Vamos al burguer

Asistimos boquiabiertos a la colonización gastronómica de nuestras ciudades. En tu calle y en la mía, sorpresa, han abierto otra hamburguesería. Tiene explicación.

Un amigo me contó una vez esa historia, cuando trabajaba en un matadero que preparaba la carne para una famosa cadena de mcrestaurantes. Me decía que, a las vacas, las trituran así, enteras, con cuernos y todo. Entran, una tras otra, en la inmensa picadora, y tras la argamasa de hierros chirriantes, al otro extremo, en la misma cinta transportadora, de lo que había sido un organismo diverso, con sus ojos, sus órganos, sus pezuñas, sólo queda una misma masa de carne. La mayoría de las veces mezclaban carne de distintas vacas. Así se hacían las hamburguesas. O eso fue lo que me contó. 

La historia de la hamburguesa es sencilla como ella misma. Su nombre deriva del importante puerto teutón de Hamburgo, donde se dice que era tradición un emparedado de carne, adornado con pepinillos encurtidos denominado Rundstück warm. A principios del siglo XIX unos marineros llevaron la elaborada receta a EEUU y allí floreció y se convirtió en un éxito. También circula por allí la leyenda del joven vendedor que para que sus clientes no se manchasen las manos durante una feria tuvo la brillante idea de colocar la carne entre los panes, algo que fue un éxito e imitado por los entrepeneurs del momento.

Un debate legendario (I)

Un debate legendario (II)

Una hamburguesa es algo sencillo. Pan, lechuga, tomate, cebolla, carne, quizá un poco de queso, quizá un poco más de carne. Las opciones son infinitas como infinitos son los alimentos. Además, las hamburguesas son fáciles de preparar. Uno no necesita ser un gran chef para hacerse unas buenas burguers en su casa. Sólo necesita una sartén, género de calidad, y alguna particularidad como smashear la burguer o invadirla en queso derretido, y voilá, habemus mcmenú. 

Pero hay algo más. Algo que se extiende con destellos de luces coloridas y extraño júbilo por los bajos de nuestras ciudades. Una sombra que compra locales y los transforma, dejándolos con paredes lisas, brillantes y decorados a base de led con oraciones simples sacadas del catálogo antidepresivo de Mr. Wonderful. Locales preparados para recibir a una turba de carnívoros ansiosos por probar la última hamburguesa. 

Es fácil ser un hongo. Sólo necesitas un poco de humedad, una temperatura aceptable, unas pocas esporas y ancha es Castilla. Inspirados en la capacidad reproductiva de estos seres crecen locales por todos los barrios, apenas distinguibles entre sí, pues todos comparten la misma idea, vender hamburguesas, petarlo vendiendo hamburguesas. ¿Hasta dónde pueden alimentar una sociedad que parece disfrutar de este síndrome de Estocolmo gastronómico? En cada calle, míralas crecer, una, dos, tres hamburgueserías. ¿Por qué le hacemos esto a nuestras ciudades? Con lo buena que está una croqueta, una tortilla de patatas. ¿Por qué permitimos que este epítome de la hegemonía yanki campe a sus anchas por nuestras ciudades? Un ciudadano se debe a su polis. Debe cuidarla y defenderla en momentos de peligro. Quizá peco de alarmista, pero a mí, más que la inmigración, me preocupa la homogeneización hacia la que avanzan nuestras polis. Parece que una mano caprichosa va borrando de aquí y allí los lugares característicos que gozan de identidad, cultural, regional, local. La misma mano que planta las semillas de los mismos tipos de restaurante: hamburgueserías, pizzerías, kebaps, empanadillas argentinas y otros clones de fast food ¿Pero quién es responsable? ¿Ellos, los promotores que acuden como peces a las migas, al lugar donde saben que tendrán éxito? Ofreciendo aquello que se desea, así, impersonalmente. ¿O es, quizás, también nuestra? Por ir a comer a esos sitios, un día sí y otro también. Paradojas de qué fue primero si el hambre o las ganas de comer.

