Cuando eres adolescente en una casa en la que no hay cerrojos en las puertas, la calle se convierte en la solución perfecta para escuchar Favourite Worst Nightmare de principio a fin sin interrupciones. Entre esta primera imagen dosmilera y los 19.198 pasos que según mi móvil di ayer ha habido muchos, muchos paseos.
En la época en la que salió aquel disco yo fantaseaba, como toda la gente de mi edad, con hacer lo que me diera la gana. Con poder estar un rato sin unos ojos encima, vaya. La combinación de haber crecido en un barrio cuya calle principal mide seis kilómetros en línea recta y el adolescente anhelo de estar sola, propició que prácticamente todos los días recorriera esos seis kilómetros, iPod rosa en mano. A día de hoy lógicamente ya no tengo ese tipo de problemas, pero lo que ha perdurado ha sido el gusto por caminar. Lo hago cuando voy al trabajo y al sitio en el que he quedado para cenar. De vuelta del cine. Me gusta pasear con música. Me encanta pasear con alguien. Prefiero conocer una ciudad andando que ir saltando de lugar histórico a monumento de interés, aunque no me dé tiempo a visitarlo todo. Salgo a la calle si estoy enfadada. Si estoy preocupada. También si estoy esperando una noticia. Si estoy eufórica porque me han dado una buena, entonces el paseo puede alargarse horas.
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Pasear puede ser una rareza en el contexto en el que vivimos sencillamente porque hacerlo sin motivo, deambular, no deja de ser una forma de perder el tiempo. Y todos sabemos que estar sin producir es el mayor terror del hombre contemporáneo. En la era de los videos de cryptobros dando consejos sobre cómo ganar más dinero y de los TikToks sobre rutinas imposibles que comienzan practicando yoga a las cinco de la mañana, caminar sin rumbo fijo es un acto de rebeldía. Por eso nos hemos inventado la fórmula de los diez mil pasos. La perspectiva de alcanzar esa meta justifica el acto de pasear desde una doble vertiente. Por un lado, cumplir exactamente con esa cifra de pasos al día es la forma de demostrar al mundo que somos gente sana y comprometida con el último trend en salud. Por otro lado, caminar se ha convertido en otro campo más en el que competir. El otro día me dio escalofríos leer a alguien en Twitter que decía haber pillado a su compañero de piso dando vueltas por la manzana, intentando batir el récord que se habían marcado los amigos en la aplicación de turno. ¿Hasta qué punto lo único que necesitamos es poder estar un rato en paz sin tener que contabilizarlo todo? Yo misma me sorprendo a veces justificándome cuando decido irme de un sitio caminando, y la preocupación de la gente nunca es si la vuelta será muy cansada sino en todo lo que voy a tardar.
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A esta idea del paseante se le puso nombre a mediados del siglo XIX, casualmente en el momento en el que comienzan a representarse las ciudades en la pintura. El flâneur, según lo define Baudelaire en El pintor de la vida moderna (1863) es alguien que se dedica a «deambular por las calles observando la vida y las cosas.» No podía ser de otra forma ya que para plasmar el nuevo paisaje urbano el artista tenía que hacerlo desde dentro, caminándolo. La pintura Calle de París, tiempo lluvioso (1877) del impresionista Gustave Caillebotte es un buen ejemplo de ello porque nos muestra la escena desde el punto de vista de un caminante más en un cuadro que además, es enorme, probablemente para provocar en el espectador la sensación de estar formando parte de ese lluvioso paseo. Esta intención de plasmar la vida costumbrista se refleja también en cómo están compuestas las escenas. En Plaza de la Concordia (1876) de Edgar Degas la distribución de los elementos que aparecen en el cuadro es claramente asimétrica; los individuos que caminan por la obra lo hacen en varias direcciones, lo que permite imaginar rápidamente su carácter ocioso. Estos son solo dos ejemplos de cómo ello se ha representado en la historia del arte, pero más allá de la figura del caminante en los cuadros, me parece más interesante el cambio en la mirada, la conclusión de que el verdadero flâneur es el propio autor de las pinturas. Si tenemos en cuenta que: (a) el germen de estas obras —y de otras muchas manifestaciones artísticas— está en una actividad tan sencilla como pasear y (b) a riesgo de que suene a eslogan barato, no deja de ser cierto que la cultura enriquece el alma de las personas, encuentro que divagar, aburrirse y observar, actividades en vías de extinción frente a la hiperproductividad, resultan más necesarias que nunca.
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Pienso que las mejores conversaciones siempre se tienen caminando. En Cuento de verano (Eric Rohmer, 1996) Gaspard y Margot aparecen paseando en prácticamente todas las escenas. Fijaos, no paran de hacerlo en toda la película pero sus paseos casi nunca acaban en un lugar concreto. Aunque a ratos solo sirve para que el pelmazo de Gaspard le cuente a Margot todas sus neuras sobre la música y las chicas, estoy segura de que el paseo en sí es lo único que salva a Margot de no lanzarse al mar ante semejante chapa. Pensándolo bien, tener una conversación andando es una buena forma de decir cosas que de otra forma costaría contar, sencillamente porque caminar te permite no tener que mirar al otro a los ojos. Siempre se puede hablar mirando al suelo o cambiar de tema señalando cualquier cosa que haya en la calle. Hay escapatoria. Esa ligereza frente al cara a cara de un bar, por ejemplo, hace que la conversación fluya mejor y sea más honesta.
