Llueve. Como desde hace un mes en Madrid. Hoy han mandado a mucha gente a teletrabajar a casa por miedo a que se desborde el Manzanares. Después de Valencia nada ha vuelto a ser igual. Ahora las alertas se toman en serio, aunque es una pena que haya tenido que pasar una desgracia para que tomemos conciencia. Desde el que manda el aviso hasta el que lo recibe. Siempre confiando en que no pasa nada, como si no fuera con nosotros la muerte y el riesgo, pero hay veces que Dios nos abandona. No sé si para recordarnos de que el mal existe y que ni si quiera él puede controlarlo o para que nos acostumbremos a dar gracias por lo que tenemos antes de dormir. Eso el que crea, claro. Supongo que quien ha encontrado su guía en el horóscopo o el cambio climático tendrá cientos de papers sobre los que explicar su manera de estar en el mundo y las cosas que nos suceden.
No sé si he aprendido a no buscar respuestas y simplemente me dedico a torear las cosas que vayan apareciendo en mi vida, o que los rayos que están cayendo mientras estamos a punto de despegar me hacen asumir que lo que tenga que pasar allí arriba pasará, que si el piloto cree que con este tiempo tenemos que despegar puede ser porque no vaya a pasar nada o porque Dios haya decidido que la hora de las casi doscientas personas que vamos a bordo del avión ha llegado.
El interior de la cabina se ilumina cada poco. A veces cada cinco segundos. Otras cada siete. Parece el inicio de una película de terror, pero aquí todo el mundo está centrado en sus teléfonos móviles o durmiendo. Ni siquiera el bebé que va en las piernas de su madre llora. Puede que se haya quedado frito nada más subirse al avión. Las luces de la pista se iluminan para mejorar la visibilidad del piloto y la señal de abrocharse el cinturón vuelve a sonar por segunda vez. Este hombre lo tiene claro, pero debe de ser el único. La mujer que tengo al lado se acurruca sobre el hombro de su marido mientras se agarra a su brazo. El chaval del asiento de adelante saca el móvil y graba los rayos desde la ventanilla.
La gente empieza a mirar a su alrededor al ver que encaramos la pista de despegue. No hay vuelta atrás. Vamos a volar en condiciones en las que ni siquiera saldríamos de casa, pero la fe ciega en Dios y en el piloto hace que nadie se altere. Según vamos a coger velocidad comienza a mi alrededor el ritual de besar amuletos. Me sumo a él no sé si por inercia o por miedo a quedarme atrás y ser el único que no me salve. El hombre de mi derecha cubre a su mujer con el brazo. Las ruedas del avión se despegan del suelo y apenas un minuto después comienzan las turbulencias. La gente grita, el bebé se despierta y empieza a llorar. Se escuchan risas nerviosas que vienen de las primeras filas. El traqueteo de los asientos es constante. La lluvia no para de impactar contra el avión y el sonido contra el metal hace ponerse a la gente más nerviosa. Los rayos siguen, pero son más intermitentes. He contado cuarenta segundos entre uno y otro.
Cuando parece que las turbulencias habían desaparecido, vuelven. Una sacudida rápida al avión y se estabiliza de nuevo. La mejor parte se la debe de haber llevado el hombre que bromeaba con su mujer en la fila para embarcar sobre la pastilla que se iba a tomar para dormir. Las fobias pueden salvarnos en algunas ocasiones.
Parece que la calma se ha instalado en el avión y que los sustos de las turbulencias se han ido para siempre. Mentira. Ha sido ponerle el punto a la frase anterior y volver a embestirnos. El avión, por momentos, pierde altitud de forma brusca. Lo siento porque la barriga me genera la misma sensación que la caída libre en un parque de atracciones. Parece que la cosa no termina de estar bajo control, pero la tensión se ha aliviado. El silencio que se rompía por los traqueteos de los asientos y los gritos del pánico comienza a romperse por las conversaciones entre los pasajeros. El bebé no llora. Supongo que duerme acurrucado en su madre. Todo parece que vuelve a la calma, pero nadie confía del todo.
El conductor apaga la señal del cinturón y la gente se levanta corriendo. Aprovecho este momento de aparente calma para ponerme los cascos y escuchar el último disco de Delaossa, que acaba de salir hace una hora. Me imagino la estampida que se generaría si ahora el piloto volviera a encender la luz. Gritos, estrés, ansiedad, miedo. Todo por levantarse a hablar con quien viajas y haber ahorrado veinte euros en el asiento. Aunque normal, porque estos precios son para organizar el atraco del siglo. Los de la vida en general, no solo los del avión.
Para mi sorpresa, la pareja que tengo al lado, la que se abrazaba con tanto cariño, me acaban de hacer levantarme para ir al baño. Sí, han entrado los dos juntos. Lo sé porque me he fijado, que esperabais que hiciera. Me ha podido la curiosidad. El morbo. Solo de pensar que vuelven las turbulencias mientras estos dos personajes están restregándose en el baño me está haciendo reírme solo. Una parte de la tripulación estaba paseando el carrito al principio del todo y el resto atendiendo a la madre del bebé, que parece necesitar ayuda con el crío.
La calma se ha instalado en el avión. Hace una hora que no tenemos turbulencias y que las luces de abrocharse el cinturón no se encienden. Parece que hoy no será nuestro día para bajar a la habitación que tenemos alquilada en el infierno. Puede que sea en unas horas, mañana, en unos meses o en treinta años. Terminará llegando porque el único motivo por el que estamos vivos es porque un día estaremos muertos. Y es algo que no hay que olvidar sin falta de que el miedo nos recuerde que esos minutos pueden ser los últimos. Ojalá los del baño hayan disfrutado y esta noche vuelvan a las sábanas como auténticos leones. La vida no es otra cosa que amar y ser amado. Todo lo demás son distracciones.