Fui al cine a ver La sustancia. El señor que estaba sentado a mi derecha fue a ver La Sustancia y el espectáculo de espasmos, suspiros y todos los Diosmíos que solté en el transcurso de dos horas. A mi izquierda, mi amiga se tapaba la cara para no mirar directamente el festival de vísceras y sangre que se proyectaba en la pantalla. Salí del cine nerviosísima y con el estómago revuelto. A lo largo de la película, el cuerpo de Elizabeth experimenta cambios del todo antinaturales, empezando por la escena en la que una versión más joven de ella emerge de su columna vertebral, y terminando con la monstruosa visión de su cuerpo completamente deformado. Con todo — y más allá de la desazón ante la representación tan obvia del daño que están dispuestas a infligirse las mujeres para mantener la imagen que se espera de ellas— me reí mucho. Esto entra en conflicto con el siniestro pensamiento que me ha estado acompañando durante los días posteriores. A pesar de que la “sustancia” en sí —líquido milagroso que se inyecta Elizabeth para generar su doble joven— sea del todo una ficción, el consumo de productos con un fin estético, pero fatales para la salud, no estaría tan alejado del uso de fármacos, Ozempics varios o del sometimiento a cualquier intervención cuyo riesgo se asume sin pestañear. Incluso, sin necesidad de llegar a esos extremos, cualquiera podría empatizar con el afán de control sobre el propio cuerpo y la forma en que la protagonista se habla, se mira y se toca con violencia (véase la forma en la que trata el cuerpo de su dopplegänger versus cómo trata su cuerpo original según el momento de la película). Todo ello con el objeto de encajar en una industria verdugo de tantas otras Elizabeths, como parece mostrarnos la imagen de las paredes de la agencia cubiertas de sangre que se me quedó enquistada en la retina. Me reí porque el espectáculo de horror corporal que ofrece Coralie Fargeat (Francia, 1976) me pareció bueno, y me interesa la incomodidad que me asaltaba al recordar, un segundo después, que por muy inverosímil que fuera la historia, no distaba tanto de la realidad. No sé si la intención de la directora ha sido sacudir al espectador poniéndole delante una realidad deformada o simplemente rodar un body horror divertido. Tal y como yo lo recibí, fue la incredulidad de pensar en lo real que podría ser la historia— aunque lógicamente no llegue a serlo del todo— lo que provocó que haya estado dándole vueltas al tema desde un lugar incómodo. Fargeat utiliza, para ello, un arma poderosa como caballo de Troya: el desconcierto.
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Si a un objeto cotidiano como una taza le creciera pelo se convertiría de inmediato en inquietante al ser antinatural. El pelo (la piel) resulta agradable al tacto, pero descontextualizado —cubriendo, por ejemplo, una taza de café— hace que la imagen se convierta en desagradable por la repulsión que produce la idea de beber de una taza peluda. La artista Meret Oppenheim (Alemania, 1913) exploró esta manera de narrar cuando presentó al público Objeto (1936) también conocida como Desayuno con pieles. La obra se compone de una taza, un platillo y una cucharilla que la artista forró de piel de gacela y con la que pretendía demostrar que cualquier objeto mundano, presentado de forma inesperada, adquiría el poder de desafiar a la razón. Tanto fue así que la pieza es considerada uno de los objetos surrealistas más famosos y tras su inclusión en la exposición del MoMA «Arte fantástico, dadaísmo y surrealismo» (1936-1937) el director del museo comentó que había sido de las pocas obras de arte que había conseguido apelar tanto a la imaginación popular.
En definitiva, lo que Oppenheim logró fue que una imagen ilógica conectara al público con el subconsciente y provocara en este una reacción de incredulidad; que sirviera de vehículo para lanzar un mensaje. Según declaró un ex director del Tate Modern, la obra sería una reproducción de la culpa burguesa por «perder el tiempo chismorreando en cafés y maltratando animales». Aunque realmente, la interpretación más extendida es que la pieza representa la contradicción existente entre que la piel sea agradable al tacto pero no tanto al contacto con la lengua, teniendo en cuenta que una taza y una cuchara están hechas para llevarse a la boca. La intención de la artista, por tanto, habría sido resaltar las particularidades del placer con la referencia sexual obvia tras el gesto de beber de una taza con pelo.
