo más?”, y tú niegas, preparado para que el cielo caiga sobre ti. Entonces llega el éxtasis cuando atraviesas las alarmas en silencio, y la calle te recibe con su aplauso de luz. Victoria, otra vez, victoria. Por un segundo flotas por encima del adoquinado y la selva de la ciudad. Te crees un dios inmune a las ofertas del 3x2, del club tarjeta DÍA. Por un segundo, eres un dios. 

Tenía razón aquel que dijo que los mayores placeres en la vida son gratis. Pero hoy no vengo a hablarte del poliamor, ni de las puestas de sol, ni de la música callejera. Hoy vengo a hablar de las delicias del robar. En una sociedad enferma por el consumismo y la vorágine capitalista, robar se vuelve un acto precioso -y necesario- como lo era bailar desnudo en el bosque en torno a la cálida hoguera en pleno medievo teocéntrico en Europa. Y porque también es divertido saltarse las normas, y hacerse un poco el listo, para que lo vamos a negar. 

Decía Ortega que en la vida hay que inventarse una existencia, y yo me la invento en el supermercado. Y aquí y ahora, comienza mi alegato de drogadicto para que tú, después, también lo pruebes. Porque a robar se empieza por el propio término, al encallado en el diccionario entre hurtaguas y husada, al hurto sin violencia ni fuerza en las cosas parlando en términos jurídicos. Hurtar es lo que se hace a los turistas en la plaza mayor. Si se hace a punta de navaja, hablamos de robar en términos estrictos. Sólo hay belleza en las manos hábiles licenciadas en la universidad de la calle con permiso para entrar calladamente en un bolsillo para salir volando con la cartera de un yanki. Ante todo, por favor, mucho guante blanco. 

Si la vida te ha atrapado en su grisáceo abrazo, si añoras el tiempo recobrado propio del cálido verano, si repites un día en otro sin entender qué, anímate a llenar de emoción tu quehacer cotidiano. Pues si algo nos regala a todos el acto robatorio es la emoción gratuita. La mayoría de los yonkis del robar no lo hacemos por la recompensa económica, por ahorrarnos unos pavos -eso es lo que le decimos a los no iniciados-; lo hacemos por el chute de adrenalina que el señor Roig y sus compadres nos ofrecen en sus iluminados pasillos, amenizados con música de ascensor. Un parque de atracciones para canallas. Wild, wild, Carrefour. 

En eso los cleptófilos nos asemejamos a los ludópatas, salvo que en esta actividad no dependemos de la suerte. Aquí, en el tú a tú con el establecimiento castigado, sólo cabe la maña y la pose, saber actuar sonriendo y despidiéndote alegremente del aburrido guardia de seguridad con un “hasta mañana” encantador. Y si te pillan, corre o tendrás una aventura más para contar. 

Para echar de comer a parte es que en nuestra época exista un trastorno de la personalidad asociado al acto del robo compulsivo, mientras carecemos de un término equivalente patológico al ansia exacerbada de acumular capital sin límite. La avaricia sigue siendo un pecado capital, pero a quién le importan ya los pecados. 

Cuando se roba, acudir al supermercado se convierte en un juego tonto en el que somos Robin Hood, un simpático hombre en verdes calzas que lucha contra Juan sin tierra, despótico usurpador. También puedes creerte un ninja buscando los ángulos muertos de las cámaras de vigilancia. Así empecé yo. Pero después de un tiempo te das cuenta que casi nadie está prestando atención. Me he guardado láminas enteras de salmón en la mochila mientras subía las escaleras mecánicas y nadie se inmutó. Si te fijas, la mayoría de las veces, nadie atiende realmente a las cámaras, pues quién por unos cochinos mil y poco euros va a dejarse los ojos en la diminuta pantallita. Se aprende mucho robando, también podemos verlo como experimento sociológico. Las posibilidades son tan amplias como su imaginación. 

Esta es exactamente mi cara mientras voy a la caja con la mochila llena de delicias

Si ya nadie se sorprende por nada. Si las constantes noticias sobre corrupción nos hicieron impermeables al saqueo. Por qué no, por qué no dar un salto hacia el lado más salvaje de la vida. Si cada uno trampea donde puede. Si aquél desfalca y éste defrauda. Si la señora se te cuela cuando lleva un cartón de leche. Por qué no probarlo. Por qué no saborear el verdadero placer adulto. 

