Si pudiera dividir mis 32 años de vida en percentiles, lo más probable es que nunca escribiera este artículo. La mayoría de las veces, me posicionaría en contra de las ideas que voy a defender hoy. Pero precisamente por eso, porque esto es un texto que por probabilidad sólo escribiría un 5% por ciento del tiempo, es preciso hacerlo. Para recordároslo. Para recordármelo.
Mucho tiene que ver el amor con las galaxias, con las hipérbolas y las elipses, con la fuerza de la gravedad. Esa fuerza intangible que nos arrastra, como si la realidad estuviera hecha de vacío y la otra persona fuese un tremendo aspirador. La realidad se vuelve blanca y el mundo es un continuo tren en marcha del que sólo nos bajamos cuando vemos al sujeto irradiador. Todos hemos sido ese amigo que conoce a alguien y desaparece por un tiempo, poseído por el rapto de amor, con la invisible flecha clavada paseándonos por ahí. Si la cosa va bien y no explota como el Apolo XIII, el rapto se convierte en raíz y el presente se convierte en proyectos a futuro: dos semanas, un año, esta tarde. La cosa se hace algo que se agranda, creciendo, como el polvo cósmico agrupándose en cuerpos más grandes, atraídos gravemente entre sí. Se constituyen así dos cuerpos celestes que orbitan. A veces hay más cuerpos flotando en el espacio. A veces los cuerpos son parejos. A veces los cuerpos están desproporcionados como la relación de la Tierra con la Luna. A veces somos la Tierra. A veces somos la Luna.
El tiempo avanza y los sistemas se complejizan. Incluimos nuestro hermoso juego de planetas en otros sistemas que ya existían. Marte conoce a tus compinches. Conoces a la madre de tu Plutón. Un día saludas a sus primos. Un día salgo de fiesta con tu pléyade de amigas. Incluso, en ocasiones soñáis con introducir nuevos cuerpos celestes en vuestras órbitas. Un niñe, un perre, un pez payaso, un naranjo, o nada de nada o compartirlo todo. La cosa se complica y todo crece y crece como parece que se expande el universo. Sistemas solares, galaxias, un cinturón de asteroides.
De pronto, se abren las puertas de Tanhauser y la radiación gamma perturba el equilibrio. Quién sabe si ha llegado el fin del mundo. Se aparece el reloj antiguo, con sus agujas indicando la media noche. El cosmos se tensa, llegando a su punto culmen de expansión. Parece que viene un meteorito. La tierra tiembla y lo que parecía seguro se vuelve frágil. Entra el miedo a jugar con tus matemáticas. Pueden pasar muchas cosas en este momento. Vivir o desfallecer. Consultamos oráculos y lanzamos preguntas a planetas y sistemas más viejos y expertos que nosotros. Todo el mundo da respuestas pero es cosa tuya calcular la trayectoria. Si todo sale bien podemos volver a los párrafos anteriores y quién sabe, quizá conquistar el infinito. Pero si no, pasamos al siguiente.
El cielo se te cae encima de la cabeza y te quedas solo, viendo las estrellas. Flotando ahí en las inmensidades del espacio negro. Desubicado porque no hay arriba ni abajo ni adelante ni atrás, sólo diferencias en ti el pasado que se fue del futuro que brota impenetrable de los trozos a tus pies. Porque cuando el amor se rompe se quiebra dos veces: el propio hipocentro -lo quebrado en lo profundo- y la arquitectura que lo cubre, los planes, previsiones y en definitiva el futuro que irremediablemente se viene abajo.
Son noches sin luna y días sin sol. Días y noches sin un otro, girando sólo, dándote cuenta que has vuelto al principio de la línea dónde te empezaste a preguntar cómo se sostienen sin caer los fulgurantes brillos que pueblan la noche.
