Una infancia Duralex

Espacios que sugieren que estamos accediendo a la intimidad de quien los ocupa, que parece haberse marchado dejándolo todo tal y como está.

Entrar en el Thyssen estos días se siente como entrar en casa de tus abuelos. Los que fuimos niños en los noventa somos permeables al recuerdo de una máquina de coser ALFA, un teléfono fijo de disco y, por supuesto, una vajilla Duralex. Objetos que ya estaban un poco pasados de moda en nuestra niñez; que puede que ni estuvieran en nuestras casas porque ya empezaban a ser una suerte de reliquias que solo se exponían en la casa-museo que era el hogar de los abuelos. Y, sin embargo, el hecho de que esos objetos nos resulten algo ajenos no impide que hoy podamos recordarlos como parte del decorado en algunas escenas de nuestra infancia. La muestra que el Thyssen ha producido sobre la pintora realista Isabel Quintanilla (Madrid, 1938-2017) es sin duda una oda a la belleza que subyace tras esos objetos, un homenaje a lo cotidiano.

Lo primero con lo que se topa el visitante es con una serie de cuadros protagonizados por un vaso marca Duralex de los de toda la vida. En todos ellos aparece el vaso como protagonista, algunas veces sólo y otras adornado con un ramito de flores que parecen recién arrancadas de cualquier jardincillo camino a casa. Todos ellos devuelven una imagen doméstica, de cuidado del hogar y puesta a punto de la casa; de hecho, si tuviera que situar estos primeros cuadros en un momento del día, sería la una de la tarde. Si pudiera abrirse la mirada y contemplarse el resto de la escena, seguro que habría comida en el fuego y el ambiente estaría impregnado de olor a suavizante y ropa limpia. Y es que las obras de Isabel Quintanilla casi pueden olerse. Es esta sensación de familiaridad que inspiran las primeras composiciones la que permanece con uno durante toda la muestra.

Continúa la exposición y con ella los lugares comunes que evocan los siguientes cuadros, en esta segunda parte de mayor formato: un montón de ropa para lavar delante del tocador del baño, un rincón de costura con el trabajo a medio hacer, o un escritorio presidido por una libreta abierta en la que se intuyen unas notas a mano. Produce verdadero gusto la delicadeza con la que Quintanilla pintó cada una de sus pertenencias, y el cuidado con el que dibujó desde sus tijeras de aseo hasta un bote de polvos de talco. Esa sencillez que se aprecia incluso en la técnica utilizada -algunos cuadros están pintados a lápiz- simplemente atrapa. Y que ello conmueva es algo difícil de conseguir teniendo en cuenta que si algo caracteriza a la artista madrileña es que, más allá de los temas típicos de la pintura realista y, lejos de plasmar en sus cuadros aspectos extraordinarios de la condición humana, ella se centra en lo más inmediato pintando -así lo dijo ella- lo que ve, es más, lo que conoce. Y lo que conoce, su entorno material cercano, es cronista de un escenario al que asistimos con la sensación de haber vivido -nosotros mismos también- un momento parecido. Puede que sea en esos lugares comunes donde reside la emoción.

Me fascina aquel cuadro hacia el final de la exposición en el que aparece una pequeña mesa de trabajo iluminada sólo por el flexo, frente a un ventanal por el que vemos que se acaba de poner el sol. Esa misma mesita aparece en más detalle en otros cuadros de la artista, pero es precisamente en ese, dibujado a una distancia prudente, en el que parece que Quintanilla nos quiere decir que nos acabamos de colar en uno de sus rincones sagrados; espacios que sugieren que estamos accediendo a la intimidad de quien los ocupa, que parece haberse marchado dejándolo todo tal y como está. A pesar de que en la obra de Isabel Quintanilla apenas aparecen personas representadas (creo que conté tres en toda la exposición) no hace falta, ya que las historias de quienes habitan esos espacios se cuentan a través de un narrador aún mejor: sus objetos personales.