Como habrás podido percibir, hablo de una modalidad muy concreta de robo: el hecho al grande, al poderoso. Al que tiene mano larga para apretar a productores. A ese que corrompe políticos y juega con los precios para expulsar al pequeño. Porque puestos a vivir, por qué conformarse con hacerlo simplemente cuando puedes llenar de justicia tu cuento. Pues ya sabes que no es lo mismo par o impar ni que después la suerte traiga un as, ni es lo mismo hacérselo a un pequeño establecimiento familiar, que contra una gran corporación que financia al estado genocida de Israel. No es lo mismo. Diré algo más, es burdo y cruel robar en una pequeña tienda de barrio, al chino que se pasa en su local viendo crecer a sus chavales hasta verlos a ellos también, ocupar la caja. A ultramarinos Puri que no tiene un MBA en gestión de negocios. Ni al paki que tiene que aguantar improperios racistas de un grupo de nazis a las 3 de la mañana. Cuando se roba bien, al rico, como todos los ladrones que nos gustan, es ahí cuando el robo se llena de sentido como un globo, se vuelve poesía palpable con las manos, degustable como parmigiano reggiano libre de costo.

A quién no le gustan esas películas de timos y atracos donde un grupo de simpáticos planea dar un palo brillante a otro ladrón que es más ladrón que ellos. Hablo de Robin, de Hoker y Gondorf en El golpe. De Di Caprio emitiendo cheques falsos de la PANAM. De Simon dice llevándose el oro a palas de la Reserva Federal. De Jack Sparrow contagiándose con la maldición del oro de Cortés. Nos encantan las historias de listos al margen de la ley que se buscan las mañas para crearse la justicia por su mano robo mediante. 

Por un rato podemos fingir que somos parte de esa corte de los milagros durante el ratito que dura ir a la compra y empujar el contador hacia abajo, disfrazando nuestra acción de boikot, moviendo unos pocos decimales, muy a la izquierda del cero, pero mirando esperanzados el poder del sumatorio. Pues, si tu l'estires fort per aquí, y yo l'estiro fort per allà, segur que tomba, tomba, tomba que cantaría el Lluís. 

Porque aunque sea una ilusión, como en el cine, y en la vida real estemos malacostumbrados a que ganen los grandes, los poderosos, bien protegidos por esos buenísimos abogados, socios de bufetes de renombre, malacostumbrados a que sean ellos los que nos roben, a que su caradurismo permanezca impune, a pesar de ello es posible una pírrica victoria, un brindis gratuito al sol, gracias a esa botella de vino oculta bajo el abrigo, en el fondo del carro de la compra, un día cualquiera. 

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Costumbres

Robad, robad, benditos

Del robo al poderoso considerado como una de las bellas artes.

Existe una belleza que se esconde en la sombra, bajo los escalones de la ley y lo socialmente aceptado. Una belleza que pica en los dedos cuando te guardas un trozo de queso en el bolsillo interior del abrigo en el pasillo de lácteos del Mercadona. La notas ahí, palpitándote al lado del corazón, cuando te diriges a la caja. Una pulsión que florece cuando la cajera te pregunta “¿Algo más?”, y tú niegas, preparado para que el cielo caiga sobre ti. Entonces llega el éxtasis cuando atraviesas las alarmas en silencio, y la calle te recibe con su aplauso de luz. Victoria, otra vez, victoria. Por un segundo flotas por encima del adoquinado y la selva de la ciudad. Te crees un dios inmune a las ofertas del 3x2, del club tarjeta DÍA. Por un segundo, eres un dios. 

Tenía razón aquel que dijo que los mayores placeres en la vida son gratis. Pero hoy no vengo a hablarte del poliamor, ni de las puestas de sol, ni de la música callejera. Hoy vengo a hablar de las delicias del robar. En una sociedad enferma por el consumismo y la vorágine capitalista, robar se vuelve un acto precioso -y necesario- como lo era bailar desnudo en el bosque en torno a la cálida hoguera en pleno medievo teocéntrico en Europa. Y porque también es divertido saltarse las normas, y hacerse un poco el listo, para que lo vamos a negar. 

Decía Ortega que en la vida hay que inventarse una existencia, y yo me la invento en el supermercado. Y aquí y ahora, comienza mi alegato de drogadicto para que tú, después, también lo pruebes. Porque a robar se empieza por el propio término, al encallado en el diccionario entre hurtaguas y husada, al hurto sin violencia ni fuerza en las cosas parlando en términos jurídicos. Hurtar es lo que se hace a los turistas en la plaza mayor. Si se hace a punta de navaja, hablamos de robar en términos estrictos. Sólo hay belleza en las manos hábiles licenciadas en la universidad de la calle con permiso para entrar calladamente en un bolsillo para salir volando con la cartera de un yanki. Ante todo, por favor, mucho guante blanco. 

Si la vida te ha atrapado en su grisáceo abrazo, si añoras el tiempo recobrado propio del cálido verano, si repites un día en otro sin entender qué, anímate a llenar de emoción tu quehacer cotidiano. Pues si algo nos regala a todos el acto robatorio es la emoción gratuita. La mayoría de los yonkis del robar no lo hacemos por la recompensa económica, por ahorrarnos unos pavos -eso es lo que le decimos a los no iniciados-; lo hacemos por el chute de adrenalina que el señor Roig y sus compadres nos ofrecen en sus iluminados pasillos, amenizados con música de ascensor. Un parque de atracciones para canallas. Wild, wild, Carrefour. 

