Estabulafest (Donde las pasiones convergen)

Algunos antropólogos cifran el inicio del homo sapiens en los 100.000 años. Debido a los últimos restos encontrados, otros alejan este inicio 200.000 años más atrás. La mayor parte de este tiempo, el sapiens lo pasó penando mientras recolectaba y cazaba de aquí para allá sin detenerse nunca de manera fija como un peregrino incansable o un veraneante que busca las mejores playas, la mejor paella.

También se dice que la civilización comenzó su andadura hace 10.000 años. ¿Qué motivó este inicio? El asentamiento de grupos organizados de sapiens, producido en algunas partes del planeta, donde comenzó a plantar y a recoger lo sembrado, algo muchísimo más productivo, y en definitiva, nutritivo, que su episodio como nómada, lo que facilitó la aparición de las primeras religiones, sistemas de escritura, ciudades y con ellas las primeras burbujas del alquiler. 

Durante esos años el ser humano fue ganando puntos en la habilidad de utilizar animales para su propio beneficio. A través de generaciones, fue seleccionando las crías más dóciles y más productivas, marcando genéticamente a estas especies para siempre. Estas especies, ahora domesticadas, ya no serían libres de seguir sus propios instintos sino que tendrían una función que realizar, una producción con la que justificar su existencia, unos éxceles que rellenar para poder comer. Así ocurrió con los perros, las gallinas, las vacas, las cabras, los caballos y tantos otros. El sapiens comprendió los gozos que suponían tener encerrada en un redil a una bestia, cebándola con pienso para extraerle leche, o convertirla en filetes si no cumplía cierto nivel de producción. 

El ser humano es capaz de cosas increíbles; aprender a mezclar colores para recrear un atardecer, descubrir el secreto de la armonía, pienso mientras un sinvergüenza intenta venderme un vaso de plástico a tres euros en un festival. Pienso qué maravilloso es este organismo con base de carbono mientras el muy imbécil me dice que mi otro vaso de plástico no sirve, que tengo que pagar el de esta edición del festival. Pienso en todo esto mientras saco mi cartera y pago como otro imbécil. 

Yo no soy antropólogo, realmente no tengo ni idea de estos temas, yo sólo tengo la culpa de que me guste la música. Hay otros, promotores de festival entre ellos, que se creen descendientes directos de estos primeros sapiens que debieron sentirse algo cercano a la deidad cuando encerraron a todos esos animales en una cuadra y por fin, ahí se quedaron. Unos, los que encierran, están arriba en la pirámide trófica, mientras otros, los encerrados, ocupamos el escalafón inferior. Algo así sufrimos hoy a los que nos gusta la música. Debemos sufrir para escucharla en directo, debemos romper el ciclo de las reencarnaciones y convertirnos de nuevo en vaca, en pollo, en un pobre animal estabulado. Esta ha sido mi experiencia en el último festival de música al que he acudido este verano.

No hay que ser una lumbrera, como estos promotores, para saber que la palabra festival proviene de fiesta, una palabra con muchas acepciones, en las que se recogen significados que recuerdan al divertimento, a la ausencia de trabajo y a la celebración -incluso al templo-, mas ninguna de ellas contiene negocio, extorsión y mercadeo, significados inseparables de los festivales musicales contemporáneos. 

Hoy se extiende —como la podredumbre en el cubo de basura— una oscura pasión del ser humano que consiste en encerrar a otros seres humanos en una jaula para imponerle cosas. En otros tiempos, una disciplina de trabajo, la construcción de las pirámides, o la recogida del algodón. Hoy en día, una dieta, unas bebidas y unos precios determinados. El segurata me registra a mí y hurga en el bolso de mi amiga. “No se puede meter comida ni bebida en el festival” me suelta mientras sujeta la manzana que ha encontrado en mi bolsillo. ¿Por qué no? El tipo no es capaz de responderme nada que tenga un mínimo sentido. Sólo balbucea cosas como “política interna”, “son las normas”, “no me hagas perder más el tiempo” ¿Cómo hemos llegado al punto de permitir semejante nivel de gangsterismo? ¿Por qué alguien que ofrece un servicio, como es el de organizar un concierto, se cree en derecho también de decirnos qué debemos beber y qué podemos comer? Y lo más importante ¿Hasta cuándo, Catilina, seguiremos asumiendo estos modelos de consumo como válidos? 

Personalmente he decidido no colaborar más con este modelo de negocio y no asistir a festivales que disfruten encerrando a personas, monopolizando la oferta a la que someten a una masa borracha y drogada y en definitiva, sierva dócil de la ambición de estos carroñeros. También creo que todo esto poco tiene que ver con el amor por el arte, sino con la ambición monetaria. Los grandes grupos musicales son el cebo con el que atraer a una masa que baja la cabeza, colocándose el yugo, aceptando ser encerrada y sajada a destajo. Porque hoy en día, acudir a un festival grande, significa aceptar todas estas extralimitaciones sin decir ni mú. 