Imagen que contiene interior, foto, gabinete, gatoDescripción generada automáticamente

Hace poco, en la inauguración de la casa de unos amigos, comentábamos que aunque esta nueva casa no tenía nada que ver con la anterior, el hecho de que los muebles siguieran siendo los mismos hacía que nada nos pareciera extraño. En concreto, estos amigos tienen una estantería recia llena de utensilios antiguos de laboratorio en su interior que siempre ha sido objeto de comentarios en fiestas. Por supuesto ahí estaba, presidiendo el salón. Supe que estos amigos podrían vivir en un garaje, que si yo llegara un día y viera esa estantería me sentiría automáticamente cómoda. Lo contrario a esta idea de que los objetos imprimen carácter a un hogar serían esas casas diseñadas de principio a fin por un interiorista. Los apartamentos perfectos, sin gusto ni alma.

Pensé en los objetos como recuerdo material de lo que somos y en cómo estos nos definen. En lo difícil que es desligar los objetos personales de las personas que queremos y en cómo lo ordinario -unas gafas, una cartera o un reloj- adquiere una fuerza descomunal cuando se trata de evocar a alguien. En el dolor que puede llegar a generar la ropa aún colgada en el armario de quien ha fallecido o en la imagen del neceser, aún en la repisa del baño, de la expareja que acaba de abandonar el piso común. Pensé también en el poder de los objetos para contar historias. Los libros, los discos, los objetos heredados, en definitiva, hablan por sus dueños, mantienen vivas las conexiones entre estos y el presente; de alguna forma, conservan la esencia de quien no está. 

En la película La Casa (2024) bella adaptación de la homónima novela gráfica escrita por Paco Roca, vemos al protagonista abrumado por los recuerdos que le despiertan una visita a la casa de su difunto padre. En un momento de la película, José se sienta en la cama lamentándose por lo mucho que le está costando concluir, él sólo, el minucioso trabajo que su padre había comenzado en el jardín antes de morir. Abatido, se queda mirando las alpargatas de su padre, las mismas que protagonizaron uno de los últimos momentos que compartió con él: cuando le ayudó a calzárselas en ese mismo cuarto. En un corte a la escena siguiente vemos a José trabajando sin descanso, pero con distinto ánimo: el de estar ganando la batalla de jardinería que hasta hacía un rato estaba pudiendo con él. La cámara nos permite ver que lleva puestas las alpargatas de su padre.

Paseando entre las obras de la realista no podía evitar acordarme de la cantidad de bodegones improvisados que tengo en mi galería del móvil. Fotos que casi nunca vuelvo a mirar de cualquier rincón de mi casa bañado por la luz del sol iluminando una taza, un libro o lo que sea, y cuya única función es llenar aún más la capacidad de mi cuenta de Google Drive. Me pregunto si acaso el impulso de fotografiar esas escenas personales no es el mismo que el de hacerse una foto en el espejo del ascensor del trabajo cualquier mañana. Si inmortalizamos esos objetos que nos pertenecen en un intento de contener un momento de nuestra existencia que no queremos que se nos escape de las manos. Como si documentarlo fuera una forma de atrapar la calma y el sosiego que nos brinda la intimidad. Si con sus cuadros Isabel Quintanilla quería retener el recuerdo de una existencia feliz, ya que la sensación que queda al contemplarlos es la de estar ante la obra de alguien que sencillamente, se encontraba a gusto entre sus cosas.

Este domingo termina la primera retrospectiva que el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza ha dedicado a una artista española y pone a Isabel Quintanilla – y también a Amalia Avia, Esperanza Parada y María Moreno- en el foco junto con sus compañeros realistas, el conocido Antonio López o los hermanos Julio y Francisco López. Durante algunos días más, sigue siendo posible visitar durante un rato esos espacios que fueron de Isabel Quintanilla pero también de nuestros abuelos e incluso de nosotros mismos, y abandonarse a la sensación de familiaridad y consuelo que proporcionan sus objetos y las historias que nos propone la artista a través de ellos. Me quedo con la imagen tierna de un niño que, curioso, le hacía preguntas sobre esos objetos a su abuelo. 