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En la universidad tenía un amigo mexicano que siempre volvía de fiesta andando. El tipo, acostumbrado a ir a todas partes en coche, estaba entusiasmado con la posibilidad de pasear por las calles de una ciudad sin exponerse al peligro. «Mija camino hasta con los auriculares puestos, y todo» me decía. Me acordé de él hace unos días cuando se me ocurrió entrar en el Retiro pasadas las once de la noche. Me pareció óptimo que la temperatura descendiera de repente varios grados y que hubiera más gente de la que esperaría encontrar ahí a esas horas. Aun así, una mezcla de prudencia y cierto miedo me hizo bajar el volumen de los auriculares para darme cuenta de que reinaba un imponente silencio. Venció el gusto de caminar escuchando música. Pensé en la suerte de poder pasear sola y en las mujeres que viven en otros lugares del planeta que no pueden disfrutar de semejante placer. Solo por eso volví la noche siguiente, y la siguiente. Recorrí por dentro la verja, el perímetro del estanque, crucé los jardines, los rosales, el Palacio de Cristal. Y con los auriculares puestos, y todo.
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No es casualidad que el término flâneur haya tenido siempre una connotación masculina. De que existía la flâneuse no tengo dudas, pero la evidencia histórica de la misma es otro cantar, lo que no resulta extraño teniendo en cuenta que el flâneur se caracteriza por ser una figura solitaria. Sobre esto escribe Anna María Iglesia en su ensayo La revolución de las flâneuses (Wunderkammer, 2019). Cuenta Iglesia que si bien se reconocía a la paseante con ciertos matices —nunca en actitud no respetable como en la calle, a menudo en compañía masculina o en acontecimientos sociales a los que fueran invitadas— esta no era percibida como sujeto mirante, como crítica o ensayista. La reivindicación del derecho de la mujer a observar libremente sin ser a su vez observada se ve claramente en la obra En el palco (1878) de Mary Casatt. En él, se muestra a una mujer en la ópera mirando a través de unos prismáticos algo que no está dentro del encuadre, suponemos que el escenario. Lo que sí se ve en el plano es que la mujer está siendo observada a su vez por un hombre que, inclinado sobre la barandilla, la mira directamente; un detalle por parte de la pintora impresionista con el que parece decirnos que si bien la mujer podía llegar a ser una observadora, una flâneuse, en definitiva, esa condición coexistía necesariamente con ser siempre objeto de la mirada del otro.
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Sobre este tema de caminar, el género pasear-ciudades-vacías es de mis favoritos. Más aún si es verano y la única opción de hacerlo sin morir de un golpe de calor es por la noche. Quien esté en Madrid estos días sabe de lo que hablo. Para mí, la ciudad en verano siempre ha estado cubierta de una pátina de melancolía, por no decir que la idea de quedarme en esta época siempre me ha dado pereza. Itsaso Arana y Jonás Trueba romantizaron esta idea en La virgen de agosto (2019) película en la que el personaje de Arana decide rebelarse contra la costumbre y dedicarse a caminar por las calles de un Madrid fantasmagórico en una actitud expectante ante las posibilidades que le ofrece la ciudad vacía. De hecho, no sé si es porque se ha puesto de moda reivindicar lo local, las fiestas de San Lorenzo y San Cayetano, la verbena de La Paloma o porque el calor aprieta cada vez antes, pero encuentro que cada vez más gente se queda en agosto. Este cambio en la costumbre de los madrileños ha provocado que la migración a sitios más templados se haya adelantado unas semanas, haciendo que si existe el equivalente a un no-lugar en el calendario, desde luego sea esta segunda quincena de julio.
Al contrario de lo que dice la protagonista al principio de la película («agosto es genial para hacer las cosas que en otro momento no nos dejarían hacer, ¿no?») la sensación que tengo estos días es parecida a la que tengo cuando estoy caminando, la de que mi vida está en pausa. Anoche lo comentaba con un amigo. Hartos de fingir que habíamos tenido suerte de haber encontrado sitio en El Maño un viernes, a las tres cañas acabamos confesando que como personas profundamente septembristas, echamos de menos nuestra vida normal. Que ya estamos listos para superar este abrasador paréntesis que es la segunda quincena de julio en Madrid en la que el calor pesa, el asfalto quema y no pasa absolutamente nada. Hasta que eso ocurra, o hasta que los más afortunados podamos viajar a otros lugares con mar, solo nos queda encerrarnos con las persianas hasta abajo y una vez se esconda el sol, pasear.