Ni mú cuando uno tiene que esperar largas colas para entrar al recinto por falta de personal. Ni pío cuando el precio de cualquier cosa es el doble o el triple que en el exterior. Ni esta boca es mía cuando movido por la emoción pierdes el vaso, que tienes que llevar contigo como si fuera un hijo tonto, y tienes que comprarte otro. Ni tus ni mus cuando te obligan a introducir tu dinero en un cashless del que luego se quedarán un pellizco sólo porque sí. Ni oink, oink cuando te cobran por volver a entrar al recinto. Chitón, sumisos del mundo. Chitón.  

Parece que así, calladitos y más guapos, debemos esperar mientras prohombres que promocionan eventos dominados por la ambición monetaria, como Quirrel por Lord Voldemort, nos vean simplemente a los demás como pececillos mientras ellos se creen osos esperando al final del río. 

Los trucos de tal pesca son viejos y muchos conocidos aunque todavía efectivos; organizar una barra que no genere esperas, que el estímulo del consumo tenga rápidamente respuesta, evitando el tiempo de reflexión al mínimo. También colocar dichos abrevaderos en zonas estratégicas, como son las pocas sombras generadas en los festivales a pleno sol. Reducir los puntos de agua al mínimo (eso cuando los hay), y colocarlos dentro de los baños, manando agua tibia, y que a uno le entren dudas sobre la canalización provocada por el característico olor a cuadra. ¿Agua en la barra? Claro, pero págala. ¿Grifos? Sólo en el baño. También está la de colocar un único punto de hidratación gratuita para todo el festival, y que las largas colas y la desafección hagan el resto. 

La ambición de estos genios del busisness no termina aquí. Muchos de ellos han estudiado en prestigiosas escuelas de negocios y son expertos en el arte de la trampa y el asalto. Por ello, dentro del camping, ha aparecido la opción del glamping. Camping sin preocupaciones. Camping para señoritos. Los miembros del glamping no se mezclan con los del camping normal. Una valla separa ambos mundos como Alemania en los 70. Los del glamping no montan sus tiendas, las tienen ya montadas, ellos solo acuden para disfrutar. Además, para más INRI hay varias opciones de glamping: desde los 200 euros extra hasta los 1.000 por una tienda con camas en el suelo. Los del glamping no tienen que subirse su comida como todos los demás, ellos simplemente esperan una cola para que les pongan un café y un zumo de brick por la mañana. La estupidez del ser humano no tiene límites y el glámping es buena prueba de ello. Además muchas de estas prácticas tienen relación con los modelos de consumo actuales, que consisten en ser servido, no preocuparse por nada y sólo pensar en disfrutar como ya hablamos en la vida en la terraza. Por lo tanto, el festival se convierte también en una experiencia que tiene clases. Entre los del glamping y los del camping. Entre los que estamos manchados de barro y los que duermen en cama y portan outstanding outfits desde sus casas de ladrillo. Por suerte, el légamo de la entrada del baño resbala para todos igual. 

Uno puede observar como esta oscura ambición, y este anhelo auschwitziano se extiende por muchos modelos de negocios distintos que comparten el placer de estabular humanos para controlar deliberadamente la oferta a la que son expuestos. Lo veo en el ferry al que me dirijo a Civitaveccia, mientras repiten por el megáfono que ya podemos disfrutar de crepes con nutella en el restaurante de la quinta planta. Lo veo en el tren, en los parques de atracciones, en las salas de conciertos. Lo veo en el cine, cuando te cobran 15 euros por unas palomitas y una cocacola. En la salida que atraviesa la tienda de regalos del museo. La cultura, que servía para liberar conciencias, hoy sirve en muchos sitios para atraer ganado a estos rediles de negocio donde nos ceban con cosas carísimas. 

Estos malos pastores andan cegados por algo muy capitalista que es el deseo de mercantilizarlo todo. Pero además, evitan el riesgo y la audacia, buscando la ganancia segura que garantiza el monopolio. Por suerte, aún quedan paladines que luchan de nuestro lado, como ocurre con Nando Cruz, un periodista musical que no para de denunciar todos estos abusos a los que nos someten los festivales. También existen colectivos como Facua que persiguen y denuncian festivales que llevan a cabo estas prácticas vulnerando derechos del consumidor. 

Quizá en un futuro próximo, si triunfa la cordura y las asociaciones de consumidores,  extirpando de estos circuitos el quiste de la ambición desmesurada, podamos volver a disfrutar de encuentros donde el principal objetivo sea y vuelva a ser uno de los cúlmenes del homo sapiens: el placer de escuchar música en directo. 

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