Una sala de estarDescripción generada automáticamente
Habitación de costura, 1974. Isabel Quintanilla

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Artes

Una infancia Duralex

Espacios que sugieren que estamos accediendo a la intimidad de quien los ocupa, que parece haberse marchado dejándolo todo tal y como está.

Entrar en el Thyssen estos días se siente como entrar en casa de tus abuelos. Los que fuimos niños en los noventa somos permeables al recuerdo de una máquina de coser ALFA, un teléfono fijo de disco y, por supuesto, una vajilla Duralex. Objetos que ya estaban un poco pasados de moda en nuestra niñez; que puede que ni estuvieran en nuestras casas porque ya empezaban a ser una suerte de reliquias que solo se exponían en la casa-museo que era el hogar de los abuelos. Y, sin embargo, el hecho de que esos objetos nos resulten algo ajenos no impide que hoy podamos recordarlos como parte del decorado en algunas escenas de nuestra infancia. La muestra que el Thyssen ha producido sobre la pintora realista Isabel Quintanilla (Madrid, 1938-2017) es sin duda una oda a la belleza que subyace tras esos objetos, un homenaje a lo cotidiano.

Lo primero con lo que se topa el visitante es con una serie de cuadros protagonizados por un vaso marca Duralex de los de toda la vida. En todos ellos aparece el vaso como protagonista, algunas veces sólo y otras adornado con un ramito de flores que parecen recién arrancadas de cualquier jardincillo camino a casa. Todos ellos devuelven una imagen doméstica, de cuidado del hogar y puesta a punto de la casa; de hecho, si tuviera que situar estos primeros cuadros en un momento del día, sería la una de la tarde. Si pudiera abrirse la mirada y contemplarse el resto de la escena, seguro que habría comida en el fuego y el ambiente estaría impregnado de olor a suavizante y ropa limpia. Y es que las obras de Isabel Quintanilla casi pueden olerse. Es esta sensación de familiaridad que inspiran las primeras composiciones la que permanece con uno durante toda la muestra.

Continúa la exposición y con ella los lugares comunes que evocan los siguientes cuadros, en esta segunda parte de mayor formato: un montón de ropa para lavar delante del tocador del baño, un rincón de costura con el trabajo a medio hacer, o un escritorio presidido por una libreta abierta en la que se intuyen unas notas a mano. Produce verdadero gusto la delicadeza con la que Quintanilla pintó cada una de sus pertenencias, y el cuidado con el que dibujó desde sus tijeras de aseo hasta un bote de polvos de talco. Esa sencillez que se aprecia incluso en la técnica utilizada -algunos cuadros están pintados a lápiz- simplemente atrapa. Y que ello conmueva es algo difícil de conseguir teniendo en cuenta que si algo caracteriza a la artista madrileña es que, más allá de los temas típicos de la pintura realista y, lejos de plasmar en sus cuadros aspectos extraordinarios de la condición humana, ella se centra en lo más inmediato pintando -así lo dijo ella- lo que ve, es más, lo que conoce. Y lo que conoce, su entorno material cercano, es cronista de un escenario al que asistimos con la sensación de haber vivido -nosotros mismos también- un momento parecido. Puede que sea en esos lugares comunes donde reside la emoción.

Me fascina aquel cuadro hacia el final de la exposición en el que aparece una pequeña mesa de trabajo iluminada sólo por el flexo, frente a un ventanal por el que vemos que se acaba de poner el sol. Esa misma mesita aparece en más detalle en otros cuadros de la artista, pero es precisamente en ese, dibujado a una distancia prudente, en el que parece que Quintanilla nos quiere decir que nos acabamos de colar en uno de sus rincones sagrados; espacios que sugieren que estamos accediendo a la intimidad de quien los ocupa, que parece haberse marchado dejándolo todo tal y como está. A pesar de que en la obra de Isabel Quintanilla apenas aparecen personas representadas (creo que conté tres en toda la exposición) no hace falta, ya que las historias de quienes habitan esos espacios se cuentan a través de un narrador aún mejor: sus objetos personales.

