Cuando a Jacob Epstein le preguntaron por qué consideraba que la escultura que aparece unos párrafos más abajo representa un pájaro, este respondió: «sé que no parece un pájaro, pero siento que es un pájaro.» Yo no estuve allí porque de esto hace casi cien años, pero supongo que el público en la sala estaba revolviéndose en sus asientos ante las respuestas vagas que Epstein llevaba dando desde hacía un rato. Quien hacía las preguntas replicó: «¿simplemente porque “él” diga que la escultura representa un pájaro, le hace pensar que es un pájaro?»
“Él” era Constantin Brancusi (Rumanía, 1876) autor de la pieza en cuestión y uno de los escultores más reconocidos en aquel momento, que probablemente también estaba revolviéndose, pero de risa, ante las respuestas que Epstein estaba dando acerca de la obra. La escultura sobre la que hablaban —por cierto, presente en la misma sala— era solo una de las varias que formarían la serie de esculturas llamada Pájaro en el espacio (1923-1941). Como casi todo el trabajo de Brancusi, el estilo era abstracto.
- «Pero si lo viera en la calle nunca se le ocurriría llamarlo “pájaro”. Si usted lo viera en el bosque, ¿lo dispararía?»
- «No, señor.»
El que preguntaba, abogado de profesión, tenía un objetivo claro: que Epstein, en calidad de experto, reconociera que la pieza de Brancusi no podía asociarse en ningún caso con la idea de un pájaro. Era normal que el abogado buscase esa declaración porque el argumento en el que basaba toda su defensa era la idea de que una escultura, para serlo, tenía que representar un elemento de la naturaleza. De lo contrario sería otra cosa, un utensilio o un objeto funcional, pero no una escultura. Así había concluido la sentencia de un caso anterior (United States v. Olivetti and Company) al determinar que una pila bautismal y dos asientos de mármol no podían entenderse como esculturas al no imitar «objetos naturales, principalmente la forma humana.» Lo que ocurre en la escena al principio de este texto, por tanto, es que Pájaro en el espacio estaba siendo objeto de un juicio sobre si la pieza era o no una obra de arte.
El motivo inicial para abordar esa compleja cuestión no fue teorizar sobre el modernismo y las vanguardias o dilucidar qué elementos otorgan valor artístico a una creación, sino que todo había empezado por una cuestión puramente fiscal. Resulta que la ley aplicable en aquel momento permitía la libre importación de obras de arte a Estados Unidos -exenta de aranceles- y a Estados Unidos viajaron las piezas de Brancusi para ser expuestas en la retrospectiva del artista organizada por la Brummer Gallery de Nueva York. Para cuando las esculturas llegaron a suelo americano, el funcionario de aduanas que las recibió se quedó perplejo ante la visión de Pájaro en el espacio y se negó a reconocerla como obra de arte. En su lugar, fue identificada como una herramienta de bronce y por alguna razón registrada en la categoría “utensilios de cocina y suministros hospitalarios”. El episodio acabó con Brancusi pagando los derechos de aduana y sintiendo todo aquello como un enorme desafío a su obra.
Animado por Marcel Duchamp y otros estetas y escritores, Brancusi había interpuesto la demanda ante el Tribunal de Aduanas para recuperar el pago. Como muchos precursores del arte moderno, Duchamp lamentaba que la escena cultural estadounidense no estuviera aún libre de tintes retrógrados, y vio en la negativa del Tribunal de Aduanas a reconocer la escultura de su colega como una pieza única, la excusa perfecta para reavivar el debate en torno a la cuestión.
- «¿Así que una barandilla de latón que estuviera muy pulida, curvada en círculos más o menos armoniosos, sería una obra de arte?»
- «Podría convertirse en una obra de arte.»
En los momentos en los que la carga de la prueba recaía en el abogado contrario quedaban expuestas las dificultades de este para encontrar en la declaración de los testigos cualquier evidencia de que la escultura no era una pieza artística. Antes de eso, el abogado había acudido a la ley, que ya tipificaba qué elementos tenían que conjugarse: que fuera original —lógicamente— pero también que no hubiera dos o más réplicas de la misma, que no pudiera entenderse como un utensilio funcional, que no se hubieran utilizado elementos mecánicos en su producción y, en el caso de las esculturas, que el autor fuera “un escultor profesional”.