Otro español acosado por la inauguración de una nueva hamburguesería

No encuentro un nivel de alarma social parecido, entre los muchos españoles gravemente preocupados por la inmigración, sobre la continuidad de nuestras tradiciones y modo de vida con la desculturalización de nuestras calles, cada día más parecidas a Minnesota, Wisconsin o París. Parece que, como ocurre tantas veces, el riesgo sólo lo representan los pobres, cuya mera existencia y anhelo de supervivencia pone en peligro todos los valores del status quo. Son los mismos que asisten, silenciosos y cómplices, a la descomposición de nuestra cultura desde dentro. La voracidad del sistema no conoce límites y es posible ver incluso a David Muñoz —alguien que en teoría representa la creatividad y el ingenio— anunciado Burger King, contribuyendo al descalabro.  En Madrid ya no se abren apenas locales que preparen caracoles, callos o que presuman de cocido los domingos. No. Se continúa con ese proceso del éxito asegurado que parecen compartir todas las modas gastronómicas. 

Las hamburguesas están buenas. Quién puede negarlo. ¿A qué niño no le gustan? Puede que aquí esté parte de la clave de esta infestación servida entre panes. De mis clases de economía en el colegio recuerdo que un modo de justificar la ganancia obtenida por el emprendedor era el riesgo al que se sometía. Algo que a todas luces parece tener cabida en el sentido común. La principal virtud de un emprendedor es ser alguien que tiene una idea, arriesga y que de alguna manera considera que la sociedad mejora gracias a su actividad. Por ello, y por la promesa de una recompensa futura que justifique sus esfuerzos, da un salto al vacío, asumiendo deudas, riesgos y muchos quebraderos de cabeza que todavía ni se imagina. 

Casi nadie quiere asumir riesgos motu proprio. Queremos seguridades, certezas. En ello se sustentan complicados análisis de negocios para valorar la viabilidad de los proyectos, supongo. El caso es, que hoy, muchos —que tienen la capacidad de emprender, que ese es otro melón—deciden hacerlo del modo menos arriesgado, y para ello replican modelos de comprobado éxito. Por eso abren hamburgueserías sin parar. O por ello, por ejemplo, muchos optan por utilizar derechos fundamentales como la vivienda para asegurar sus inversiones. Porque resulta mucho más arriesgado, invertir en bolsa, en el dólar canadiense o en la empresa de jabones de tu compa el jipi. 

Pero ahora veo que esto no es del todo así, que mi profesor de economía tenía que haberse bajado más al parque para descubrir qué vientos mueve al personal. Pues una constante en el género humano es nuestra propia inseguridad. Ya nos cuesta realmente conocer lo que nos gusta, lo que nos da placer o en lo que creemos. Dar el salto a que otro como nosotros comparta los mismos gustos toma dimensiones copernicanas.  Es normal, y no pasa nada. No es el mercado, amigo, somos nosotros que somos ansí. Por ese miedo, creo yo, muchos deciden sumarse a la moda y toman el camino que no tomó Robert Frost. 

Un fantasma recorre Europa; un fantasma triturador que va comiéndose todo lo que caracteriza las sociedades para devolver algo homogéneo, gris, Duttyfrees de aeropuerto. Es la halitosis de occidente. Un movimiento que transforma los grandes centros de población—y financieros— en no-lugares, espacios donde cualquier hombre blanco medio puede sentirse como en casa, plazas donde todos somos turistas. Mapas donde no hay que esforzarse para entrar. Lugares que ya conocemos porque extrañamente hemos estado allí. Una globalización mal digerida que no trata de compartir lo diferente, enriqueciendo con los detalles que incorpora intrínsecamente la diversidad sino que, al contrario, aspira a que todo sea un poco lo mismo, carne picada indistinguible, carne de hamburguesa. 