Imagen que contiene interior, foto, gabinete, gatoDescripción generada automáticamente

Hace poco, en la inauguración de la casa de unos amigos, comentábamos que aunque esta nueva casa no tenía nada que ver con la anterior, el hecho de que los muebles siguieran siendo los mismos hacía que nada nos pareciera extraño. En concreto, estos amigos tienen una estantería recia llena de utensilios antiguos de laboratorio en su interior que siempre ha sido objeto de comentarios en fiestas. Por supuesto ahí estaba, presidiendo el salón. Supe que estos amigos podrían vivir en un garaje, que si yo llegara un día y viera esa estantería me sentiría automáticamente cómoda. Lo contrario a esta idea de que los objetos imprimen carácter a un hogar serían esas casas diseñadas de principio a fin por un interiorista. Los apartamentos perfectos, sin gusto ni alma.

Pensé en los objetos como recuerdo material de lo que somos y en cómo estos nos definen. En lo difícil que es desligar los objetos personales de las personas que queremos y en cómo lo ordinario -unas gafas, una cartera o un reloj- adquiere una fuerza descomunal cuando se trata de evocar a alguien. En el dolor que puede llegar a generar la ropa aún colgada en el armario de quien ha fallecido o en la imagen del neceser, aún en la repisa del baño, de la expareja que acaba de abandonar el piso común. Pensé también en el poder de los objetos para contar historias. Los libros, los discos, los objetos heredados, en definitiva, hablan por sus dueños, mantienen vivas las conexiones entre estos y el presente; de alguna forma, conservan la esencia de quien no está. 

En la película La Casa (2024) bella adaptación de la homónima novela gráfica escrita por Paco Roca, vemos al protagonista abrumado por los recuerdos que le despiertan una visita a la casa de su difunto padre. En un momento de la película, José se sienta en la cama lamentándose por lo mucho que le está costando concluir, él sólo, el minucioso trabajo que su padre había comenzado en el jardín antes de morir. Abatido, se queda mirando las alpargatas de su padre, las mismas que protagonizaron uno de los últimos momentos que compartió con él: cuando le ayudó a calzárselas en ese mismo cuarto. En un corte a la escena siguiente vemos a José trabajando sin descanso, pero con distinto ánimo: el de estar ganando la batalla de jardinería que hasta hacía un rato estaba pudiendo con él. La cámara nos permite ver que lleva puestas las alpargatas de su padre.

Paseando entre las obras de la realista no podía evitar acordarme de la cantidad de bodegones improvisados que tengo en mi galería del móvil. Fotos que casi nunca vuelvo a mirar de cualquier rincón de mi casa bañado por la luz del sol iluminando una taza, un libro o lo que sea, y cuya única función es llenar aún más la capacidad de mi cuenta de Google Drive. Me pregunto si acaso el impulso de fotografiar esas escenas personales no es el mismo que el de hacerse una foto en el espejo del ascensor del trabajo cualquier mañana. Si inmortalizamos esos objetos que nos pertenecen en un intento de contener un momento de nuestra existencia que no queremos que se nos escape de las manos. Como si documentarlo fuera una forma de atrapar la calma y el sosiego que nos brinda la intimidad. Si con sus cuadros Isabel Quintanilla quería retener el recuerdo de una existencia feliz, ya que la sensación que queda al contemplarlos es la de estar ante la obra de alguien que sencillamente, se encontraba a gusto entre sus cosas.

Este domingo termina la primera retrospectiva que el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza ha dedicado a una artista española y pone a Isabel Quintanilla – y también a Amalia Avia, Esperanza Parada y María Moreno- en el foco junto con sus compañeros realistas, el conocido Antonio López o los hermanos Julio y Francisco López. Durante algunos días más, sigue siendo posible visitar durante un rato esos espacios que fueron de Isabel Quintanilla pero también de nuestros abuelos e incluso de nosotros mismos, y abandonarse a la sensación de familiaridad y consuelo que proporcionan sus objetos y las historias que nos propone la artista a través de ellos. Me quedo con la imagen tierna de un niño que, curioso, le hacía preguntas sobre esos objetos a su abuelo. 

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Habitación de costura, 1974. Isabel Quintanilla

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