El “pájaro” cumplía todos los requisitos porque la pieza era original, estaba hecha a mano y Brancusi trabajaba como escultor. Supongo que en aquel momento el artista aún no había producido todas las esculturas de la serie ya que la existencia de más de dos réplicas (hoy en día existen más) habría invalidado su clasificación como obra de arte, dado la razón al Tribunal de Aduanas y por cerrado el caso inmediatamente. Como la defensa no estaba siendo capaz de encontrar un resquicio entre la definición legal de obra de arte y las características de Pájaro en el espacio que le permitieran sostener su postura, se aferraba al antecedente del caso Olivetti y a la idea de que la escultura tenía que representar un elemento natural. Por encima de las declaraciones de los testigos, la desesperación del abogado y las enormes dudas del juez sobrevolaba una cuestión: ¿la tarea de un artista es evocar una belleza objetiva y preexistente en la naturaleza, o crear una nueva belleza en términos artísticos? Una vez reconocida la poca solidez del argumento legal, el abogado siguió empeñado en sacar una sola declaración concisa tanto a Epstein como a los demás testigos que había traído Brancusi, todos ellos fotógrafos, críticos y editores de publicaciones especializadas en arte. Como puede apreciarse, no tuvo mucho éxito:
- «¿Cambiaría su respuesta si en lugar de un escultor, el autor de la obra fuera un mecánico?»
- «Un mecánico no puede hacer un trabajo bello. Podría pulir el material, pero no podría concebir el objeto.»
- «¿Y si el mecánico consiguiera concebir el objeto, podríamos considerarlo un artista?»
- «Podríamos.»
Frente a las confusas declaraciones de los testigos de Brancusi, los interrogados por parte de la defensa fueron bastante directos. El abogado representante del Tribunal de Aduanas había llamado a dos reconocidos expertos, uno de los cuales además enseñaba escultura en la Universidad de Columbia. Estos no solo fueron mucho más categóricos que los testigos de Brancusi —afirmaron que nunca habían visto una creación de Brancusi que pudiera considerarse arte y que la escultura en cuestión no tenía “sentido de la belleza” — sino que además le dieron al juez la clave para resolver el caso cuando respondieron a la siguiente pregunta:
- «¿Así que basa su opinión sobre si es o no arte en la reacción emocional que le genere la presencia o la ausencia de belleza?»
- «Sí.»
Seguramente Brancusi y sus amigos celebraron la elección de palabras que utilizó el juez y la afirmación del interrogado frente a estas. Sin quererlo, el testimonio de la defensa estaba ratificando el de los colegas del escultor y con ello, algo que probablemente el juez llevaba rato sospechando: esa incoherencia en el relato sobre la apreciación de la pieza era la clave de toda la cuestión. El objetivo del grupo de modernistas nunca fue encontrar la definición de obra de arte sino demostrar que cualquiera —hasta los más estudiados en la materia— puede tener una consideración distinta sobre lo que es o no una obra de arte. La polémica que había tenido a los tribunales y a la prensa de Nueva York envueltos en debates durante semanas concluyó con una sola verdad: lo estético no puede estandarizarse, aquello que depende del gusto no puede tipificarse.
La estrategia de los modernistas fue perfecta para sustentar esa idea. Pudiendo haberse enfocado en las cualidades artísticas de la escultura o en esgrimir argumentos a favor de que las teorías estéticas estaban cambiando, con sus dubitativas intervenciones demostraron que la discusión no había tenido sentido desde el primer momento. Que más allá de las dimensiones, del simbolismo o de las técnicas utilizadas, el único elemento esencial para elevar una pieza a la categoría de arte es la belleza. Y que siendo la belleza un elemento absolutamente subjetivo, la percepción de una creación cualquiera como obra de arte es un sentimiento irremediablemente individual.
En algunos ámbitos, las teorías preceden a la práctica. En muchos otros, los cambios en la práctica dan paso al desarrollo de diferentes teorías que justifican esos cambios. En todos los casos –es una obviedad decirlo– la ley va por detrás. Y en algunos campos, la aplicación de esta directamente carece de sentido. A mí me gusta pensar que eso sea así. Hace unos días leí a alguien en una entrevista decir medio en broma que lo peor de ser mortal es perderse el disco, la película o cualquier otra expresión artística que exista dentro de cien años, que aún no podemos llegar a imaginar. Me desbloqueó un pensamiento que no tenía muy presente y que es la ilusión por descubrir qué cosas nuevas me emocionarán en el futuro. El caso Brancusi es un ejemplo de cómo, en el arte, es deseable que las cosas nazcan más rápido de lo que tardamos en saber nombrarlas. De que no hay por qué detener una expedición estética sólo por no haber cartografiado, todavía, el mapa de los nuevos conceptos de belleza que aún estén por descubrir.