No sex 19: Me dio por ilusionarme

Uno se enamora y de repente tomar un tren es fácil, aguantar hasta la medianoche para hablar es fácil, cocinar algo es fácil, comprar entradas para un concierto es fácil, mandar una foto del cielo es fácil, decir de verse un rato es fácil.

Me dijeron mil veces que me la iba a pegar y resulta que en todas tuvieron razón. 

Uno se enamora y sale mal. Uno da un poquito más y el otro sale huyendo. Uno deja de estar enamorado. Se rompe la magia. Surge un trabajo en otra ciudad, en otro país. Dejan de servir los whatsapps. Aparecen las preguntas sobre qué prima, si uno o el otro, si la carrera o la persona. Qué hago, ¿me quedo aquí? ¿Y si me quedo y se rompe? ¿Querría hijos? Pero no ahora. Ah pues tú sí ahora, pero ¿cómo? ¿En qué casa? ¿En qué ciudad? En la nuestra. Pero si no tenemos de eso. O de repente uno se da cuenta de que no se comparten tantos gustos o que los gustos sencillamente cambiaron. Que no hay manera.

Uno se enamora y a veces sale bien. E incluso en el transcurso hasta que sale mal ha salido bien y entonces uno se acuerda de que merece la pena estar vivo, de hecho es como si se viviese más. Una especie de enloquecimiento químico, raro y atronador. Uno se enamora y de repente tomar un tren es fácil, aguantar hasta la medianoche para hablar es fácil, cocinar algo es fácil, comprar entradas para un concierto es fácil, mandar una foto del cielo es fácil, decir de verse un rato es fácil. Como si no pesasen los horarios. Qué raro. Si los horarios siempre me pesan y ahora tengo tiempo. Lo he fabricado, como si fuese una masa, he puesto harina, aceite, maicena y ahora tengo una masa para hacer pan, o pizza o la base de una tarta. Qué importa. Si yo no sé cocinar. Estoy amasando tiempo nuevo. Estás detrás de mí en la cocina. Es martes. Me enseñas tu música, nos reímos. A la masa había que ponerle sal. Ah, pero está bueno igual. No sabemos ni lo que comimos. 

Mientras el mundo me sugiere que todo está roto, levanto una bandera blanca tratando de explicarles que yo no voy a luchar, que voy a dejar que lo que tenga que venir sea, que voy a tratar de tener menos miedo porque en realidad no hay ninguna guerra. Que voy sin armar. Que me quité hasta los escudos. 

En una especie de rendición quiero declarar un estado de sitio, me quiero encerrar en esta cocina en la que hay un resquicio de optimismo. Me estoy manifestando casi a gritos. En las noticias dicen que me he negado a perder la ilusión, que la estoy secuestrando para quedármela porque, en un espasmo sentimental, me asaltó la pregunta como queriendo robar: ¿si no me ilusiono qué hago? ¿Para qué vivo si no tengo un destello de esperanza? ¿Y por qué no tenerla de esto que nos atraviesa a todos (el amor, volvernos idiotas)? ¿Por qué a mí no me podría atravesar?

Me dijeron mil veces que me la iba a pegar y resulta que en todas tuvieron razón. 

Y sin embargo, me pongo a amasar el optimismo con mis propias manos. Para fabricarlo, como había hecho con el tiempo justo antes.  Qué es tener tiempo si no es tener optimismo. Y estoy en la cocina, en cuerpo presente, tengo en la mano una copa de vino, suena una canción perfecta para imaginarse bailando con alguien, me río, nadie me ve, susurro al aire que también podría salir bien. Yo qué sé, por qué no. Releo en Twitter a C. Tangana en ese instante: la vida solo sirve pa 2 cosas pa enamorarse y para morirse y os dan miedo las dos. Y vengo aquí a acabar esta columna con un deseo: me quiero morir sin miedo, de vieja, y habiendo amado un montón. Y quiero que me deje de aterrorizar y que empiece a acariciarme.

*Bienvenido/a a la segunda temporada de ‘no sex in the city’. Me fui sin despedirme para no hacerlo largo, he vuelto y no quiero estar sola por aquí en esto del amor que nos atañe a todos, así que abrimos un consultorio para que nos mandéis historias y preguntas. Tenemos ya 50 y vamos a intentar hacer una semana columna, una consultorio. Si quieres dejar tu mensaje lo leeré intentaré responder a las que pueda con todo el amor del mundo. 