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Gastronomía

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Asistimos boquiabiertos a la colonización gastronómica de nuestras ciudades. En tu calle y en la mía, sorpresa, han abierto otra hamburguesería. Tiene explicación.

Un amigo me contó una vez esa historia, cuando trabajaba en un matadero que preparaba la carne para una famosa cadena de mcrestaurantes. Me decía que, a las vacas, las trituran así, enteras, con cuernos y todo. Entran, una tras otra, en la inmensa picadora, y tras la argamasa de hierros chirriantes, al otro extremo, en la misma cinta transportadora, de lo que había sido un organismo diverso, con sus ojos, sus órganos, sus pezuñas, sólo queda una misma masa de carne. La mayoría de las veces mezclaban carne de distintas vacas. Así se hacían las hamburguesas. O eso fue lo que me contó. 

La historia de la hamburguesa es sencilla como ella misma. Su nombre deriva del importante puerto teutón de Hamburgo, donde se dice que era tradición un emparedado de carne, adornado con pepinillos encurtidos denominado Rundstück warm. A principios del siglo XIX unos marineros llevaron la elaborada receta a EEUU y allí floreció y se convirtió en un éxito. También circula por allí la leyenda del joven vendedor que para que sus clientes no se manchasen las manos durante una feria tuvo la brillante idea de colocar la carne entre los panes, algo que fue un éxito e imitado por los entrepeneurs del momento.

Un debate legendario (I)

Un debate legendario (II)

Una hamburguesa es algo sencillo. Pan, lechuga, tomate, cebolla, carne, quizá un poco de queso, quizá un poco más de carne. Las opciones son infinitas como infinitos son los alimentos. Además, las hamburguesas son fáciles de preparar. Uno no necesita ser un gran chef para hacerse unas buenas burguers en su casa. Sólo necesita una sartén, género de calidad, y alguna particularidad como smashear la burguer o invadirla en queso derretido, y voilá, habemus mcmenú. 

Pero hay algo más. Algo que se extiende con destellos de luces coloridas y extraño júbilo por los bajos de nuestras ciudades. Una sombra que compra locales y los transforma, dejándolos con paredes lisas, brillantes y decorados a base de led con oraciones simples sacadas del catálogo antidepresivo de Mr. Wonderful. Locales preparados para recibir a una turba de carnívoros ansiosos por probar la última hamburguesa. 

Es fácil ser un hongo. Sólo necesitas un poco de humedad, una temperatura aceptable, unas pocas esporas y ancha es Castilla. Inspirados en la capacidad reproductiva de estos seres crecen locales por todos los barrios, apenas distinguibles entre sí, pues todos comparten la misma idea, vender hamburguesas, petarlo vendiendo hamburguesas. ¿Hasta dónde pueden alimentar una sociedad que parece disfrutar de este síndrome de Estocolmo gastronómico? En cada calle, míralas crecer, una, dos, tres hamburgueserías. ¿Por qué le hacemos esto a nuestras ciudades? Con lo buena que está una croqueta, una tortilla de patatas. ¿Por qué permitimos que este epítome de la hegemonía yanki campe a sus anchas por nuestras ciudades? Un ciudadano se debe a su polis. Debe cuidarla y defenderla en momentos de peligro. Quizá peco de alarmista, pero a mí, más que la inmigración, me preocupa la homogeneización hacia la que avanzan nuestras polis. Parece que una mano caprichosa va borrando de aquí y allí los lugares característicos que gozan de identidad, cultural, regional, local. La misma mano que planta las semillas de los mismos tipos de restaurante: hamburgueserías, pizzerías, kebaps, empanadillas argentinas y otros clones de fast food ¿Pero quién es responsable? ¿Ellos, los promotores que acuden como peces a las migas, al lugar donde saben que tendrán éxito? Ofreciendo aquello que se desea, así, impersonalmente. ¿O es, quizás, también nuestra? Por ir a comer a esos sitios, un día sí y otro también. Paradojas de qué fue primero si el hambre o las ganas de comer.