En eso los cleptófilos nos asemejamos a los ludópatas, salvo que en esta actividad no dependemos de la suerte. Aquí, en el tú a tú con el establecimiento castigado, sólo cabe la maña y la pose, saber actuar sonriendo y despidiéndote alegremente del aburrido guardia de seguridad con un “hasta mañana” encantador. Y si te pillan, corre o tendrás una aventura más para contar. 

Para echar de comer a parte es que en nuestra época exista un trastorno de la personalidad asociado al acto del robo compulsivo, mientras carecemos de un término equivalente patológico al ansia exacerbada de acumular capital sin límite. La avaricia sigue siendo un pecado capital, pero a quién le importan ya los pecados. 

Cuando se roba, acudir al supermercado se convierte en un juego tonto en el que somos Robin Hood, un simpático hombre en verdes calzas que lucha contra Juan sin tierra, despótico usurpador. También puedes creerte un ninja buscando los ángulos muertos de las cámaras de vigilancia. Así empecé yo. Pero después de un tiempo te das cuenta que casi nadie está prestando atención. Me he guardado láminas enteras de salmón en la mochila mientras subía las escaleras mecánicas y nadie se inmutó. Si te fijas, la mayoría de las veces, nadie atiende realmente a las cámaras, pues quién por unos cochinos mil y poco euros va a dejarse los ojos en la diminuta pantallita. Se aprende mucho robando, también podemos verlo como experimento sociológico. Las posibilidades son tan amplias como su imaginación. 

Esta es exactamente mi cara mientras voy a la caja con la mochila llena de delicias

Si ya nadie se sorprende por nada. Si las constantes noticias sobre corrupción nos hicieron impermeables al saqueo. Por qué no, por qué no dar un salto hacia el lado más salvaje de la vida. Si cada uno trampea donde puede. Si aquél desfalca y éste defrauda. Si la señora se te cuela cuando lleva un cartón de leche. Por qué no probarlo. Por qué no saborear el verdadero placer adulto. 

Como habrás podido percibir, hablo de una modalidad muy concreta de robo: el hecho al grande, al poderoso. Al que tiene mano larga para apretar a productores. A ese que corrompe políticos y juega con los precios para expulsar al pequeño. Porque puestos a vivir, por qué conformarse con hacerlo simplemente cuando puedes llenar de justicia tu cuento. Pues ya sabes que no es lo mismo par o impar ni que después la suerte traiga un as, ni es lo mismo hacérselo a un pequeño establecimiento familiar, que contra una gran corporación que financia al estado genocida de Israel. No es lo mismo. Diré algo más, es burdo y cruel robar en una pequeña tienda de barrio, al chino que se pasa en su local viendo crecer a sus chavales hasta verlos a ellos también, ocupar la caja. A ultramarinos Puri que no tiene un MBA en gestión de negocios. Ni al paki que tiene que aguantar improperios racistas de un grupo de nazis a las 3 de la mañana. Cuando se roba bien, al rico, como todos los ladrones que nos gustan, es ahí cuando el robo se llena de sentido como un globo, se vuelve poesía palpable con las manos, degustable como parmigiano reggiano libre de costo.

A quién no le gustan esas películas de timos y atracos donde un grupo de simpáticos planea dar un palo brillante a otro ladrón que es más ladrón que ellos. Hablo de Robin, de Hoker y Gondorf en El golpe. De Di Caprio emitiendo cheques falsos de la PANAM. De Simon dice llevándose el oro a palas de la Reserva Federal. De Jack Sparrow contagiándose con la maldición del oro de Cortés. Nos encantan las historias de listos al margen de la ley que se buscan las mañas para crearse la justicia por su mano robo mediante. 

Por un rato podemos fingir que somos parte de esa corte de los milagros durante el ratito que dura ir a la compra y empujar el contador hacia abajo, disfrazando nuestra acción de boikot, moviendo unos pocos decimales, muy a la izquierda del cero, pero mirando esperanzados el poder del sumatorio. Pues, si tu l'estires fort per aquí, y yo l'estiro fort per allà, segur que tomba, tomba, tomba que cantaría el Lluís. 

Porque aunque sea una ilusión, como en el cine, y en la vida real estemos malacostumbrados a que ganen los grandes, los poderosos, bien protegidos por esos buenísimos abogados, socios de bufetes de renombre, malacostumbrados a que sean ellos los que nos roben, a que su caradurismo permanezca impune, a pesar de ello es posible una pírrica victoria, un brindis gratuito al sol, gracias a esa botella de vino oculta bajo el abrigo, en el fondo del carro de la compra, un día cualquiera. 

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