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Si la descontextualización de un objeto provoca extrañeza en el espectador, la de una persona puede resultar mucho más perturbadora. La fotógrafa Cindy Sherman (Estados Unidos, 1954) consigue transmitir esa sensación a través de su último trabajo, en el que utiliza la técnica del collage sobre imágenes de su propio rostro para construir distintos personajes. La manera en la que la artista deforma y deconstruye su cara tiene como resultado una serie de fotografías inquietantes que recuerdan a ella, sin serlo del todo, y con los que pretende romper con el binomio “mirada voyeur” y “sujeto-objeto” asociado tradicionalmente a los retratos. La artista cuestiona la forma en la que usamos imágenes para entender el mundo, denunciando que las que tendemos a escoger, aunque sean más agradables a la vista, resultan insuficientes para captar una realidad más compleja.
Muchos de los trabajos anteriores de Sherman —las series “Disasters” (1986) en las que se muestran partes del cuerpo desmembradas y “Sex Pictures” (1992) cuya intención fue desafiar los estándares de la industria del porno— ya bebían de lo grotesco y caricaturesco, aunque seguramente también pudieran haber tenido una intención meramente estética. Ella misma lo dijo: «me repugna cómo la gente se pone guapa, me fascina mucho más el otro lado» por lo que puede que con esta última serie (sin título) solo haya pretendido explorar lo siniestro como recurso artístico proponiendo un modelo de retrato diferente. Sea por un motivo o por otro, la realidad es que su trabajo no puede dejar indiferente a nadie.
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Una técnica que provoca desconcierto de manera inmediata y sin necesidad de servirse de demasiados juegos mentales es el uso del espejo deformado. En este caso, el espectador contempla una imagen que es real pero que se ha capturado manipulando la cámara. El fotógrafo Arthur H. Fellig (Zólochiv, Ucrania 1899) conocido como Weegee, utilizaba un sistema que llamaba “lente elástica” consistente en cubrir el objetivo con un caleidoscopio para deformar los rostros de personajes ricos y famosos. Así, conseguía que el rostro suave y dulce de Judy Garland tuviera rasgos exagerados, o que Elizabeth Taylor se convirtiera en una criatura extraña con varios torsos y extremidades, como forma de burlarse del sistema y las glorias de Hollywood. Pero lo más perturbador de la obra de Weegee es que la distorsión que utilizaba en las fotografías saltó a su vida personal. Más que un nombre artístico “Weegee” —que significa “Ouija”— sirvió como alter ego para el fotógrafo, que se describía a sí mismo como una suerte de fotógrafo médium. Convencido de que tenía una capacidad extraordinaria para captar la transformación de la sociedad estadounidense mejor que nadie, comenzó a mostrarse al mundo como una caricatura de sí mismo, valiéndose de su carácter excéntrico y sus ojos saltones y protagonizando parte de sus propias fotografías. En palabras del artista antes de morir: «Mi verdadero nombre es Arthur Fellig… Creé este monstruo, Weegee, y no puedo deshacerme de él.»
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La fórmula realidad deformada con tintes de comedia ya fue utilizada y conceptualizada hace un siglo en la técnica del esperpento. Estos días, el Museo Reina Sofía acoge la exposición «Esperpento. Arte popular y revolución estética», en la que explora esta figura como vehículo artístico para denunciar aspectos de la realidad. Si bien la muestra parte del concepto acuñado por Valle-Inclán —e incluso explora los objetos populares del siglo XIX que sirvieron de precedente a las técnicas de deformación— lo primero que se encuentra el visitante es un espejo flanqueado por dos cabezas de burros pintadas y la inscripción «¡Ya somos tres!» (Joaquín Xaudaró y Echau, 1990). Leyendo la cartela de la obra, le fastidié la foto a una pareja que posaba delante del espejo. Pensándolo ahora, la elección de esa obra pre-redes sociales como bienvenida a la exposición quizá sea una declaración de intenciones y evidencia lo que en palabras de Germán Labrador —uno de los comisarios de la muestra—se pretende con la misma, que es «sacar el esperpento del rincón de la curiosidad literaria, el cachivache extraño o la tradición casticista...»
Está claro que la habilidad para desconcertar ha sido y es un arma poderosa y transversal a distintas disciplinas y corrientes artísticas. Más que un movimiento en sí mismo, resulta una herramienta eficaz por el gran efecto que tiene sobre el subconsciente humano, al ofrecer una imagen distorsionada de lo que podría ser la realidad —pero no es— provocando inquietud y confusión desde el momento en el que lo familiar se torna en algo siniestro. Inevitablemente, invita a reflexionar sobre la naturaleza humana, el pecado, o las consecuencias del hedonismo constituyendo un recurso estético cuyo mejor manifiesto es haber trascendido en el tiempo manteniéndose eternamente vigente.