Otro español acosado por la inauguración de una nueva hamburguesería

No encuentro un nivel de alarma social parecido, entre los muchos españoles gravemente preocupados por la inmigración, sobre la continuidad de nuestras tradiciones y modo de vida con la desculturalización de nuestras calles, cada día más parecidas a Minnesota, Wisconsin o París. Parece que, como ocurre tantas veces, el riesgo sólo lo representan los pobres, cuya mera existencia y anhelo de supervivencia pone en peligro todos los valores del status quo. Son los mismos que asisten, silenciosos y cómplices, a la descomposición de nuestra cultura desde dentro. La voracidad del sistema no conoce límites y es posible ver incluso a David Muñoz —alguien que en teoría representa la creatividad y el ingenio— anunciado Burger King, contribuyendo al descalabro.  En Madrid ya no se abren apenas locales que preparen caracoles, callos o que presuman de cocido los domingos. No. Se continúa con ese proceso del éxito asegurado que parecen compartir todas las modas gastronómicas. 

Las hamburguesas están buenas. Quién puede negarlo. ¿A qué niño no le gustan? Puede que aquí esté parte de la clave de esta infestación servida entre panes. De mis clases de economía en el colegio recuerdo que un modo de justificar la ganancia obtenida por el emprendedor era el riesgo al que se sometía. Algo que a todas luces parece tener cabida en el sentido común. La principal virtud de un emprendedor es ser alguien que tiene una idea, arriesga y que de alguna manera considera que la sociedad mejora gracias a su actividad. Por ello, y por la promesa de una recompensa futura que justifique sus esfuerzos, da un salto al vacío, asumiendo deudas, riesgos y muchos quebraderos de cabeza que todavía ni se imagina. 

Casi nadie quiere asumir riesgos motu proprio. Queremos seguridades, certezas. En ello se sustentan complicados análisis de negocios para valorar la viabilidad de los proyectos, supongo. El caso es, que hoy, muchos —que tienen la capacidad de emprender, que ese es otro melón—deciden hacerlo del modo menos arriesgado, y para ello replican modelos de comprobado éxito. Por eso abren hamburgueserías sin parar. O por ello, por ejemplo, muchos optan por utilizar derechos fundamentales como la vivienda para asegurar sus inversiones. Porque resulta mucho más arriesgado, invertir en bolsa, en el dólar canadiense o en la empresa de jabones de tu compa el jipi. 

Pero ahora veo que esto no es del todo así, que mi profesor de economía tenía que haberse bajado más al parque para descubrir qué vientos mueve al personal. Pues una constante en el género humano es nuestra propia inseguridad. Ya nos cuesta realmente conocer lo que nos gusta, lo que nos da placer o en lo que creemos. Dar el salto a que otro como nosotros comparta los mismos gustos toma dimensiones copernicanas.  Es normal, y no pasa nada. No es el mercado, amigo, somos nosotros que somos ansí. Por ese miedo, creo yo, muchos deciden sumarse a la moda y toman el camino que no tomó Robert Frost. 

Un fantasma recorre Europa; un fantasma triturador que va comiéndose todo lo que caracteriza las sociedades para devolver algo homogéneo, gris, Duttyfrees de aeropuerto. Es la halitosis de occidente. Un movimiento que transforma los grandes centros de población—y financieros— en no-lugares, espacios donde cualquier hombre blanco medio puede sentirse como en casa, plazas donde todos somos turistas. Mapas donde no hay que esforzarse para entrar. Lugares que ya conocemos porque extrañamente hemos estado allí. Una globalización mal digerida que no trata de compartir lo diferente, enriqueciendo con los detalles que incorpora intrínsecamente la diversidad sino que, al contrario, aspira a que todo sea un poco lo mismo, carne picada indistinguible, carne de hamburguesa. 

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