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No sex 19: Me dio por ilusionarme

Uno se enamora y de repente tomar un tren es fácil, aguantar hasta la medianoche para hablar es fácil, cocinar algo es fácil, comprar entradas para un concierto es fácil, mandar una foto del cielo es fácil, decir de verse un rato es fácil.

Me dijeron mil veces que me la iba a pegar y resulta que en todas tuvieron razón. 

Uno se enamora y sale mal. Uno da un poquito más y el otro sale huyendo. Uno deja de estar enamorado. Se rompe la magia. Surge un trabajo en otra ciudad, en otro país. Dejan de servir los whatsapps. Aparecen las preguntas sobre qué prima, si uno o el otro, si la carrera o la persona. Qué hago, ¿me quedo aquí? ¿Y si me quedo y se rompe? ¿Querría hijos? Pero no ahora. Ah pues tú sí ahora, pero ¿cómo? ¿En qué casa? ¿En qué ciudad? En la nuestra. Pero si no tenemos de eso. O de repente uno se da cuenta de que no se comparten tantos gustos o que los gustos sencillamente cambiaron. Que no hay manera.

Uno se enamora y a veces sale bien. E incluso en el transcurso hasta que sale mal ha salido bien y entonces uno se acuerda de que merece la pena estar vivo, de hecho es como si se viviese más. Una especie de enloquecimiento químico, raro y atronador. Uno se enamora y de repente tomar un tren es fácil, aguantar hasta la medianoche para hablar es fácil, cocinar algo es fácil, comprar entradas para un concierto es fácil, mandar una foto del cielo es fácil, decir de verse un rato es fácil. Como si no pesasen los horarios. Qué raro. Si los horarios siempre me pesan y ahora tengo tiempo. Lo he fabricado, como si fuese una masa, he puesto harina, aceite, maicena y ahora tengo una masa para hacer pan, o pizza o la base de una tarta. Qué importa. Si yo no sé cocinar. Estoy amasando tiempo nuevo. Estás detrás de mí en la cocina. Es martes. Me enseñas tu música, nos reímos. A la masa había que ponerle sal. Ah, pero está bueno igual. No sabemos ni lo que comimos. 

Mientras el mundo me sugiere que todo está roto, levanto una bandera blanca tratando de explicarles que yo no voy a luchar, que voy a dejar que lo que tenga que venir sea, que voy a tratar de tener menos miedo porque en realidad no hay ninguna guerra. Que voy sin armar. Que me quité hasta los escudos. 

En una especie de rendición quiero declarar un estado de sitio, me quiero encerrar en esta cocina en la que hay un resquicio de optimismo. Me estoy manifestando casi a gritos. En las noticias dicen que me he negado a perder la ilusión, que la estoy secuestrando para quedármela porque, en un espasmo sentimental, me asaltó la pregunta como queriendo robar: ¿si no me ilusiono qué hago? ¿Para qué vivo si no tengo un destello de esperanza? ¿Y por qué no tenerla de esto que nos atraviesa a todos (el amor, volvernos idiotas)? ¿Por qué a mí no me podría atravesar?

Me dijeron mil veces que me la iba a pegar y resulta que en todas tuvieron razón. 

Y sin embargo, me pongo a amasar el optimismo con mis propias manos. Para fabricarlo, como había hecho con el tiempo justo antes.  Qué es tener tiempo si no es tener optimismo. Y estoy en la cocina, en cuerpo presente, tengo en la mano una copa de vino, suena una canción perfecta para imaginarse bailando con alguien, me río, nadie me ve, susurro al aire que también podría salir bien. Yo qué sé, por qué no. Releo en Twitter a C. Tangana en ese instante: la vida solo sirve pa 2 cosas pa enamorarse y para morirse y os dan miedo las dos. Y vengo aquí a acabar esta columna con un deseo: me quiero morir sin miedo, de vieja, y habiendo amado un montón. Y quiero que me deje de aterrorizar y que empiece a acariciarme.

*Bienvenido/a a la segunda temporada de ‘no sex in the city’. Me fui sin despedirme para no hacerlo largo, he vuelto y no quiero estar sola por aquí en esto del amor que nos atañe a todos, así que abrimos un consultorio para que nos mandéis historias y preguntas. Tenemos ya 50 y vamos a intentar hacer una semana columna, una consultorio. Si quieres dejar tu mensaje lo leeré intentaré responder a las que pueda con todo el amor del mundo. 

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