Entonces más que nunca percibes el ciclo. El baile de planetas. La parada de autobús a la que has vuelto todas aquellas veces. Un lugar ajeno, descolorido, feo, y que por extraño que parezca es tu propia vida. Experimentas en tus propias carnes la teoría de la relatividad al comprobar que lo que estaba tan cerca de ti de pronto se ha convertido en un cuerpo extraño que observas a través de un catalejo. Una perturbación en la fuerza ha separado tu galaxia dejándote colgado en Puertomarte, sin Hilda y otros cuentos, mirando las próximas salidas pero la pantalla está en blanco. Adónde voy ahora con todo este equipaje.
Entonces como ser dotado de razón te preguntas si tiene sentido. Si tiene sentido entregarse a este juego macabro de suma cero. Si vale la pena bailar esta danza de despiece. Además, cuantos más bailes llevas, parece que peor bailas, pues tú mismo carburas como los primeros cohetes de la URSS. Piensas en Tyler Durden diciendo eso de “somos una generación de hombres criados por mujeres, no sé si lo que necesitamos es otra mujer”. Empiezas a enfadarte con Cupido y con todos los amigos que van celebrando su primavera por ahí. Apuntas con tu dedo a las parejas de tórtolas, pium, pium. Te enfadas cuando ves pares, mesas para dos, cuando lees un pareado. Hay palabras que te sacan urticaria inmediata: cariño, amor, sol de mi vida. Te enfadas más todavía con la monogamia, con el sistema estructural de parejas donde si no encajas arrojas la sospecha de ser alguien incompleto, defectuoso, incapaz de encontrar alguien que te soporte. Te vuelves de pronto Bonasera, pidiéndole al Padrino que haga justicia salvándote de tu mundo en ruinas, a lo que te responde que poco te importó cuando el sistema iba bien para ti y la policía celestial velaba por tus sueños. Te vuelves en definitiva un imbécil que se amarga sin remedio y que contamina a todo lo que tiene cerca.
Abrazas entonces tu individualidad y piensas que quizá deberías aprovechar este momento para hacer todas aquellas cosas a las que renunciaste por volver pronto a casa. Quizás puedas dar esos largos paseos nocturnos. Quizás pueda apuntarme a krav-maga. Aprovechas y le echas picante a todo lo que comes, para al menos sentir algo. Calzándote el casco decides conquistar el universo, asomarte a un agujero negro, qué se yo. Exploras los límites del tiempo, porque descubres que cuánto más tarde es, más complicado se vuelve todo. Tus círculos están llenos de gente emparejada. Todo el mundo piensa en niños o en comprarse una casa. Todo el mundo avanza y tu te sientes como recién salido de un after pasadísimo, la luz estallándote en la cara.
Algunos aprovechan tus diatribas amorosas para explicarte cómo funciona la movida. La historia del hombre cazador y la mujer cocinera a cargo de los niños. Algunos te explican que todo es un juego químico de enlaces, oxitocina, serotonina y otras drogas. Se ponen batas blancas y sacan la lupa quemahormigas para despejar incógnitas, resolver el misterio, que la naturaleza nos ha llevado a estas convenciones alienantes para sobrevivir a una fase de crianza prolongada, al igual que a las jirafas les creció el cuello para alcanzar los brotes verdes de las copas. Entonces respiras aliviado porque todavía crees en lo inexplicable, y de puntillas sobre la silla te resistes a caer en ese hongo científico que ya puebla todo el suelo de la cocina y ansía resolverlo todo. Aprendes que es mejor atravesar la vida que entenderla y abrazas ese algo inenarrablemente hermoso que reside en no querer entenderlo. Porque la ignorancia es necesaria para seguir buscando. Y aunque el método científico es fantástico y explicar el mundo representa una tarea noble, también necesitamos nuestros espacios oscuros, noches insondables, preguntas sin respuesta para disfrutar del propio proceso de pensar.
Pero entonces, de pronto se para y te ve y se apiada.
Y vuelta la mula al trigo.